It (Eso) – Stephen King

—¡Salgamos de aquí! —gritó Al Zitner—. ¡El agua se va a acumular! ¡Al! ¡El agua se va a acumular!

Al Zitner no daba señales de haberlo oído. Tenía la expresión de un sonámbulo o, quizá, de alguien profundamente hipnotizado. Seguía allí con su chaqueta de cuadros rojos y azules completamente empapada, su camisa blanca, sus calcetines azules y sus zapatos marrones de suela de goma, todo de primera calidad. Observaba cómo un millón de dólares de sus inversiones personales se hundía en la calle, más tres o cuatro millones invertidos por sus amigos: los tíos con quienes jugaba al póquer y al golf o con quienes esquiaba en la propiedad de Rangely. De pronto, Derry, su ciudad natal, se parecía curiosamente a esa maldita ciudad donde la gente andaba en góndolas. El agua bullía entre los edificios que aún estaban en pie. Canal Street terminaba en una especie de trampolín mellado al borde de un lago revuelto. No era de extrañar que Al Zitner no oyera a Harold. Pero otros habían llegado a la misma conclusión que Gardener: no se puede arrojar toda esa porquería en una corriente torrentosa sin causar problemas. Algunos dejaron las bolsas de arena que acarreaban en las manos y salieron por piernas. Harold Gardener fue uno de ellos; por lo tanto, sobrevivió. Otros no tuvieron tanta suerte: aún estaban en las cercanías cuando el canal, ya ahogado por toneladas de asfalto, cemento, ladrillo, yeso, vidrio y unos cuatro millones de dólares en mercancías diversas desbordó sus límites de cemento y arrastró por igual a hombres y bolsas de arena. Harold no podía dejar de pensar que el agua quería atraparlo; por mucho que corriera, le seguía, cada vez más cerca. Por fin escapó trepando a fuerza de uñas por un empinado terraplén cubierto de matorrales. En una ocasión miró hacia atrás y vio a un hombre a quien creyó reconocer como Roger Lernerd, jefe del departamento de préstamos de la cooperativa Harold. Trataba de poner en marcha su automóvil estacionado en el aparcamiento de la minigalería de Canal Street. Aun sobre el rugir del agua y el viento aullante, Harold oyó el motor del coche mientras el agua negra y lisa corría a ambos lados hasta la altura del chasis. Por fin, con un grito grave y atronador, el Kenduskeag se salió de cauce e invadió la minigalería llevándose el coche rojo de Roger Lernerd. Harold siguió trepando, aferrado a ramas, raíces, cualquiera cosa que soportara su peso. Subir a tierras altas: ésa era la consigna. Tal como habría dicho Andrew Keene, esa mañana Harold Gardener estaba obsesionado con las tierras altas. Detrás de él, el centro de Derry seguía derrumbándose con un estruendo de artillería.

4

—¡Beverly! —gritó.

Sus brazos y su espalda eran un único dolor palpitante. Richie parecía pesar una tonelada. Déjalo en el suelo —susurraba su mente—. Está muerto, lo sabes. ¿Por qué no lo dejas en el suelo?

Pero no podía hacer eso.

—¡Beverly! —volvió a gritar—. ¡Ben! ¡Quién sea!

Pensó: Por aquí me arrojó, y también a Richie, sólo que nos arrojó mucho más lejos. ¿Cómo ocurrió? Lo estoy olvidando…

—¿Bill? —Era la voz de Ben, estremecida y exhausta, bastante cerca—. ¿Dónde estás?

—Por aquí. Tengo a Richie. Tiene… está herido.

—Sigue hablando. —Ben ya estaba más cerca—. Sigue hablando, Bill.

—La hemos matado —continuó Bill, caminando hacia el sitio de donde provenía la voz de su amigo—. Matamos a esa maldita bastarda. Y si Richie ha muerto…

—¿Que Richie ha muerto? —exclamó Ben, alarmado. Ya estaba muy cerca. De pronto sus manos surgieron de la oscuridad y tocaron la nariz de Bill—. ¿Cómo que ha muerto?

—Yo… él… —Ahora sostenían a Richie entre los dos—. No lo veo —dijo Bill—. Ése es el problema. ¡N-n-no lo veo!

—¡Richie! —gritó Ben y lo sacudió—. ¡Richie, reacciona! ¡Vamos, maldita sea! —Su voz empezaba a temblar, gangosa—. Richie, ¿quieres dejarte de bromas y reaccionar de una vez?

Y en la oscuridad Richie dijo, con la voz soñolienta e irritable de quien apenas despierta:

—Está bien, joder.

—¡Richie! —vociferó Bill—. Richie, ¿estás bien?

