It (Eso) – Stephen King

Se estremeció un poquito, descartando esa imagen brillante, terrible, con esfuerzo. Richie estaba en el marco de la puerta preguntándole si los acompañaba o no. Sólo entonces notó que estaba solo en el taller.

—Sí —dijo, con un pequeño sobresalto—, ya voy.

—Te estás volviendo senil, Parva —reprochó Richie, mientras lo veía acercarse a la puerta.

Pero le dio una palmada en el hombro. Ben sonrió y le rodeó brevemente el cuello con un brazo.

5

No hubo problemas con el padre de Beverly. Había llegado a casa tarde después de trabajar, dijo la madre por teléfono. Se había quedado dormido frente al televisor y sólo se había despertado el tiempo necesario para acostarse en la cama.

—¿Te traen a casa, Bevvie?

—Sí. El padre de Bill Denbrough nos llevará a unos cuantos.

La señora Marsh pareció súbitamente alarmada.

—No habrás salido con un chico, ¿verdad, Bev?

—No, por supuesto —dijo Bev, mirando por la arcada hacia el comedor donde los otros rodeaban el tablero de Monopoly. Pero me gustaría que así fuera, pensó mientras agregaba—: Chicos, puajj. Lo que pasa es que aquí abajo tienen un registro; todas las noches hay un padre o una madre que se encarga de llevar a los chicos a su casa.

Eso, al menos, era cierto. El resto era una mentira tan atroz que se ruborizó acaloradamente en la oscuridad.

—Bueno —dijo la madre—. Sólo quería estar segura. Porque si tu padre te pilla saliendo con muchachos a tu edad, se pondrá furioso. —Como si lo pensara mejor, agregó—: Y yo también.

—Sí, ya sé.

Bev seguía mirando hacia el comedor. Lo sabía, sí. Y allí estaba, no con un chico sino con seis, en una casa donde los padres habían salido. Vio que Ben la miraba, preocupado, y le esbozó una sonrisa. Él, aunque ruborizado, le devolvió el saludo.

—¿Estás con alguna de tus amigas?

¿De qué amigas me hablas, mamá?

—Eh, sí, está Patty O’Hara. Y creo que también Ellie Geiger. Está abajo, jugando al ping-pong.

La facilidad con que mentía la avergonzó. Habría preferido hablar con su padre; le habría dado más miedo, pero menos vergüenza. Eso debía significar que no era muy buena.

—Te quiero mucho, mamá —dijo.

—Y yo a ti, Bev. —Su madre hizo una breve pausa antes de agregar—: Ten cuidado. En el diario dicen que puede haber otro caso. Ha desaparecido un chico llamado Patrick Hockstetter. ¿Lo conoces, Bevvie?

Ella cerró los ojos por un instante.

—No, mamá.

—Bueno… adiós, cariño.

—Adiós.

Se reunió con los otros ante la mesa y jugaron al Monopoly durante una hora. Stan fue el gran ganador.

—Es que los judíos somos estupendos cuando se trata de hacer dinero —dijo Stan, mientras instalaba un hotel frente al Atlántico y dos grandes negocios en pleno centro—. Todo el mundo lo sabe.

—Jesús, hazme judío —dijo Ben, de inmediato.

Y todos rieron, porque Ben estaba casi en la quiebra.

De vez en cuando, Beverly miraba a Bill, observando sus manos limpias, sus ojos azules, el fino pelo rojo. Mientras él movía el pequeño zapato plateado que usaba como marcador, pensó: Si él me tomara la mano, me sentiría tan feliz que podría morir. En el pecho se le encendió, por un instante, una cálida luz. Sonrió en secreto, mirándose las manos.

6

El final de la noche fue casi descorazonador. Ben tomó un cincel del estante y usó un martillo para golpear los moldes por las líneas de corte. Se abrieron con facilidad. Dos pequeñas bolas de plata cayeron a la mesa. En una de ellas se veía, vagamente, parte de una fecha: 925. En la otra, líneas onduladas que podían ser restos de la cabellera de la Libertad. Todos las miraron sin decir nada. Por fin, Stan tomó una.

—Bastante pequeña —observó.

—También lo era la piedra que David arrojó contra Goliat —apuntó Mike—. A mí me parecen poderosas.

Ben se descubrió asintiendo. Él opinaba lo mismo.

—¿Tt-t-terminamos? —preguntó Bill.

—Terminamos —confirmó Ben—. Toma.

Y arrojó el segundo balín a Bill, tomándolo tan por sorpresa que el chico estuvo a punto de dejarlo pasar.

Los balines circularon de mano en mano. Cada uno de ellos los observó de cerca, maravillándose ante su redondez, su peso, su misma existencia. Cuando volvieron a Ben, los retuvo en la mano mirando a Bill.

