It (Eso) – Stephen King

Miró la torre-depósito con más atención; luego giró en esa dirección sin siquiera pensarlo. El edificio estaba circundado por ventanas que lo envolvían en una espiral. Stan pensó en el distintivo de peluquería que tenía el señor Aurlette en su fachada. Las tablas blancas sobresalían sobre cada una de esas ventanas oscuras como si fueran cejas sobre un ojo. ¿Cómo habrán hecho eso?, se preguntó Stan, con menos interés del que habría sentido Ben Hanscom. Y fue entonces cuando vio que, al pie de la torre, había un rectángulo oscuro mucho mayor.

Se detuvo, con el ceño fruncido, pensando que era un lugar muy extraño para poner una ventana, tan asimétrica con respecto a las otras. Por fin se dio cuenta de que no era una ventana, sino una puerta.

El ruido que oí —pensó—. Fue esa puerta al abrirse de golpe.

Miró alrededor. Un crepúsculo temprano, sombrío. El cielo blanco se disolvía en un púrpura opaco; la niebla se espesaba un poco más tomando el aspecto de la lluvia franca que caería durante toda la noche. Crepúsculo, neblina; viento no, nada.

Pero… si no se había abierto por el viento, ¿la habría abierto alguien, de un empujón? ¿Por qué? Parecía demasiado pesada para que alguien pudiera empujarla haciendo semejante estruendo. Tal vez una persona muy corpulenta…

Stan, curioso, se acercó para mirar mejor.

La puerta era más grande de lo que él había supuesto en un principio: un metro ochenta de alto, sesenta centímetros de espesor; las tablas que la componían estaban sujetas por bandas de bronce. Stan la empujó hasta cerrarla a medias. Giraba suavemente sobre sus goznes, a pesar del tamaño, y sin hacer el menor ruido. Stan la había movido para ver si las tablas se habían estropeado con el golpe, pero no había siquiera una marca. Villa Rara, habría dicho Richie.

Bueno, entonces no fue la puerta lo que oíste —pensó—. Tal vez un avión de propulsión a chorro. Probablemente la puerta estaba abierta desde un prin…

Su pie golpeó algo. Stan bajó la vista y vio que era un candado. Mejor dicho: los restos de un candado. Alguien lo había reventado. En realidad, parecía que alguien lo había llenado de pólvora para aplicarle un fósforo. De su cuerpo asomaban flores de metal, mortíferamente afiladas.

Stan, con el entrecejo fruncido, volvió a abrir la puerta y miró hacia dentro.

Una escalera estrecha llevaba hacia arriba describiendo una espiral hasta perderse de vista. La barandilla de la escalera estaba hecha de madera desnuda, apoyaba en gigantescas vigas que parecían unidas por cuñas y no por clavos. Algunas de esas cuñas parecían más gruesas que el brazo de Stan. La pared interior era de acero, con gigantescas soldaduras que parecían ampollas.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó Stan.

No hubo respuesta.

Tras una breve vacilación avanzó un paso para ver mejor la angosta garganta de la escalera. Nada. Y aquello era ciudad Escalofrío, como también habría dicho Richie. Se volvió para salir… y entonces oyó música.

Era débil, pero la reconoció inmediatamente.

Música de organillo.

Inclinó la cabeza para escuchar; la arruga de su frente comenzaba a disolverse un poquito. Música de organillo, claro, la música de los carnavales y las ferias. Conjuraba recuerdos tan deliciosos como efímeros: palomitas de maíz, algodón de azúcar, buñuelos fritos, repiquetear de cadenas en atracciones como el Gusano Loco, el Látigo, las Tazas.

El ceño fruncido cedió paso a una sonrisa dubitativa. Stan subió un paso, luego dos, con la cabeza inclinada. Hizo otra pausa. Como si pensando en las ferias se pudiera crear una, hasta podía oler el maíz tostado, el algodón de azúcar, los buñuelos… ¡Y más aún! Pimientos, salchichas, humo de cigarrillos, aserrín. Y también el olor del vinagre blanco, de ese que se echa a las patatas fritas. Se olía a mostaza, amarilla y muy caliente, como la que se pone a las salchichas con una cuchara de madera.

Aquello era asombroso…, increíble…, irresistible.

Subió otro peldaño. Fue entonces cuando oyó pasos ansiosos y susurrantes que descendían. Inclinó la cabeza otra vez. La música de feria había cobrado súbito volumen, como para disimular los pasos. Llegó a reconocer la melodía: era Camptown Races.

