It (Eso) – Stephen King

Otra vez el agudo aguijonazo en los ojos, sin previo aviso, arrancándole un grito espantado. Ése fue peor: más hondo y más prolongado. Lo asustó a muerte. Se cubrió los ojos con las manos y buscó, instintivamente, el párpado inferior con la intención de sacarse las lentillas. Tal vez sea una especie de infección. ¡Pero cómo duele, por Dios!

Tiró de los párpados hacia abajo. Estaba listo para parpadear, con el gesto practicado que haría saltar las lentillas (y pasaría los quince minutos siguientes buscándolas a tientas entre la grava, pero a quién le importaba, si en ese momento sentía clavos en los ojos) cuando el dolor desapareció. No fue cediendo poco a poco: desapareció de un momento a otro. Sus ojos lagrimearon por un instante, nada más.

Bajó lentamente las manos, con el corazón galopándole en el pecho; estaba listo para quitárselas en el momento en que el dolor volviese a comenzar. No hizo falta. Y de pronto se descubrió pensando en la única película de terror que lo había asustado de verdad, cuando era niño, tal vez por todo lo que le habían fastidiado por sus gafas y por lo mucho que sufría en su vista. Esa película había sido The crawling eye con Forrest Tucker. No era muy buena. Los otros se habían desternillado, pero Richie no. Richie había quedado frío, blanco y mudo sin una sola de sus Voces a la que recurrir mientras ese ojo gelatinoso salía de la niebla londinense prefabricada en el plató, haciendo ondular sus tentáculos fibrosos. Algo malo, la visión de aquel ojo, en ella habían tomado cuerpo cien temores e inquietudes no del todo comprendidos. Una noche, poco después, había soñado que se miraba al espejo y sacaba un largo alfiler clavándolo lentamente en el iris negro de su ojo, sintiendo la resistencia entumecida y acuosa que se llenaba de sangre. Recordaba (ahora lo recordaba) que, al despertar, había encontrado la cama orinada. Y la mejor señal de lo horroroso que había sido el sueño era el hecho de no haberse avergonzado ante esa indiscreción nocturna: con alivio, había abrazado la tela mojada bendiciendo la realidad de su vista.

—Al cuerno —dijo Richie Tozier, en voz baja y no muy firme.

Y se levantó para irse.

Volvería al «Town House» para dormir una siesta. Si ésa era la calle del Recuerdo, prefería las autopistas de Los Ángeles en las horas punta. El dolor de sus ojos debía ser, solamente, un síntoma de su cansancio más la tensión de encontrarse con el pasado de improviso, en una sola tarde. Basta de golpes, basta de explorar. No le gustaba el modo en que su mente resbalaba de un tema a otro. Ya se había horrorizado bastante. Era hora de dormir un poco y tomar cierta distancia con respecto a las cosas.

Al levantarse, sus ojos fueron a la marquesina del Centro Municipal, una vez más. Y de inmediato perdió la fuerza de las piernas. Tuvo que sentarse otra vez. Dejándose caer.

RICHIE TOZIER, EL HOMBRE DE LAS MIL VOCES

VUELVE A DERRY, LA TIERRA DE LAS MIL DANZAS.

EN HONOR DE BOCAZAS,

EL CENTRO MUNICIPAL PRESENTA CON ORGULLO

EL ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS»

BUDDY HOLLY RICHIE VALENS THE BING BOPPER

FRANKIE LYMON GENE VINCENT MARVIN GAYE

GRUPO

JIMI HENDRIX (primera guitarra)

JOHN LENNON (guitarra rítmica)

PHIL LINOTT (guitarra bajo)

KEITH MOON (batería)

VOCALISTA ESPECIALMENTE INVITADO: JIM MORRISON

¡BIENVENIDO A CASA, RICHIE!

¡TÚ TAMBIÉN ESTAS MUERTO!

Sintió como si alguien le hubiese quitado el aliento de un golpe… Y entonces oyó otra vez ese sonido, ese sonido que era casi una presión en la piel y los tímpanos, ese susurro homicida: suuuiiippp. Rodó del banco a la grava, pensando: Conque así es la sensación de cosa ya vivida; ahora ya lo sabes, no tendrás que preguntarlo nunca más…

Cayó sobre el hombro y rodó, levantando la vista hacia Paul Bunyan. Sólo que ya no era Paul Bunyan. Allí estaba, en cambio, el payaso, resplandeciente y evidente, fantástico y plástico, seis metros de colores brillantes, con el rostro pintado sobre una gola cósmica y cómica. Los pompones naranja, grandes como balones de baloncesto, corrían por la pechera de su traje plateado, fundidos en plástico. En vez de hacha, sostenía un enorme manojo de globos de plástico, en los que se leían dos inscripciones: PARA MÍ TODO SIGUE SIENDO ROCK AND ROLL y ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS».