—¿Qué hacemos con ellos?

—Dá-dáselos a B-beverly.

—¡No!

La miró con amabilidad, pero severo.

—B-b-bev, ya he-hemos discut-t-tido esto y…

—Yo lo haré —aseguró ella—. Dispararé la honda cuando llegue el momento. Si llega. Probablemente provocaré que Eso nos mate a todos, pero lo haré. Eso sí: no quiero llevarlas a casa. Cualquiera de mis

(mi padre)

padres podría encontrarla. Y me armarían un escándalo.

—¿No tienes ningún escondrijo? —preguntó Richie—. Qué diablos, yo tengo cuatro o cinco.

—Tengo uno —confirmó Beverly. Había una pequeña ranura en el fondo de su cama, donde a veces escondía cigarrillos, comics y, recientemente, revistas de cine y de modas—. Pero nada seguro para este caso. Guárdalas tú, Bill. Al menos, hasta que llegue el momento.

—Está bien —aceptó él. En ese momento, unas luces iluminaron el camino de entrada—. Jolín, lle-llegan t-temprano. S-s-salgamos de a-aquí.

Acababan de sentarse otra vez alrededor del tablero cuando Sharon Denbrough abrió la puerta de la cocina. Richie puso los ojos en blanco e hizo ademán de secarse la frente. Los otros rieron con ganas. Richie acababa de Soltarse Uno Bueno.

La madre entró un momento más tarde.

—Tu padre está esperando en el coche para llevar a tus amigos, Bill.

—Bu-bu-bueno, mamá —dijo él—. Ya t-t-terminábamos.

—¿Quién ganó? —preguntó Sharon, sonriendo a los amiguitos de su hijo con ojos brillantes.

La niña será muy bonita —pensó—. Probablemente, dentro de uno o dos años no podremos dejarlos solos si hay niñas en el grupo. Pero por el momento es demasiado pronto para que el sexo levante su fea cabeza.

—Ga-ganó St-Stan —dijo Bill—. Los ju-judíos son estu-estupendos cuando s-s-se trata de hacer d-d-di-nero.

—¡Bill! —exclamó ella, horrorizada y enrojeciendo.

Y tuvo que mirarlos a todos, asombrada, porque estaban aullando de risa, incluido Stan. El asombro se convirtió en algo parecido al miedo (aunque nada de eso diría a su marido más tarde, en la cama). En el aire había una sensación de electricidad estática, sólo que mucho más poderosa, mucho más atemorizante. Tuvo la impresión de que si tocaba a cualquiera de esos niños, recibiría una tremenda descarga.

¿Qué les ha pasado?, pensó, espantada. Tal vez hasta abrió la boca para decir algo así. Pero Bill ya estaba pidiendo disculpas, aunque con un fulgor travieso en los ojos, y Stan aseguraba que no importaba, que era sólo un chiste, que se lo hacían de vez en cuando. Y ella se sintió demasiado confundida. Prefirió no decir nada.

De cualquier modo, fue un alivio que aquellos chicos se fueran y que su propio hijo, ese desconcertante tartamudo, subiera a su cuarto y apagara la luz.

7

El día en que el Club de los Perdedores se encontró finalmente con Eso, en combate cuerpo a cuerpo, el día en que Eso estuvo a punto de destripar a Ben Hanscom, fue el 25 de julio de 1958. Fue un día caluroso, húmedo y tranquilo. Ben recordaba claramente el clima: la última jornada de calor. A partir de entonces se había instalado una temporada fresca y nubosa.

Llegaron al 29 de Neibolt Street a eso de las diez de la mañana. Bill llevaba a Richie en Silver; Ben mostraba sus amplias nalgas a ambos lados del vencido asiento de su Raleigh. Beverly bajó por Neibolt con su Schwinn de mujer, con el pelo rojo apartado de su frente por una banda verde. Mike llegó solo. Unos cinco minutos después, aparecieron Stan y Eddie, caminando.

—¿C-c-cómo está tu bra-brazo, E-e-eddie?

—Oh, más o menos. Me duele cuando me vuelvo de ese lado, dormido. ¿Has traído todo?

En el cestillo de Silver había un envoltorio de lona. Bill lo sacó para desplegarlo y entregó el tirachinas a Beverly, que lo tomó con una pequeña mueca, aunque sin decir nada. También había allí una cajita de lata para pastillas de menta. Bill la abrió, mostrando los dos balines de plata. Todos los miraron en silencio agrupados en el raído prado de la casa donde sólo parecían crecer malas hierbas. Bill, Richie y Eddie conocían ya ese lugar; los otro observaban con curiosidad.