Pasos, sí, pero no exactamente pasos susurrantes, ¿verdad? En realidad sonaban… acuosos, ¿no? Como si alguien caminara con botas de goma llenas de agua.

Camptown ladies sing dis song, doodah doodah

(Cuish-cuish)

Camptown Racetrack nine miles Long, doodah doodah

(Scuish-slosh… ya más cerca)

Ride around all night

Ride around all day…

Ahora había sombras bamboleándose en la pared, sobre él.

El terror atenazó la garganta de Stan, de pronto. Era como tragarse algo caliente y horrible, un repulsivo medicamento que, de súbito, lo galvanizaba a uno como la electricidad. Fueron las sombras las que lo provocaron.

Los vio sólo por un momento. Tuvo apenas ese breve tiempo para observar que eran dos, que iban encorvados, con aspecto, por algún motivo, antinatural. Tuvo sólo ese momento porque la luz se estaba yendo, demasiado rápidamente. Y en el momento en que giraba, la pesada puerta de la torre se cerró poderosamente a su espalda.

Stanley corrió escaleras abajo (de algún modo había subido más de doce escalones, aunque sólo recordaba dos o tres), ya muy asustado. Había demasiada oscuridad allí; no se veía nada. Oyó su propia respiración, oyó la música de feria que seguía sonando, más arriba.

(¿Qué hace un organillo aquí, en la oscuridad? ¿Quién lo toca?)

Y oyó esos pasos mojados. Se le acercaban. Se estaban acercando.

Golpeó la puerta con las manos extendidas adelante. La golpeó con tanta fuerza que volaron chispas de dolor hasta sus codos. Antes había girado con tanta facilidad… y ahora no se movía.

No…, eso no era cierto. Al principio se movió apenas un poquito, lo suficiente como para permitirle ver una burlona franja de luz gris que corría verticalmente por el lado izquierdo. Después desapareció. Como si alguien estuviera al otro lado, sosteniendo la puerta cerrada.

Jadeante, aterrorizado, Stan empujó la puerta con todas sus fuerzas. Sintió que las bandas de bronce se le clavaban en las manos. Nada.

Giró en redondo apretando la espalda con las manos abiertas contra la puerta. El sudor, oleoso y caliente, le corría desde las raíces del pelo. La música de organillo se había vuelto más audible. Despertaba ecos en la escalera de caracol. Pero ya no tenía nada de alegre. Se había convertido en una endecha fúnebre. Aullaba como viento y agua. Con los ojos de la mente, Stan vio una feria rural de fin de otoño, viento y lluvia batiendo un camino desierto, estandartes flameando, carpas henchidas cayéndose, alzando vuelo como murciélagos de lona. Vio juegos desiertos erguidos contra el cielo, como patíbulos. El viento tamborileaba en los extraños ángulos de sus soportes. De pronto comprendió que la muerte estaba allí con él, que la muerte venía a por él y que huir era imposible.

Por la escalera cayó un súbito torrente de agua. Ya no se olía a maíz tostado, ni a buñuelos, ni a algodón de azúcar, sino a podredumbre mojada. Era el hedor de un cerdo muerto que ha estallado en una furia de gusanos en un sitio apartado del sol.

—¿Quién está allí? —aulló, con voz aguda y temblorosa.

Le respondió una voz grave, burbujeante, que parecía ahogada de barro y agua vieja.

—Los muertos, Stanley. Somos los muertos. Nos hundimos, pero ahora flotamos… y tú también flotarás.

Sintió que el agua le mojaba los pies y se apretó contra la puerta en un tormento de miedo. Ya estaban muy cerca. Se sentía su proximidad. Se les podía oler. Algo se le clavó en la cadera al golpear la puerta, una y otra vez, en un enloquecido esfuerzo por escapar.

—Estamos muertos, pero a veces payaseamos un poquito por ahí, Stanley. A veces…

Era su libro de pájaros.

Sin pensarlo, Stan lo cogió. Tenía la bolsa en el bolsillo del impermeable y no podía sacarla. Uno de ellos había llegado abajo. Se oían sus pasos arrastrados en el pequeño empedrado de la entrada. En un momento estiraría la mano haciéndole sentir su carne fría.

Dio un tirón terrible y el álbum quedó en sus manos. Lo sostuvo ante sí como si fuera un endeble escudo sin pensar en lo que hacía, pero seguro de que era lo correcto.

—¡Petirrojos! —vociferó en la oscuridad.

