It (Eso) – Stephen King

Hizo una pausa para tomar otro sorbo de agua. Cuando prosiguió, le brillaban los ojos.

—Bueno, bueno. Fuller habría terminado con eso, tarde o temprano. Si hubiera sido temprano, habría muerto mucha menos gente. Bastaba con que mandara a la policía militar para que confiscara todos los licores traídos por los parroquianos. Eso habría estado bien; era lo que él quería, en el fondo. Así podría encerrarnos sin problemas, hacernos juzgar por un tribunal militar; algunos hubiéramos terminado en la cárcel militar; otros, transferidos a otro destino. Pero Fuller era lento. Creo que temía lo mismo que nosotros: enfadar a algunas personas de la ciudad. Mueller no había vuelto a visitarlo, y creo que al mayor Fuller le daba miedo ir a la ciudad para hablar con él. Se hacía el poderoso, ese Fuller, pero tenía las agallas de un conejo.

»Por eso, en vez de tendernos una trampa, con lo cual muchos de los que murieron aquella noche todavía estarían con vida, dejó que la Liga de la Decencia Blanca se hiciera cargo del asunto. Vinieron con sus sábanas blancas, a principios de noviembre, y se prepararon una parrillada».

Volvió a guardar silencio, pero esa vez no bebió agua; se limitó a mirar malhumoradamente el rincón más alejado de su habitación, mientras un timbre sonaba suavemente fuera y una enfermera pasaba frente a la puerta abierta, haciendo chirriar levemente el linóleo con las suelas de sus zapatos. Se oía un televisor por alguna parte, una radio por otro lado. Recuerdo haber oído el viento que soplaba fuera, castigando ese lado del edificio. Y aunque era pleno verano, el viento hacía un ruido frío. No sabía nada de Los cien de Caín, que pasaban por televisión, ni de los Four Seasons, que cantaban Camina como hombre por la radio.

—Algunos vinieron por ese cinturón verde, entre la base y Broadway oeste —prosiguió, por fin—. Probablemente se reunieron en la casa de alguien, tal vez en el sótano, para ponerse las sábanas y preparar las antorchas que usaban.

»Me han dicho que otros entraron directamente en la base por Ridgeline Road, que era la entrada principal. No voy a decir quién, pero me contaron que llegaron en un Packard flamante, con sus sábanas blancas y sus bonetes blancos en el regazo, y las antorchas en el suelo. Había un puesto de control allí donde Ridgeline Road se desviaba de Witcham Road para entrar en la base, y el oficial de guardia los dejó pasar sin problemas.

»Era sábado por la noche y el local estaba atestado de gente que bailaba. Había, tal vez, doscientas o trescientas personas. Y llegaron esos blancos, seis, siete u ocho, en su Packard verde botella; otros venían por entre los árboles que separaban la base de las casas elegantes de Broadway Oeste. No eran jóvenes, en su mayoría; a veces me pregunto cuántos casos de angina y úlceras sangrantes habrá habido al día siguiente. Espero que muchos. ¡Esos malditos asesinos!

»El Packard estacionó en la colina y encendió dos veces los faros. Tres o cuatro hombres bajaron y se reunieron con el resto. Algunos tenían esas latas de cuatro litros que se compraban en las estaciones de servicio, en aquellos tiempos, llenas de gasolina. Todos iban con antorchas. Uno de ellos se quedó al volante de ese Packard. Mueller tenía un Packard, ¿sabes? Ya lo creo que sí. Y era verde.

»Se reunieron detrás del Black Spot y empaparon sus antorchas con gasolina. Tal vez no querían sino asustarnos. He oído otra cosa, pero también oí eso. Preferiría creer que sus intenciones eran ésas, porque no tengo maldad suficiente para creer lo peor.

»Pudo ser que la gasolina chorreara hasta los mangos de esas antorchas y que, al encenderlas, los que las sostenían se asustaran y las arrojaran de cualquier modo para librarse de ellas. Como sea: aquella negra noche de otoño se encendió de pronto con luz de antorchas. Algunos las sostenían en alto y las agitaban; algunos trozos de estropajo cayeron sobre ellos. Otros reían. Pero como te digo: hubo algunos que las arrojaron por las ventanas traseras, a nuestra cocina. En un minuto y medio el club ardía como un infierno.

»Los hombres de fuera ya tenían puestas sus puntiagudas capuchas blancas. Algunos entonaban: «¡Salid, negros! ¡Salid, negros! ¡Salid, negros!». A lo mejor algunos lo hacían para asustarnos, pero creo que casi todos trataban de advertirnos, así como prefiero creer que esas antorchas cayeron en nuestra cocina por casualidad.

»De cualquier modo, no importaba mucho. La banda estaba tocando más fuerte que un silbato de fábrica. Todo el mundo lanzaba exclamaciones, aplaudía y disfrutaba. Dentro, nadie se dio cuenta de que algo iba mal hasta que Gerry McGrew, que esa noche era ayudante de cocina, abrió la puerta de la cocina y estuvo a punto de morir quemado como por un soldador. Las llamas saltaron tres metros y le achicharraron la chaquetilla de camarero en un momento. También le quemaron casi todo el pelo.

»Yo estaba sentado hacia la mitad, por el lado del oeste, con Trev Dawson y Dick Hallorann, cuando eso pasó. Al principio pensé que había estallado la cocina de gas. No había hecho más que levantarme a medias cuando me derribó la gente que iba hacia la puerta. Veinticuatro o veinticinco personas me pasaron bien por la espalda, y creo que fue la única vez, durante todo ese horror, que sentí miedo de verdad. La gente aullaba que quería salir, que el club se estaba incendiando. Pero cada vez que yo trataba de levantarme, alguien me pisoteaba otra vez. Un pie enorme se me plantó en la cabeza y me hizo ver las estrellas. Se me aplastó la nariz contra aquel suelo aceitado; aspiré tierra y comencé a estornudar y toser, todo al mismo tiempo. Otra persona me pisó la espalda, a la altura de la cintura. Sentí que un tacón alto de señora se me hincaba entre las nalgas, y te juro, hijo, que no quisiera recibir otro enema como ése. Si se hubiera roto el fondillo de mis pantalones creo que hasta el día de hoy seguiría sangrando.

»Ahora parece divertido, pero estuve a punto de morir en esa estampida. Me pisotearon, me patearon y me aplastaron en tantas partes que, al día siguiente, no podía tenerme en pie. Aullaba, pero todos seguían pasándome por encima sin prestarme atención.

»Fue Trev el que me salvó. Vi su manaza parda tendida hacia mí y me aferré a ella como un náufrago a un salvavidas. Me prendí de él, y él tiró y me sacó. Alguien me plantó un pie aquí, en el cuello…».

Se masajeó la zona donde la mandíbula se curva hacia la oreja. Yo asentí.

—… y me dolió tanto que por un momento me desmayé por un momento, creo. Pero no solté la mano de Trev y él tampoco me soltó. Por fin pude ponerme en pie, justo cuando la mampara de la cocina se derrumbaba. Hizo un ruido, algo así como ¡flump!, el ruido que hacen los charcos de gasolina cuando les prendes fuego. Vi que caía entre un gran chisporroteo y que la gente corría para apartarse. Algunos lo consiguieron. Otros no. Uno de nuestros compañeros (creo que Hort Sartoris) quedó sepultado abajo, y por un segundo vi su mano abrirse y cerrarse bajo todas esas brasas. Había una muchacha blanca, que no podía tener más de veinte años; se le encendió la espalda del vestido. Estaba con un muchacho de la universidad y le rogó a gritos que la ayudara. Él se limitó a darle dos barridas con la mano y después corrió con los otros. Ella quedó allí, gritando, mientras el vestido ardía sobre su cuerpo.

»La cocina era un infierno. Las llamas eran tan brillantes que no se las podías mirar. El calor era de horno, Mikey, una parrilla. Uno sentía que la piel se le ponía lustrosa, que los pelos de la nariz se le chamuscaban.

»—¡Larguémonos de aquí! —chilló Trev, y comenzó a arrastrarme a lo largo de la pared—. ¡Vamos!

