It (Eso) – Stephen King

—No. Creo que habría pasado algo aún peor —dijo Eddie.

—¿Bromeas?

—Estoy hablando en serio. —Sonia sintió que de su hijo surgían oleadas de potencia—. Bill y mis amigos van a volver, mamá. Eso es algo de lo que estoy seguro. Y cuando vuelvan, tú no vas a echarlos. No vas a decirles ni una palabra. Son mis amigos y no vas a robarme a mis amigos sólo porque te dé miedo quedarte sola.

Ella lo miró fijamente, horrorizada, aterrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas que le cayeron por las mejillas mojando el polvo que las cubría.

—Conque ahora le hablas así a tu madre —observó, entre sollozos—. Supongo que así les hablan tus «amigos» a sus padres. Supongo que lo aprendiste de ellos.

Se sentía a salvo en las lágrimas. Habitualmente, cuando ella lloraba, Eddie lloraba también. Era una treta sucia, tal vez, pero ¿había tretas sucias cuando se trataba de proteger a un hijo? Difícilmente.

Levantó la vista bañada en lágrimas sintiéndose inexpresablemente triste, traicionada y segura. Eddie no podría resistir ese torrente de lágrimas y pesar. Su cara perdería esa expresión fría y alerta. Tal vez su respiración comenzara a silbar un poquito, segura de que la lucha había terminado y de que ella había conseguido otra victoria… por él, por supuesto. Todo por él.

La horrorizó tanto ver la misma expresión en su rostro —en todo caso, se había acentuado— que su voz se cortó en medio de un sollozo. Había tristeza bajo su expresión, pero hasta aquello atemorizaba: parecía una tristeza adulta. Y el solo imaginar a Eddie como adulto le hacía aletear un pajarito de pánico dentro de la mente. Así se sentía en las raras ocasiones en que se preguntaba qué sería de ella si Eddie no quería ir a la Escuela de Comercio de Derry o a la Universidad de Maine, en Orono o Husson en Bangor, de modo que pudiese volver a casa todos los días después de clases. ¿Qué pasaría si se enamoraba de una chica y quería casarse? ¿Qué lugar tengo yo en todo eso? —gritaba la aterrorizada voz de pájaro, cuando se le ocurrían esos pensamientos extraños, casi de pesadilla—. ¿Cuál sería mi lugar en una vida así? ¡Te quiero, Eddie, te quiero! Te quiero y te cuido. Tú no sabes cocinar, cambiar las sábanas ni lavar la ropa. ¿Para qué, si yo hago todo eso por ti? ¡Lo hago porque te quiero!

Y él dijo:

—Te quiero, mamá. Pero también quiero a mis amigos. Y creo…, creo que estás llorando a propósito.

—Cómo me haces sufrir, Eddie —susurró ella.

Y las lágrimas duplicaron la carita pálida, la triplicaron. Si sus lágrimas de un momento antes habían sido calculadas, ésas no lo eran. A su modo, peculiarmente, ella era dura; había acompañado a su marido a la tumba sin derrumbarse; había conseguido empleo a pesar de la Depresión, había criado a su hijo y, cuando fue preciso, también luchó por él. Y ésas eran las primeras lágrimas totalmente involuntarias, no calculadas, que vertía en muchos años, tal vez desde que Eddie había enfermado de bronquitis, a los cinco años, haciéndole temer que muriese en su lecho de dolor por la fiebre que tenía. Ahora lloraba por esa expresión terriblemente adulta, alienada, de su rostro. Tenía miedo por él, pero también, de algún modo, tenía miedo de él. La asustaba esa aura que parecía rodearlo, que parecía exigirle algo.

—No me obligues a elegir entre tú y mis amigos, mamá —dijo Eddie. Su voz era inestable, tensa, pero dominada—. No sería justo.

—¡Es que son malos amigos, Eddie! —exclamó ella, casi frenética—. ¡Lo sé, lo siento con todo mi corazón! ¡No te darán más que dolores y pesares!

Lo más horrible era que, en verdad, eso era lo que sentía; una parte de ella lo intuía en los ojos del chico Denbrough que la había mirado con las manos en los bolsillos, centelleante el pelo rojo bajo el sol de verano. Sus ojos eran tan serios, extraños y distantes… como los de Eddie en ese momento.

¿Y no había visto en torno de él la misma aura que ahora lucía Eddie? ¿La misma, pero más fuerte? Pensó que sí.

