It (Eso) – Stephen King

En el noroeste de la ciudad, al lado del canal, el río había sido dominado, al menos, hasta cierto punto. Allí prosperaba el comercio, a pesar de alguna inundación ocasional. La gente caminaba junto al canal, a veces de la mano (es decir, siempre que el viento viniera del flanco adecuado; de lo contrario, el hedor restaba gran parte de romanticismo a semejante paseo). En el parque Bassey, frente al cual, cruzando el canal, estaba la escuela secundaria, solían organizarse campamentos de boy scouts o picnics para los pequeños. En 1969, los ciudadanos descubrían con asco y horror que los hippies (uno de ellos había llegado a coser una bandera norteamericana al fondillo de sus pantalones y el marica insolente fue expulsado de la ciudad antes de lo que se tarda en decir amén) iban allí para fumar marihuana e intercambiar píldoras. Hacia 1969, el parque Bassey se había convertido en una verdadera farmacia al aire libre. Ya verán —decía la gente—, tendrá que morir alguien para que acaben con esto. Y, por supuesto, al fin ocurrió: un muchacho de diecisiete años apareció muerto junto al canal, con las venas llenas de heroína casi pura. Después de aquello, los drogatas empezaron a alejarse del parque Bassey y hasta se decía que el espíritu del muerto rondaba el lugar. La historia era estúpida, por supuesto, pero al menos era una estupidez útil ya que mantenía lejos de allí a los borrachos y a los viciosos.

En el flanco sudoeste de la ciudad, el río presentaba un problema aún mayor. Allí las colinas habían sido profundamente cortadas por la desaparición del gran glaciar y heridas, más adelante, por la interminable erosión del Kenduskeag y su red de tributarios; en muchos lugares aparecía el lecho rocoso, como el esqueleto medio enterrado de un dinosaurio. Los viejos empleados del Departamento de Obras Públicas sabían que, tras la primera helada fuerte del otoño, no faltarían trabajos de reparación de aceras en ese sector. El cemento se contraía tornándose quebradizo y el suelo rocoso surgía bruscamente como si la tierra quisiera dar algo a luz.

Lo que mejor crecía en el poco suelo fértil restante eran las plantas de raíces poco profundas y de naturaleza resistente; en otras palabras: hierbas y matorrales. Arbustos achaparrados, matas densas y virulentas proliferaciones de hiedra y zumaque en sus variedades venenosas brotaban dondequiera que encontrasen asidero. El sudoeste era el sitio donde la tierra descendía abruptamente hacia la zona que los habitantes de Derry denominaban Los Barrens. Los Barrens, que no tenían nada de yermos, eran una franja de unos dos kilómetros y medio de ancho por cuatro y medio de largo. Limitaba, a un lado, con el tramo superior de Kansas Street, por el otro, con Old Cape, un conjunto de viviendas para personas de escasos recursos donde el drenaje era tan malo que se hablaba de inodoros y desaguaderos literalmente reventados.

El Kenduskeag corría por el centro de Los Barrens. La ciudad había crecido hacia el nordeste y a ambos lados de ese sector, pero el único vestigio de urbanización allá abajo era la Bomba Número Tres de Derry (instalación municipal para bombear las aguas residuales) y el Vertedero Municipal. Desde el aire, Los Barrens parecían una gran daga verde señalando hacia el centro de la ciudad.

Para Ben, toda esa geografía acoplada con geología sólo significaba una vaga noción de que, a su lado derecho, ya no había casas; la tierra había descendido. Una desvencijada barandilla blanqueada, que le llegaba más o menos a la cintura, corría a lo largo de la acera, como gesto simbólico de protección. Oía constantemente el correr del agua; era el fondo musical de su fantasía.

Se detuvo para mirar sobre Los Barrens aún imaginando los ojos de Beverly, el limpio olor de su pelo.

Desde allí, el Kenduskeag parecía sólo una serie de guiños entrevistos por el denso follaje. Algunos chicos decían que allí había mosquitos grandes como gorriones a esa altura del año; otros hablaban de arenas movedizas a poca distancia del río. Ben no creía lo de los mosquitos, pero la idea de que hubiera ciénagas lo asustaba.

Algo hacia la izquierda, divisó una nube de gaviotas que describía círculos en el aire y se lanzaba en picado. Sus gritos le llegaron apenas. Al otro lado estaban Los Altos de Derry y los techados de Old Cape, en su parte más próxima a Los Barrens. A la derecha de Old Cape, señalando al cielo como un dedo blanco y romo, estaba situada la torre-depósito de Derry. Directamente debajo de Ben, una tubería de desagüe herrumbroso sobresalía de la tierra vertiendo agua sucia colina abajo, en un pequeño arroyuelo centelleante que desaparecía entre los arbustos enredados.

La agradable fantasía de Ben se quebró súbitamente ante una idea mucho más horrible: ¿y si por esa tubería, en ese mismo instante, aparecía una mano de muerto? ¿Y si, cuando él girara en busca de un teléfono para llamar a la policía, viera un payaso allí mismo? Un payaso extraño, vestido con un traje abolsado con grandes pompones color naranja a manera de botones. ¿Y si…?

Una mano cayó sobre su hombro. Ben gritó.

Hubo risas. Giró en redondo encogiéndose contra la barandilla blanca que dividía la acera segura y racional de Kansas Street de los salvajes Barrens (la barandilla crujió de un modo audible) y vio a Henry Bowers, Belch Huggins y Victor Criss, de pie tras él.

—Hola, Tetas —dijo Henry.

—¿Qué quieres? —preguntó Ben, tratando de mostrarse valiente.

—Quiero atizarte —dijo Henry. Parecía contemplar la perspectiva sobriamente, casi con gravedad. Pero sus ojos negros echaban chispas—. Tengo que enseñarte algo, Tetas. No te molestará, porque a ti te encanta aprender cosas, ¿verdad?

Alargó la mano hacia Ben, que la esquivó.

—Sujetadlo.

Belch y Victor le inmovilizaron los brazos. Ben lanzó un chillido. Era un ruido cobarde, débil y conejuno, pero no podía evitarlo. Por favor, Dios, que no me hagan llorar y que no me rompan el reloj, pensó Ben, desesperado. No sabía si llegarían a romperle el reloj o no, pero estaba seguro de que lo harían llorar, estaba seguro de que lloraría a mares antes de que acabaran con él.

—Hostia, suena como un cerdo —dijo Victor, torciendo la muñeca de Ben—. ¿No chilla como un cerdo?

—Ya lo creo —rió Belch.

Ben tiró primero de un lado y luego del otro. Belch y Victor lo dejaron retorcerse y volvieron a inmovilizarlo.

Henry cogió la sudadera de Ben y tiró hacia arriba descubriendo el grotesco vientre que pendía sobre el cinturón en un rollo hinchado.

—¡Menuda tripa! —exclamó, asqueado—. ¡Por Dios!

Victor y Belch rieron otro poco. Ben miró a su alrededor, desesperado, en busca de ayuda, pero no había nadie. Allá abajo, en Los Barrens, chirriaban los grillos y gritaban las gaviotas.

—¡Será mejor que me dejéis en paz! —advirtió. Todavía no balbuceaba, pero le faltaba poco—. ¡Os conviene!

—¿Ah, sí? —preguntó Henry, como si estuviera francamente interesado—. ¿Y si no, Tetas? Qué, ¿eh?

Ben se descubrió pensando en Broderick Crawford, el que hacía de Dan Matthews en Patrulla de caminos —ese tío era duro, ese tío era malo, ese tío no soportaba mierdas de nadie—. Y entonces rompió a llorar. Dan Matthews hubiera azotado a esos tipos hasta hacerlos cruzar el cerco, bajar el terraplén y perderse en los matorrales. Lo habría hecho a golpes de barriga.

—Mirad al bebé —rió Victor.

Belch lo imitó. Henry sonrió un poquito, pero su cara aún tenía esa expresión grave y reflexiva, casi triste. Eso asustó a Ben. Era como si se preparara para algo más que una simple paliza.

Como para confirmar la idea, Henry metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una navaja.

El terror de Ben hizo explosión. Había estado sacudiendo inútilmente el cuerpo hacia ambos lados, pero de pronto se lanzó hacia adelante. Por un instante estuvo a punto de liberarse: estaba sudando mucho y las manos que le sujetaban los brazos no eran muy firmes. Belch logró retenerle la muñeca derecha, pero apenas. Victor lo perdió por completo. Otra sacudida…

Antes de que pudiera darla, Henry se adelantó un paso y le dio un empujón. Ben cayó hacia atrás. La barandilla crujió con más fuerza y Ben sintió que cedía un poco bajo su peso. Belch y Victor volvieron a inmovilizarlo.