Entonces Dick Hallorann lo sujetó. No tenía más de diecinueve años y miraba con ojos que parecían bolas de billar, pero no perdió la cabeza. Y él nos salvó la vida.

»—¡Por allí no! —grita—. ¡Por aquí! —Y señala el estrado de la orquesta… justo donde estaba el fuego.

»—¡Estás loco! —gritó Trevor. Tenía un verdadero vozarrón, pero entre el ruido del fuego y los gritos de la gente apenas se le oía—. ¡Ásate tú, si quieres! ¡Willy y yo nos largamos fuera!

»Todavía me tenía cogido por la mano y empezó a arrastrarme hacia la puerta, aunque por entonces había tanta gente arremolinada contra ella que no se la veía. Yo iba a seguirlo. Estaba tan aturdido que no sabía dónde estaba el techo y dónde el suelo. Sólo sabía que no quería asarme cómo un pavo humano.

»Dick sujetó a Trev por el pelo, con todas sus fuerzas. Cuando Trev se volvió hacia él, le dio una bofetada. Recuerdo que la cabeza de Trev rebotó contra la pared y yo creí que Dick se había vuelto loco. Y entonces Dick aulló:

»—¡Si vas por ahí morirás! ¡Han atascado esa puerta, negro estúpido!

»—¡Qué sabes tú! —le bramó Trev.

»Y entonces se oyó un fuerte ¡bang!, como el de un cohete, pero era el tambor de Marty Devereaux, que había estallado por el calor. El fuego ya corría por las vigas y se estaba encendiendo el aceite del suelo.

»—¡Claro que sé! —gritó Dick—. ¡Claro que sé!

»Dick me tomó de la otra mano y, por un momento, quedé en medio del tira-y-afloja. Por fin Trev echó un buen vistazo a la puerta y siguió a Dick. Dick nos llevó hasta una ventana y levantó una silla para romperla, pero el calor la hizo estallar antes que él. Entonces tomó a Trev Dawson por el fondillo de los pantalones y lo impulsó hacia arriba.

»—¡Trepa! —le grita—. ¡Trepa, hijo de puta!

»Y Trev subió, pasando de cabeza por el agujero.

»Después me levantó a mí. Yo me cogí del marco de la ventana para tirar. Al otro día tenía las manos llenas de ampollas, porque esa madera ya estaba humeando. Caí de cabeza. Si Trev no me hubiera sujetado, tal vez me habría roto el cuello.

»Cuando nos volvimos, aquello era la peor pesadilla que puedas imaginar, Mikey. Esa ventana era sólo un cuadrado de luz amarilla y quemante. Las llamas salían por varios lugares, en el techo de lata. Se oían los aullidos de la gente que estaba dentro.

»Vi que dos manos pardas se agitaban delante del fuego: las manos de Dick. Trev Dawson me hizo un estribo con las de él y así llegué hasta la ventana para ayudar a Dick. Cuando cargué con su peso, la panza se me apoyó contra el costado del edificio, y fue como apoyarla contra un horno que se ha calentado bien. Apareció la cara de Dick; por unos segundos creí que no podríamos sacarlo. Había respirado un montón de humo y estaba a punto de desmayarse. Tenía los labios partidos y le ardía la espalda de la camisa.

»Y entonces estuve a punto de soltarlo, porque me llegó el olor de la gente que se quemaba dentro. Algunos dicen que el olor de carne humana chamuscada es como el de costillas de cerdo asadas, pero no, no es así. Es parecido a lo que se huele cuando terminan de castrar potros. Encienden un buen fuego y arrojan todo eso allí, y cuando el fuego se aviva bien se oye que las pelotas de caballo revientan como castañas, y así huele la gente cuando empieza a cocinarse dentro de la ropa. Olí eso y comprendí que no iba a soportar mucho tiempo, así que tiré una vez más, con fuerza, y Dick salió. Había perdido un zapato.

»Perdí apoyo en las manos de Trev y caí. Dick cayó encima de mí, y te puedo asegurar que ese negro piojoso tenía la cabeza dura, dura. Quedé casi sin aliento, rodando en el polvo por algunos segundos, rodando y apretándome la barriga.

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