Se arrastró hacia atrás, con las palmas y los talones. La grava le entró por el fondillo de los pantalones. Sintió que se desgarraba una manga de su costosa chaqueta deportiva. Rodó sobre sí mismo, se puso de pie, tambaleante, miró hacia atrás. El payaso lo miraba. Sus ojos rodaban en las cuencas, húmedos.

—¿Lo he asustado, amigo? —tronó.

Y Richie oyó que su boca decía, sin relación alguna con su cerebro petrificado:

—Las emociones baratas, en el asiento trasero de mi coche, Bozo, eso es todo.

El payaso sonrió, asintiendo, como si no esperase otra cosa. Sus labios pintados de rojo se abrieron para mostrar unos dientes como colmillos, cada uno de los cuales terminaba en una punta de navaja.

—Podría cogerte ahora si quisiera —dijo—. Pero esto va a ser muy divertido.

—Para mí también —dijo la boca de Richie—. Y lo más divertido será cuando vayamos a arrancarte la cabeza, querido.

La sonrisa del payaso se ensanchó más aún. Levantó una mano, con su guante blanco, y Richie sintió que el viento provocado por el gesto le apartaba el pelo de la frente, como veintisiete años antes. El dedo índice lo señaló, grande como una viga.

Grande como una vi…, pensó Richie. Y entonces sintió de nuevo el dolor, hundiendo picas herrumbradas en la suave gelatina de sus ojos.

—Antes de mirar la paja en el ojo ajeno, fíjate en la viga que tienes en el propio —entonó el payaso, con voz vibrante.

Y Richie volvió a sentirse envuelto en el hedor dulzón de su aliento a carroña.

Levantó la vista y dio cinco o seis pasos apresurados hacia atrás. El payaso se estaba inclinando con las manos enguantadas apoyadas en las rodillas.

—¿Quieres jugar otro poco, Richie? ¿Qué te parece si te señalo el pito y te provoco un cáncer de próstata? También puedo apuntarte a la cabeza y dejarte un buen tumor cerebral…, pero la gente diría que no hice sino aumentar lo que ya estaba ahí. Puedo señalarte la boca y esa lengua estúpida se convertirá en un montón de pus chorreante. Puedo, Richie. ¿Quieres verlo?

Los ojos de Eso se estaban ensanchando, y en esas pupilas negras, grandes como balones, Richie vio la demencial oscuridad que debía existir detrás del universo; vio una asquerosa felicidad que lo llevaría a la locura. En ese momento comprendió que Eso podría hacer cualquiera de esas cosas y más.

Sin embargo, oyó su propia voz, aunque por entonces ya no era su voz, ni tampoco una de sus Voces creadas, pasadas o presentes. Era una Voz que nunca había oído, alta y orgullosa, chillona, que se hacía burla a sí misma. Una voz de negro viejo.

—Salme de ensima, payaso trompetero e’ sirco viejo —chilló y, de repente, se vio riendo otra vez—. Yo tengo el mango, la lengua y la polla pa’ mandar. Yo tengo el tiempo y la mina pa’ haser lo que quiera. Y si no te vas cagando, te vo’ a sacar la mierda a palo’. ¿Me oye’, cara pálida ‘e letrina?

Richie creyó notar que el payaso se encogía, pero no se detuvo a comprobarlo. Corrió con los codos convertidos en pistones y la chaqueta flameando detrás, sin importarle que el padre de un pequeño lo mirara con desconfianza, como a un loco. En realidad, amigo —pensó Richie—, creo que me he vuelto loco. Oh Dios, sí. Y ésa ha debido ser la peor imitación de la historia, pero de algún modo sirvió…

Y entonces la voz del payaso tronó tras él. El padre del pequeño no la oyó, pero el niño, frunció súbitamente el rostro y empezó a llorar. El padre lo estrechó contra el pecho, desconcertado. Richie, a pesar de su propio terror, observó por el rabillo del ojo ese pequeño espectáculo secundario. Mientras tanto, la voz del payaso sonaba, tal vez jubilosa, tal vez enojada:

Aquí abajo tenemos el ojo, Richie, ¿me oyes? El que se arrastra. Si no quieres volar, si no quieres despedirte, baja por debajo de esta ciudad y saluda al gran ojo. Baja y lo verás cuando quieras. Cuando quieras, ¿me oyes, Richie? Trae tu yo-yo. Haz que Beverly se ponga una falda ancha, con cuatro o cinco enaguas. Que se ponga el anillo del marido al cuello. Que Eddie se ponga los mocasines finos. ¡Vamos a jugar, Richie! ¡Y escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS!