—Mamá…

Se levantó tan deprisa que estuvo a punto de tumbar la silla.

—Volveré al anochecer —dijo—. Es el «shock», el accidente, el dolor, todo eso lo que te hace hablar así. Lo sé. Estás… estás… —A tientas, encontró el texto original en la confusión de su mente—: Has tenido un mal accidente pero te vas a poner bien. Y entonces te darás cuenta de que tengo razón, Eddie. Son malos amigos. No son como nosotros. No te convienen. Piénsalo bien y pregúntate si alguna vez tu madre te ha dado un mal consejo. Piénsalo y…

¡Estoy huyendo! —pensó, con dolorido espanto—. ¡Estoy huyendo de mi propio hijo! Oh, Dios, por favor, no lo permitas…

—Mamá.

Por un momento estuvo a punto de huir, de cualquier modo, ya asustada por él, oh, sí, porque no era sólo Eddie. Sentía a los otros en él: a sus «amigos» y a algo más, algo que estaba aún más allá de ellos. Y tuvo miedo de que eso le lanzara un destello. Era como si su hijo estuviese poseído por algo, por una fiebre espantosa, como había ocurrido con la bronquitis a los cinco años.

Hizo una pausa con la mano en el pomo de la puerta. No quería escuchar lo que él iba a decirle. Y cuando el chico lo dijo fue tan inesperado que ella tardó un momento en comprender. La comprensión cayó como un saco de cemento. Por un instante temió desmayarse.

Eddie dijo:

—El señor Keene dijo que mi medicamento para el asma es sólo agua.

—¿Qué, qué? —Sonia volvió los ojos flamígeros hacia él.

—Sólo agua. Con un agregado para darle gusto a medicina. Dijo que era un pla-ce-bo.

—¡Es mentira! ¡Eso es una absoluta mentira! No me explico por qué te ha dicho semejante mentira. Pero hay otras farmacias en Derry. Y voy a…

—He tenido tiempo de pensarlo —continuó Eddie, suave e implacable, sin dejar de mirarla a los ojos—, y creo que ha dicho la verdad.

—¡Te digo que no, Eddie! —El pánico había vuelto, aleteando.

—Creo que debe ser verdad. De lo contrario habría alguna advertencia en el frasco. Algo así como que es peligroso tomar demasiado. Aunque…

—¡Eddie, no quiero oír una palabra más! —dijo ella, tapándose los oídos con las manos—. No estás…, no estás normal y eso es todo.

—Aunque sea algo que se puede comprar sin receta, siempre le ponen instrucciones especiales —prosiguió él, sin levantar la voz. Posó en ella sus ojos grises y Sonia no pudo apartar la vista—. Hasta cuando se trata del jarabe para la tos… o de tu Geritol.

Hizo una pausa. Sonia dejó caer las manos; era demasiado esfuerzo mantenerlas sobre las orejas. Parecían muy pesadas.

—Y se me ocurre… que tú lo sabías, mamá.

—¡Eddie! —Fue casi un gemido.

—Porque —prosiguió él, como si ella no hubiese abierto la boca, concentrado en el problema, con el entrecejo fruncido—, porque vosotros, los padres, tenéis que saber de medicamentos. Utilizo ese inhalador cinco o seis veces al día. Y tú no me permitirías utilizarlo tanto si pensaras que podría… hacerme daño. Porque tu misión es protegerme, como siempre dices. Entonces… ¿lo sabías, mamá? ¿Sabías que era sólo agua?

Ella no dijo nada. Le temblaban los labios. Sintió que toda su cara temblaba. Ya no lloraba. Se sentía demasiado asustada como para llorar.

—Porque si lo sabías —prosiguió Eddie, siempre con el entrecejo fruncido—, si sabías eso, me gustaría saber por qué. Me imagino algunas cosas, pero no me explico que mi madre quisiera hacerme creer que el agua era medicamento… o que yo tenía asma aquí —se señaló el pecho—, cuando el señor Keene dice que sólo tengo asma aquí. —Y se señaló la cabeza.

Ella pensó explicárselo todo inmediatamente. Se lo explicaría con tranquilidad y lógica. Su miedo de que él muriera, a los cinco años, que casi la había vuelto loca, porque había perdido a Frank sólo dos años antes. Su idea de que sólo se podía proteger a un hijo vigilándolo y amándolo, atendiéndolo como se atiende un jardín, fertilizando, sacando las hierbas y, a veces, podando, por mucho que doliera. Le diría que a veces era mejor para un niño (sobre todo tratándose de un niño delicado como Eddie) pensar que estaba enfermo en vez de ponerse enfermo de verdad. Y concluiría hablándole de la mortal estupidez de los médicos, del maravilloso poder del amor; le diría que él tenía asma porque ella lo sabía, sin importar lo que opinaran los médicos ni lo que le dieran para eso. Le diría que se podía hacer medicamentos con algo más que las sustancias de un farmacéutico malicioso. Eso es medicamento —le diría—, porque el amor de tu madre lo convierte en medicina y de ese modo, por todo el tiempo que quieras y me dejes, puedo hacerlo. Es un poder que Dios da a las madres amantes y abnegadas. Por favor, Eddie, corazón, cariño mío, debes creerme.

Al final no dijo nada. Su miedo era demasiado grande.

—Pero tal vez no haga falta que hablemos de esto —siguió Eddie—. El señor Keene puede haber estado bromeando. A veces, los mayores…, ya sabes, gustan de hacernos bromas a los niños. Porque los chicos nos creemos casi cualquier cosa. Es cruel hacernos eso, pero a veces los grandes nos lo hacen.

—Sí —dijo Sonia Kaspbrak, ansiosa—. A muchos les gusta bromear y a veces se portan como estúpidos…, crueles… y… y…

—Así que voy a seguir esperando a Bill y a mis otros amigos —dijo Eddie—, y seguiré usando mi medicamento para el asma. Me parece lo mejor, ¿no?

Sólo entonces, siendo ya demasiado tarde, ella comprendió lo limpia, lo cruelmente que había caído en la trampa. Lo que él estaba haciendo era casi extorsión, pero ¿qué alternativa cabía? Quiso preguntarle cómo podía ser tan calculador, tan dado a la manipulación. Abrió la boca para preguntarlo… y la cerró otra vez. Con toda probabilidad, con ese humor él podía contestarle.

Pero ella sabía una cosa, sí, una cosa era segura: jamás volvería a poner un pie en la farmacia del entrometido señor Parker Keene.

La voz de Eddie, ya extrañamente tímida, interrumpió sus pensamientos:

—¿Mamá?

Ella lo abrazó, pero con cuidado para no dañarle el brazo fracturado (ni desprender cualquier fragmento óseo que pudiera iniciar una maligna carrera hacia el corazón; ¿qué madre podía matar a su hijo con amor?) y Eddie le devolvió el abrazo.

7

Por lo que a Eddie concernía, su madre se fue justo a tiempo. Durante la horrible confrontación con ella había sentido que el aliento se le amontonaba más y más en los pulmones y en la garganta, quieto, sin retirada, rancio y audaz, amenazando con envenenarlo.

Resistió hasta que la puerta se hubo cerrado tras ella; entonces empezó a jadear. El aire agrio subía y bajaba por su garganta cerrada como un fuelle caliente. Echó mano de su inhalador; eso le hizo doler el brazo, pero no le importó. Lanzó una buena ráfaga hacia su garganta y aspiró profundamente el sabor a alcanfor, pensando: ¿Qué importa que sea un pla-ce-bo? Las palabras no tienen importancia si el asunto funciona.

Se dejó caer sobre las almohadas, con los ojos cerrados, respirando libremente por primera vez desde que ella había entrado. Estaba asustado, muy asustado. Las cosas que le había dicho, el modo en que había actuado… tenía la impresión de no haber sido él mismo, como si una fuerza obrase a través de él… Y su madre también la había sentido; él lo había visto en sus ojos y en sus labios estremecidos. Nada le decía que esa potencia fuera maligna, pero su enorme fuerza lo asustaba. Era como subir a un juego de feria realmente peligroso y darse cuenta de que uno no podía bajar hasta que todo terminara, pasara lo que pasara.

No podemos echarnos atrás —pensó Eddie, sintiendo el peso caliente del yeso que le envolvía el brazo roto—. Nadie volverá a su casa hasta que esto termine. Pero por Dios, que asustado estoy. —Y comprendió que el verdadero motivo por el que no se había dejado separar de sus amigos era algo que jamás habría podido decir a su madre—: No puedo enfrentarme solo a esto.

Luego sollozó un poquito y se dejó caer en un sueño inquieto. Soñó con una oscuridad en la que funcionaba una maquinaria, una maquinaria de bombeo.

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