—La muy hija de puta me derribó —murmuró el otro, con la misma voz cansada y aturdida—. Me golpeé contra algo duro. Eso es todo… todo lo que recuerdo. ¿Dónde está Bevvie?

—Por aquí —dijo Ben. De inmediato les contó lo de los huevos—. Aplasté más de cien. Creo que no dejé ninguno intacto.

—Eso espero —dijo Richie. Ya se le oía mejor—. Bájame, Gran Bill. Puedo caminar. ¿Me equivoco o el ruido del agua suena más fuerte?

—Sí —dijo Bill. Los tres estaban cogidos de la mano en la oscuridad—. ¿Cómo está tu cabeza?

—Duele horrores. ¿Qué pasó después de que me desmayé?

Bill le contó todo lo que se atrevió a contar.

—Así que Eso ha muerto —se maravilló Richie—. ¿Estás seguro, Bill?

—Sí. Esta vez estoy realmente se-seguro.

—Gracias a Dios —dijo Richie—. No me sueltes, Bill. Voy a vomitar.

Bill lo sujetó mientras vomitaba. Luego siguieron caminando. De vez en cuando pisaban algo quebradizo que rodaba en la oscuridad: trozos de los huevos que Ben había pisoteado. Le alegró saber que iban en la dirección correcta, pero aun así prefería no ver esos restos.

—¡Beverly! —gritó Ben—. ¡Beverly!

—Por aquí…

Su exclamación sonó débil, casi perdida en el incesante rugir del agua. Avanzaron en la oscuridad, llamándola sin pausa para orientarse.

Cuando al fin la encontraron, Bill le preguntó si le quedaban cerillas. Ella le entregó una cajita medio vacía. A la luz de una, las caras surgieron a una realidad fantasmal: Ben rodeaba con un brazo a Richie, que se mantenía medio encorvado y sangrando por la sien derecha; Beverly, con la cabeza de Eddie apoyada en el regazo. Después giró hacia el otro lado. Audra yacía acurrucada en las lajas, con las piernas abiertas y la cara vuelta. Las telarañas que la habían cubierto se habían derretido casi por completo.

Bill dejó caer la cerilla, que ya le quemaba los dedos. La oscuridad le hizo calcular mal la distancia; tropezó con el cuerpo de su esposa y estuvo a punto de caer.

—¡Audra! Audra, ¿me oyes?

Le pasó un brazo bajo la espalda y la incorporó. Pasó una mano bajo la cabellera para buscarle el pulso en el cuello. Allí estaba; un latido lento, regular.

Encendió otra y vio que sus pupilas se contraían. Pero era un reflejo involuntario; la fijeza de su mirada no cambió ni siquiera cuando le acercó la cerilla a la cara. Estaba viva, pero no respondía. A qué engañarse: estaba catatónica.

La segunda cerilla le quemó los dedos. Bill la apagó sacudiéndola.

—Bill, no me gusta cómo suena el agua —dijo Ben—. Creo que nos conviene salir de aquí.

—¿Y cómo saldremos sin Eddie? —murmuró Richie.

—Podemos conseguirlo —aseguró Beverly—. Ben tiene razón, Bill. Tenemos que salir.

—Llevaré a Audra.

—Por supuesto. Pero tenemos que salir ahora mismo.

—¿Por dónde?

—Tú sabrás —dijo Beverly—. Tú mataste a Eso. Has de saberlo, Bill.

Bill levantó a Audra tal como había levantado a Richie y siguió a los otros. Le resultaba escalofriante llevarla así en sus brazos; parecía una muñeca de cera.

—¿Por dónde, Bill? —preguntó Ben.

—N-n-no lo sé…

(Tú sabrás. Tú mataste a Eso. Has de saberlo)

—Bueno, v-v-vamos —dijo Bill—. A ver si encontramos la salida. Beverly, t-t-toma esto.

Le entregó las cerillas.

—¿Y qué hacemos con Eddie? —preguntó ella—. Tenemos que sacarlo.

—¿C-c-cómo? —preguntó Bill—. Esto… se está vi-viniendo ab-abajo.

—Tenemos que sacarlo de aquí, tío —apoyó Richie—. Vamos, Ben.

Entre ambos lograron levantar el cuerpo, de Eddie. Beverly les alumbró el camino hasta la puertecita. Bill salió con Audra. Richie y Ben pasaron a Eddie.

—Bájalo —dijo Beverly—. Puede quedarse aquí.

—Está demasiado oscuro —sollozó Richie—. Compréndelo… demasiado oscuro. Y Ed…

—No importa —dijo Ben—. Tal vez así debe ser. Creo que, en efecto, así es.

Lo dejaron en el suelo y Richie le dio un beso en la mejilla. Después levantó la vista hacia Ben.

—¿Estás seguro?

