It (Eso) – Stephen King

Se quedó donde estaba, medio sentado, medio tendido, oyendo a los dos niños junto al río y los ruidos que hacían Henry y sus dinosaurios al alejarse por Los Barrens. El sol le lanzaba reflejos a los ojos y formaba moneditas de luz en las raíces enredadas que lo rodeaban. Allí dentro todo estaba sucio, pero era cómodo, seguro… El ruido del agua era tranquilizador. Hasta el llanto de aquel niño serenaba, de algún modo. Sus dolores se habían reducido a una leve palpitación; el ruido de los dinosaurios se perdió por completo. Esperaría un poco, sólo para asegurarse de que no volvían y después echaría a correr.

Ben oyó el latido de la maquinaria de drenaje que provenía de la tierra; hasta podía sentirla: una vibración grave, pareja, que surgía del suelo hacia la raíz donde estaba apoyado y de ahí a su espalda. Volvió a pensar en los Morlocks, en sus carnes desnudas. Imaginó que su olor sería tan húmedo y putrefacto como el que brotaba de esos agujeros de ventilación. Pensó en sus pozos, tan hundidos en la tierra; pozos con escalerillas herrumbradas a los costados. Dormitó y en algún momento, sus pensamientos se convirtieron en un sueño.

11

Pero no soñó con Morlocks, sino con lo que le había pasado en enero, aquello que no se había decidido a contar a su madre.

Fue en el primer día de clase tras la prolongada pausa de Navidad. La señora Douglas había pedido un voluntario para que se quedara a ayudarla con el recuento de libros devueltos antes de las vacaciones. Ben levantó la mano.

—Gracias, Ben —dijo la señora Douglas, premiándolo con una sonrisa tan brillante que lo abrigó hasta la punta de los pies.

—Lameculos —comentó Henry Bowers, por lo bajo.

Era un día de esos que, en el invierno de Maine, suelen ser los mejores y también los peores: sin una nube, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tan fríos que intimidan. Para empeorar la baja temperatura, soplaba un fuerte viento que daba al frío un filo cortante.

Ben contaba los libros y dictaba las cifras que la señora Douglas anotaba sin molestarse en verificar siquiera de vez en cuando, notó él, con orgullo; después, ambos llevaron los libros abajo, al depósito, por pasillos donde los radiadores resonaban soñadoramente. Al principio, la escuela había estado llena de ruidos: puertas de armarios metálicos que se cerraban con violencia, el clac-ti-clac de una máquina de escribir, en la oficina; el canto algo desafinado del orfeón, en el piso alto; el nervioso tud-tud-tud de las pelotas de baloncesto en el gimnasio y el roce de las zapatillas cuando los jugadores corrían a los cestos o buscaban atajos en el suelo lustrado.

Poco a poco, esos ruidos fueron cesando; por fin, cuando el último grupo de libros estuvo guardado (faltaba uno, pero no importaba mucho, dijo la señora Douglas, suspirando; estaban todos juntos en la miseria), sólo quedó el sonido de los radiadores, el leve suish-suish de la escoba del señor Fazio, que barría el vestíbulo con serrín, y el ulular del viento, allá fuera.

Ben miró por el único ventanuco del depósito y vio que la luz estaba desapareciendo rápidamente. Eran las cuatro de la tarde y el crepúsculo estaba a un paso. Membranas de nieve seca volaban por entre las barras para trepar y se arremolinaban entre los balancines, soldados al suelo por la congelación. Jackson Street estaba absolutamente desierta. Miró por un momento más, esperando que algún auto pasara por la esquina de Jackson y Witcham, pero no fue así. Era como si todos los habitantes de Derry, salvo él y la señora Douglas, estuvieran muertos o hubieran huido, al menos por lo que desde allí se veía.

Miró a la mujer y notó, con un dejo de auténtico miedo, que ella sentía casi exactamente lo mismo. Se le veía en los ojos que estaban hondos, pensativos, lejanos; no parecían los ojos de una maestra cuarentona, sino los de una criatura. Tenía las manos cruzadas debajo del busto, como si rezara.

Tengo miedo —pensó Ben—, y ella también tiene miedo. Pero ¿de qué?

No lo sabía. Entonces ella lo miró, soltando una risa breve, casi azorada.

—Te he demorado mucho —dijo—. Lo siento, Ben.

—No importa. —Él se miró los zapatos. La amaba un poquito, no con el amor abierto, incondicional que había prodigado a la señorita Thibodeau, su maestra de primer curso, pero la amaba, sí.

—Si tuviera coche te llevaría hasta tu casa, pero no tengo. Mi marido pasará a recogerme a eso de las cinco y cuarto. Si quieres esperar, podríamos…

—No, gracias —respondió Ben—. Tengo que llegar a casa antes.

Eso no era del todo verdad, pero sentía una extraña aversión ante la idea de conocer al marido de la señora Douglas.

—Quizá tu madre pueda…

—Ella tampoco tiene coche —aclaró Ben—. Pero no hay problema. Mi casa dista sólo a quince manzanas.

—Quince manzanas no es mucho con buen tiempo, pero con este frío se te harán muy largas. Si aprieta el viento te refugiarás en alguna parte, ¿oyes, Ben?

—Claro. Iré al mercado de Costello y me quedaré un ratito junto a la estufa o algo así. Al señor Gedreau no le molesta. Además, llevo pantalones para nieve y la bufanda nueva que me regalaron en Navidad.

La señora Douglas pareció tranquilizarse un poco…, pero volvió a mirar hacia la ventana.

—Es que parece hacer tanto frío allá afuera —dijo—. Todo parece tan… tan adverso…

Ben no conocía esa palabra, pero comprendió exactamente lo que ella quería decir: Ha pasado algo. ¿Qué?