Al llegar a la acera, Richie se atrevió a mirar sobre el hombro, pero lo que vio no era en absoluto reconfortante. Paul Bunyan no había reaparecido. El payaso tampoco estaba. En lugar de ambos había una estatua de plástico de seis metros que representaba a Buddy Holly. Tenía una escarapela en una de las estrechas solapas de su chaqueta a cuadros. Rezaba: ROCK-SHOW «TODOS MUERTOS».

Una de las patillas de sus gafas estaba reparada con cinta adhesiva.

El pequeño lloraba histéricamente; el padre se lo llevaba rápidamente hacia el centro, en brazos, pero dio un amplio rodeo al pasar cerca de Richie.

Richie siguió caminando

(que las piernas no me fallen)

tratando de no pensar en

(escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS)

lo que acababa de pasar. Sólo quería pensar en la monstruosa medida de whisky que tomaría en el bar del «Town House» antes de echarse a dormir la siesta.

La idea de una copa, una de la inofensiva variedad doméstica, lo hizo sentir mejor. Miró sobre el hombro una vez más y el hecho de que Paul Bunyan estuviera otra vez allí, sonriendo al cielo, con el hacha de plástico al hombro, lo hizo sentir mejor aún. Empezó a apretar el paso poniendo distancia entre él y la estatua. Hasta empezaba a pensar en que todo hubiera sido una alucinación cuando el dolor volvió a herirle los ojos, profundo e insoportable, haciéndole dar un grito ronco. Una chica bonita que iba caminando delante de él con la vista perdida en las nubes, soñadora, se volvió a mirarlo y, tras una momentánea vacilación, se acerco apresuradamente.

—¿Se siente bien, señor?

—Son mis lentillas —dijo él con voz tensa—, mis malditas lentillas. ¡Oh, Dios, cómo duele!

Levantó los dedos tan deprisa que estuvo a punto de metérselos en los ojos. Mientras bajaba los párpados, pensó: No voy a poder parpadear para sacármelos, eso es lo que va a pasar, no voy a poder y seguirá doliendo, doliendo, doliendo, hasta que me quede ciego, ciego, ci…

Pero un parpadeo bastó, como siempre. El mundo nítido y definido, donde los colores se mantenían dentro de los límites y las caras eran claras, obvias, cayó. En su lugar aparecieron grandes borrones de color pastel. Y aunque la chica lo ayudó a buscar en la acera durante casi quince minutos, ninguno de los dos pudo encontrar siquiera una de las lentillas.

En el fondo de su mente, Richie creyó oír la risa del payaso.

5

Bill Denbrough ve un fantasma

Esa tarde, Bill no vio a Pennywise…, pero sí vio un fantasma. Un fantasma de verdad. Así lo creyó entonces y ningún acontecimiento subsiguiente le hizo cambiar de opinión.

Había subido por Witcham Street y se detuvo un rato junto a la boca de tormenta donde George había encontrado su fin aquel lluvioso día de octubre de 1957. Se puso en cuclillas para mirar hacia dentro de aquella boca, abierta en la piedra del bordillo. El corazón le palpitaba, pero miró, de cualquier modo.

—Eh, ¿por qué no sales? —dijo, en voz baja.

Y tuvo la idea, no muy descabellada, de que su voz flotaba por pasillos oscuros y chorreantes sin apagarse, alimentándose de sus propios ecos, rebotando en las paredes de piedra musgosa y en la maquinaria, muerta desde hacía mucho tiempo. La sintió flotar sobre aguas quietas y sombrías, y tal vez repetirse simultáneamente desde cien desagües diferentes en otras partes de la ciudad.

—Si no sales, iremos a buscarte.

Esperó la respuesta, nervioso, agachado y con las manos entre los muslos, como, un catcher entre dos jugadas. No hubo contestación.

Iba a incorporarse cuando una sombra cayó sobre él.

Bill levantó la vista, ansioso, listo para cualquier cosa… pero, era sólo un niño, tal vez de diez u once años. Llevaba pantaloncitos desteñidos de boy scout que exhibían sus rodillas llenas de costras. Tenía un helado en una mano y en la otra una tabla de patinar de Fiberglas, casi tan maltratada como sus rodillas. El polo era naranja fosforescente. La tabla era verde fosforescente.

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