—Sí. Vamos, Richie.

El disc-jockey se irguió frente a la puerta:

—¡Maldita seas, hija de puta! —gritó de pronto.

Y cerró la puerta de una fuerte patada. La cerradura emitió un seco sonido metálico y quedó trabada.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Beverly.

—No lo sé —respondió Richie.

Pero lo sabía muy bien. En el momento en que la cerilla se apagaba en las manos de Beverly, miró sobre el hombro y exclamó:

—Bill… la marca de la puerta.

—¿Qué pasa con ella? —Jadeó Bill.

—Ha desaparecido.

5

Derry, 10.30 h.

El pasillo vidriado que conectaba la biblioteca para adultos con la biblioteca infantil estalló súbitamente en un brillante fulgor. Los vidrios volaron en forma de paraguas lloviendo entre los árboles que se agitaban en los jardines. Semejante andanada mortífera habría podido herir y hasta matar a alguien, pero afortunadamente no había nadie dentro ni fuera de la biblioteca. La institución no había abierto. El túnel que tanto fascinó a Ben Hanscom de niño jamás sería reemplazado. La destrucción sufrida por Derry había sido tan costosa que pareció más sencillo dejar las dos bibliotecas como edificios independientes. Con el tiempo, los concejales de Derry olvidaron por completo para qué había servido ese cordón umbilical de vidrio. Tal vez sólo Ben habría podido decirles lo que se sentía al detenerse en una fría noche invernal, con la nariz goteando y los dedos entumecidos, para ver a la gente que pasaba de un lado a otro cruzando el invierno sin abrigo y rodeada de luz cálida y acogedora. Él habría podido explicarlo… pero tal vez no era la clase de cosas que uno puede declarar en una reunión de concejales. Todo eso es pura especulación. Los hechos son sólo éstos: el corredor de vidrio voló sin motivo aparente, sin que nadie saliera herido (un verdadero milagro, pues la tormenta de esa mañana dejó, sólo en pérdidas personales, 67 muertos y 325 heridos), y jamás fue reconstruido. A partir del 31 de mayo de 1985, para pasar de la biblioteca infantil a la de adultos había que caminar por fuera. Y si hacía frío, llovía o nevaba, había que ponerse el abrigo.

6

La salida: 31 de mayo de 1985, 10.54 h.

—Esperad —jadeó Bill—. Dejadme un momento… para descansar.

—Deja que te ayude con ella —repitió Richie.

Habían dejado a Eddie allá, en la madriguera de la araña, y eso era algo de lo que ninguno de ellos quería hablar. Pero Eddie estaba muerto y Audra aún vivía, al menos técnicamente.

—La llevo yo —dijo Bill, entre jadeos.

—Ni hablar. Terminarás con un colapso cardíaco. Deja que te ayude, Gran Bill.

—¿Cómo va tu cabeza?

—Me duele. Pero no me cambies de tema.

Bill dejó que Richie la llevara. Habría podido ser peor. Audra era una chica alta cuyo peso normal era de 63 kilos, pero el papel que debía representar en El desván era el de una joven retenida como rehén por un psicópata que se consideraba terrorista político. Como Freddie Firestone quería filmar primero todas las secuencias del desván, Audra se había sometido a una dieta estricta para perder ocho o nueve kilos. Aun así, después de andar a tropezones con ella por la oscuridad a lo largo de cuatrocientos metros (u ochocientos, o mil doscientos, quién podía calcularlo), esos 54 kilos parecían cien.

—Gra-gracias —dijo.

—De nada. Después te tocará a ti, Ben.

—Bip-bip, Richie —respondió Ben.

Richie sonrió a su pesar. Fue una sonrisa cansada que no duró mucho, pero siempre era mejor que nada.

—¿Por dónde, Bill? —preguntó Beverly—. Esa agua suena cada vez más fuerte. No me gustaría ahogarme aquí abajo.

—Recto hacia adelante; después, a la izquierda —dijo Bill—. Tal vez será mejor que apretemos el paso.

Siguieron andando media hora más mientras Bill iba indicando los giros. El ruido del agua continuó creciendo hasta que pareció rodearlos. Bill tanteó un recodo siguiendo con la mano una pared de ladrillo húmedo y de pronto sintió agua en los zapatos. La corriente era poco profunda, pero rápida.

—Dame a Audra —dijo a Ben, que jadeaba entrecortadamente—. Ahora iremos corriente arriba.

Ben le pasó cuidadosamente a su mujer. Bill logró echársela al hombro como un bombero. Si ella hubiera protestado, si se hubiera movido…

—¿Cómo vamos de cerillas, Bev?

—No quedan muchas. Bill, ¿sabes adónde vas?

—C-c-creo que sí. Vamos.

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