Las ventanas parecen ojos —pensó Stan. Y su mano buscó el librito que tenía en el bolsillo trasero tocándolo como para que le diese buena suerte. Llevaba ese libro consigo a casi todas partes; era la Guía de pájaros norteamericanos, de M. K. Handy—. Parecen ojos sucios y ciegos.

Hiede —pensó Beverly—. Lo huelo, pero no con la nariz, exactamente.

Mike pensó: Es como aquella vez, en la fundición. Tiene el mismo ambiente… como si nos dijera que entremos.

Ben pensó: Ésta es una de las guaridas de Eso, sí. Como los agujeros Morlock, por donde entra y sale. Y Eso sabe que estamos aquí. Espera que entremos.

—¿E-estáis todos se-seguros de que-de querer entrar? —preguntó Bill.

Todos lo miraron, pálidos y solemnes. Nadie dijo que no. Eddie sacó el inhalador del bolsillo y se aplicó un buen disparo.

—Dame un poco —dijo Richie.

Eddie lo miró, sorprendido, esperando el chiste.

Richie tendió la mano.

—No es broma, nene. ¿Me das un poco?

Su amigo encogió el hombro sano, con un movimiento extrañamente descoyuntado, y le pasó el inhalador. Richie lo hizo funcionar y aspiró profundamente.

—Me hacía falta —dijo, devolviéndoselo. Tosió un poco, pero sus ojos estaban serenos.

—¿Puedo yo también? —preguntó Stan.

Así, uno tras otro, usaron el inhalador de Eddie. Cuando el medicamento volvió a su dueño, Eddie lo guardó en el bolsillo trasero de donde sobresalía el pico. Todos se volvieron para mirar la casa.

—¿Vive alguien en esta calle? —preguntó Beverly, en voz baja.

—En esta parte, ya no —respondió Mike—. Sólo los vagabundos que se quedan por un tiempo y luego se van en los trenes de carga.

—Ellos no ven nada —comentó Stan—. Están a salvo. En su mayoría, al menos. —Miró a Bill—. ¿Crees que los adultos pueden ver a Eso, Bill?

—N-n-no lo sé. A-a-alguien debe de ha-haber.

—Ojalá conociéramos a alguien —murmuró Richie, ceñudo—. Esto no es trabajo para chicos, ¿no os parece?

Bill estaba de acuerdo. Cuando los hermanos Hardy se metían en líos, allí estaba Fenton Hardy para sacarlos. Lo mismo ocurría con Hartson, el padre de Rick Brant, y hasta Nancy Drew tenía un padre que aparecía al instante si los malos la arrojaban, maniatada, a una mina desierta o algo por el estilo.

—Tendría que haber algún adulto con nosotros —prosiguió Richie, mirando la casa cerrada, de pintura desconchada, ventanas sucias y porche oscuro.

Suspiró, cansado, y Ben sintió, por un momento, que vacilaba la decisión general. Por fin, Bill dijo:

—Va-va-vamos a ech-char un vist-t-tazo. Mi-mi-mirad.

Caminaron hasta el lado izquierdo del porche donde el enrejado estaba suelto. Los rosales desmandados aún estaban allí…, y aquellos que el leproso de Eddie había tocado al salir seguían negros y marchitos.

—¿Con sólo tocarlos los dejó así? —preguntó Beverly, horrorizada.

Bill asintió.

—¿E-e-estáis todos s-s-seguros?

Por un momento no hubo respuesta. Ninguno estaba seguro, aunque sabían, por la expresión de Bill, que él era capaz de entrar sin ellos. Además, en la cara del líder había cierto embarazo. Como les había dicho anteriormente, George no había sido hermano de ellos.

Pero todos los otros chicos —pensó Ben—: Betty Ripson, Cheryl Lamonica, ese chico de los Clements, Eddie Corcoran, tal vez, Ronnie Grogan… hasta Patrick Hockstetter. Eso mata a los chicos, mierda.

—Iré, Gran Bill —dijo.

—Claro, qué joder —repuso Beverly.

—Seguro —dijo Richie—. ¿O crees que vamos a perdernos la diversión, so capullo?

Bill los miró, con la garganta cerrada. Luego hizo un gesto de asentimiento y entregó a Beverly la caja de lata.

—Y tú, Bill, ¿estás seguro?

—Se-se-seguro.

Ella asintió, inmediatamente horrorizada por la responsabilidad y encantada por su confianza. Abrió la cajita, sacó las municiones y guardó una en el bolsillo delantero de sus pantalones. Puso la otra en la honda de goma del Bullseye y cerró la mano en torno a esa pieza. Sentía la bolita bien apretada contra su puño; aunque fría al principio, se iba entibiando lentamente.

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