—Ahora sujetadlo —ordenó Henry—. ¿Entendido?

—Claro, Henry —dijo Belch, se le notaba algo intranquilo—. No escapará. No te preocupes.

Henry se adelantó hasta que su estómago plano estuvo casi en contacto con la panza de Ben. La víctima lo miraba fijamente, mientras las lágrimas escapaban sin remedio de sus ojos dilatados. ¡Estoy atrapado! —gemía una parte de su mente. Trató de acallarla (no podía pensar con ese gimoteo), pero no pudo—. ¡Atrapado, atrapado, atrapado!

Henry extendió la hoja que era larga, ancha y tenía su nombre grabado. La punta brillaba al sol de la tarde.

—Ahora voy a hacerte un examen —dijo Henry, con la misma voz reflexiva—. Vienen los exámenes, Tetas; vas a tener que prepararte.

Ben sollozó. El corazón le tronaba locamente en el pecho. La nariz le chorreaba mocos que iban a acumularse en el labio superior. Sus libros prestados habían quedado esparcidos a sus pies. Henry pisó Bravucón, le echó un vistazo y lo arrojó a la alcantarilla de una patada.

—Aquí viene la primera pregunta de tu examen, Tetas. Cuando alguien te diga «Déjame copiar» en los exámenes finales, ¿qué contestarás?

—¡Que sí! —exclamó Ben, de inmediato—. ¡Voy a contestar que sí! ¡Vale! ¡Copia todo lo que quieras!

La punta de la navaja atravesó cinco centímetros de aire y se apretó contra su estómago. Estaba fría como una cubeta recién salida del congelador. Ben hundió la panza para apartarla. Por un momento el mundo se puso gris. Henry movía la boca, pero él no llegaba a entender lo que estaba diciendo. Era como un televisor con el sonido al mínimo. Y el mundo flotaba, flotaba…

¡No vayas a desmayarte! —chilló la voz, presa del pánico—. ¡Si te desmayas es capaz de matarte!

El mundo volvió a una especie de foco. Ben vio que tanto Belch como Victor habían dejado de reír. Parecían nerviosos, casi asustados. Eso tuvo el efecto de una bofetada reanimadora. Ben pensó: Ahora, de pronto, no saben qué va a hacer Henry, de qué es capaz. Las cosas están tan mal como pensabas, tal vez peor. Tienes que usar la cabeza. Aunque no lo hayas hecho nunca en tu vida, aunque no vuelvas a hacerlo, ahora tienes que pensar. Porque en sus ojos se ve que los otros tienen motivos para ponerse nerviosos. En sus ojos se ve que está más loco que una cabra.

—Esa respuesta está mal, Tetas —dijo Henry—. Si alguien, cualquiera, te pide que lo dejes copiar, me importa una mierda que lo hagas. ¿Entendido?

—Sí —dijo Ben, con la panza sacudida por los sollozos—. Sí, entiendo.

—Bueno, está bien. Ésa está mal, pero aún falta lo más difícil. ¿Estás listo para las difíciles?

—Sí, creo que sí.

Un coche se acercó lentamente hacia ellos. Era un polvoriento Ford 1951, con una pareja de ancianos sentados en el asiento delantero, como un par de maniquíes abandonados. Ben vio que el viejo giraba lentamente la cabeza hacia él. Henry se acercó más ocultando la navaja. Ben sintió que la punta se le hundía en la carne, por encima del ombligo. Todavía estaba fría. Parecía imposible, pero así era.

—Anda, grita —dijo Henry—, y tendrás que recoger tus tripas de entre las zapatillas.

Estaban tan cerca que hubieran podido besarse. Ben sintió el olor dulzón de los chicles de fruta que comía Henry.

El coche pasó de largo y continuó por Kansas Street, lento y sereno como si desfilara en un acontecimiento oficial.

—Bueno, Tetas, aquí va la segunda pregunta. Si yo te pido que me dejes copiar en los exámenes finales, ¿qué contestarás?

—Que sí, diré que sí. Enseguida.

Henry sonrió.

—Así me gusta. Ésa está bien, Tetas. Y aquí va la tercera pregunta. ¿Cómo voy a hacer para que no te olvides de eso?

—No… no sé —susurró Ben.

Henry sonrió. Por un momento se le iluminó el rostro. Parecía casi hermoso.

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