Y por un momento, la cosa que se aproximaba (estaba a menos de cinco pasos, sin duda) vaciló. Stan estaba casi seguro. Y por un momento ¿no había sentido que cedía la puerta contra la cual se estaba apretando?

Pero ya no se estaba apretando contra ella. Se irguió en toda su estatura, en la oscuridad. ¿Desde cuándo? No hubo tiempo para extrañarse. Stan se humedeció los labios secos y comenzó a entonar:

—¡Petirrojos! ¡Grullas! ¡Alondras! ¡Tanagras escarlatas! ¡Grajos! ¡Carpinteros! ¡Paros! ¡Ruiseñores! ¡Pelí…!

La puerta se abrió con un chirrido de protesta y Stan dio un gigantesco paso hacia atrás, hacia el aire neblinoso. Cayo despatarrado en la hierba seca. Había doblado el álbum casi por la mitad, y más tarde, aquella misma noche, descubriría las nítidas huellas de sus dedos, hundidos en la cubierta, como si estuviera encuadernado con algún material esponjoso y no en cartón duro.

No trató de levantarse sino que clavó los talones en el suelo arrastrando el trasero por el césped resbaladizo. Tenía los labios apretados. Dentro de ese rectángulo oscuro veía aún dos pares de piernas por debajo de la sombra diagonal arrojada por la puerta, ahora entornada. Veía vaqueros que, al pudrirse, habían tomado un color negro purpúreo. Hilos color naranja se adherían a las costuras y el agua chorreaba desde los bajos doblados, encharcando los zapatos, casi completamente podridos, que dejaban al descubierto dedos purpúreos e hinchados.

Las manos pendían a los costados, laxas, demasiado largas, demasiado cerúleas. De cada dedo colgaba, balanceándose, un pequeño pompón naranja.

Stan, sosteniendo su álbum doblado frente a sí, como un escudo, con la cara mojada por la llovizna, el sudor y las lágrimas, susurraba en un ronco sonsonete:

—Gorriones…, papagayos…, picaflores…, albatros…, kiwis…

Una de aquellas manos se movió hacia arriba, mostrando una palma de la que el agua interminable había borrado todas las líneas, dejando algo tan idiotamente suave como la mano de un maniquí.

Un dedo se desenroscó… y volvió a enroscarse. El pompón se balanceaba, saltando.

Lo llamaba por señas.

Stan Uris, que moriría en una bañera veintisiete años después, con cruces abiertas en los antebrazos, se irguió sobre las rodillas; después, sobre los pies; por fin echó a correr. Cruzó corriendo Kansas Street sin mirar a los lados y se detuvo en la otra acera, jadeando, para echar un vistazo atrás.

Desde donde estaba no veía la puerta de la torre-depósito. Sólo la torre en sí, gruesa pero grácil, erguida en la oscuridad.

—Estaban muertos —susurró Stan para sus adentros, espantado.

Se volvió bruscamente y echó a correr hacia su casa.

11

La secadora se había detenido. También Stan.

Los otros tres se limitaron a mirarlo por un largo momento. Su piel estaba casi tan gris como el anochecer de abril que acababa de narrarles.

—Jolín —dijo Ben, por fin. El aliento le salió en un susurro desigual.

—Es cierto —dijo Stan, en voz baja—. Lo juro por Dios.

—Yo te creo —aseguró Beverly—. Después de lo que pasó en casa, podría creer cualquier cosa.

Se levantó súbitamente, casi tirando la silla, y fue a la secadora. Empezó a sacar los trapos uno a uno para plegarlos. Estaba de espaldas al grupo, pero Ben supo que lloraba. Habría querido acercarse, pero le faltó valor.

—Tenemos que hablar con Bill sobre esto —dijo Eddie—. Bill sabrá qué hacer.

—¿Hacer? —repitió Stan, volviéndose a mirarlo—. ¿Qué cabe hacer?

Eddie lo miró, incómodo.

—Bueno…

—Yo no quiero hacer nada —siguió Stan. Lo miraba con tanta dureza que Eddie se retorció en la silla—. Quiero olvidarme de todo. Eso es todo lo que quiero hacer.

—No es tan fácil —observó Beverly, serenamente, volviéndose. Bev había acertado: el sol caliente que entraba en diagonal por las ventanas sucias se reflejó en líneas brillantes en sus mejillas—. No se trata sólo de nosotros. Oí hablar a Ronnie Grogan. Y el niño que habló primero… tal vez era ese pequeño de los Clements, el que desapareció de su triciclo.

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