De pronto comprendió que la había visto como a cualquier persona y no simplemente como a su maestra. Eso era lo que había ocurrido. De pronto le había visto la cara de un modo completamente distinto y por eso se convertía en una cara nueva: la cara de un poeta cansado. La imaginó volviendo a su casa con el marido, sentada en el coche junto a él, con las manos cruzadas, mientras la calefacción siseaba y el hombre le hablaba de su trabajo. La imaginó preparando la cena para ambos. Un pensamiento raro le cruzó por la mente; a los labios le subió una pregunta de las que se hacen para entablar conversación: ¿Tiene hijos, señora Douglas?

—En esta época del año suelo pensar que, en realidad, los humanos no estamos hechos para vivir tan al norte del ecuador —comentó ella—. Al menos en estas latitudes. —Luego sonrió y parte de aquella cualidad extraña desapareció de su cara, o tal vez de los ojos de Ben. Al menos en parte, pudo verla como siempre. Pero jamás volverás a verla así, no del todo, pensó, horrorizado—. Me siento vieja hasta la primavera y luego vuelvo a sentirme joven. Así me pasa todos los años. ¿Estás seguro de que no tendrás problemas, Ben?

—Quédese tranquila.

—Sí supongo que puedo. Eres un buen chico, Ben.

Él volvió a clavar la vista en sus zapatos, ruborizado, la amaba más que nunca.

En el pasillo, el señor Fazio dijo, sin levantar los ojos del serrín:

—Cuidado con los congelamientos, chico.

—Sí, claro.

Llegó a su taquilla, la abrió y sacó sus pantalones para nieve. Se había amargado mucho al insistir su madre en que volviera a ponérselos ese invierno, en los días muy fríos, porque le parecían cosa de niños pequeños, pero esa tarde se alegró de contar con ellos. Caminó lentamente hacia la puerta, cerrando la cremallera de su anorak, ajustando los cordones de su capucha, poniéndose los mitones. Se detuvo en el primer peldaño de la escalinata, cubierta de nieve, para escuchar, por un momento, el chasquido de la puerta al cerrarse con llave a su espalda.

La escuela de Derry cavilaba tristemente bajo la piel amoratada del cielo. El viento soplaba sin pausa. En el mástil, los ganchos de la cuerda repiqueteaban un ritmo solitario contra el poste. El viento cortó la carne caliente y desprevenida de Ben, entumeciéndole las mejillas.

Cuidado con los congelamientos, chico.

Se apresuró a envolverse en la bufanda hasta quedar convertido en una pequeña y regordeta caricatura de Red Ryder. El cielo oscurecido tenía una belleza fantástica, pero Ben no se detuvo a admirarlo; hacía demasiado frío. Se puso en marcha.

Al principio, mientras el viento estuvo a su espalda, no hubo demasiado problema; por el contrario, hasta parecía ayudarlo a avanzar. Sin embargo, en Canal Street tuvo que girar a la derecha, casi contra el viento que ahora parecía contenerlo, como si tuviera algo contra él. La bufanda hacía lo suyo, pero no lo suficiente. Le palpitaban los ojos y la humedad de su nariz se congeló, convirtiéndose en estalactita. Las piernas se le estaban entumeciendo. Varias veces tuvo que esconder las manos enguantadas bajo las axilas para calentarlas. El viento daba alaridos, a veces casi humanos.

Ben se sentía a un tiempo asustado y regocijado. Asustado, porque comprendía algunos relatos que había leído, como Encender fuego, de Jack London, en los que la gente moría congelada de verdad. En una noche como ésa, con la temperatura a quince grados bajo cero, sería más que posible morir congelado.

En cuanto al regocijo, era difícil de explicar. Se trataba de una sensación solitaria, algo melancólica. Estaba fuera; pasaba en alas del viento, sin que la gente protegida tras sus ventanas iluminadas lo viera. Los otros estaban dentro, dentro de la luz y el calor. No sabían que él había pasado. Sólo él lo sabía. Era un secreto.

El aire en movimiento escocía como si estuviera lleno de agujas, pero era fresco y limpio. De la nariz le salía vapor blanco, en pulcros chorros.

Y al llegar el ocaso, con el resto del día convertido en una fría raya amarillonaranja en el oeste, las primeras estrellas como crueles esquirlas de diamante en el cielo, Ben llegó al Canal. Ya estaba apenas a tres manzanas de su casa, ansioso por sentir el calor en la cara y en las piernas, moviéndose otra vez la sangre, haciéndola cosquillear.

Aun así, se detuvo.

El Canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de leche rosa, con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil, se lo veía completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza propia, única y difícil.

Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens. Cuando miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole flamear los pantalones de nieve. El Canal corría en línea recta, entre sus paredes de cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía y el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un esquelético mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.

Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.

Ben la miró pensando: Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible que esté vestido con lo que le veo? Es imposible, ¿verdad?

La figura vestía algo parecido a un traje de payaso, blanco plateado, que se sacudía contra él en ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo juego con los pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una mano sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo de globos. Cuando Ben observó que los globos flotaban en dirección a él, sintió que la irrealidad se abatía sobre él con más potencia. Cerró los ojos, se los frotó, volvió a abrirlos. Los globos todavía parecían flotar hacia él.

Oyó la voz del señor Fazio en su cabeza. Cuidado con los congelamientos, chico.

Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no podían estar flotando hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.

¡Ben! —llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba sólo en su mente, aunque parecía oírla con los oídos—. ¿Quieres un globo, Ben?

Había algo tan maligno en esa voz, tan horrible, que Ben sintió deseos de echar a correr a toda velocidad. Pero sus pies parecían tan soldados a la acera como los balancines del patio escolar al suelo.

Autore(a)s: