It (Eso) – Stephen King

Bill descubrió que su mano se le iba a la cabeza y se dio cuenta, con melancólica diversión, que había estado a punto de frotarse la calva para ver si el pelo le había vuelto por arte de magia: ese pelo rojo, fino, que había empezado a perder antes de abandonar la universidad.

Eso quebró la burbuja: Richie no tenía gafas, notó, y pensó: «Probablemente lleva lentillas. Es lógico. Odiaba aquellas gafas». Las camisetas y los pantalones de pana que usaba en aquel entonces habían sido reemplazados por un traje que no era de confección, por cierto; Bill calculó que tenía ante sus ojos un trabajo a medida de novecientos dólares.

Beverly Marsh (si acaso seguía llamándose Marsh) se había convertido en una mujer de belleza deslumbradora. En vez de la despreocupada cola de caballo, lucía el pelo (que conservaba casi exactamente su tonalidad anterior) suelto sobre los hombros de su sencilla blusa blanca en un torrente de discreto color. En esa penumbra relumbraba como un lecho de brasas cubiertas de ceniza. A la luz del día, aunque fuera de un día nublado como aquél, se dijo Bill, lanzaría llamas. Y se descubrió tratando de imaginar cómo sería hundir las manos en esa cabellera. «La historia más vieja del mundo —se dijo—. Amo a mi esposa, pero ¡oh, criatura!».

Eddie (extraño, pero cierto) había llegado a parecerse un poco a Anthony Perkins. Su cara tenía arrugas prematuras (aunque en sus movimientos parecía más joven que Richie o Ben) y los anteojos de montura al aire lo envejecían aún más. Llevaba el pelo corto, peinado según el anticuado estilo de 1958 o 1960. Se había puesto una chillona chaqueta deportiva a cuadros que parecía sacada de una liquidación por cierre…, pero el reloj que llevaba en la muñeca era un Patek Philippe y en el dedo meñique de la mano derecha lucía un rubí. La piedra era demasiado grande, vulgar y ostentosa como para no ser auténtica.

El que había cambiado mucho era Ben y al mirarlo otra vez Bill sintió que la irrealidad lo asaltaba fácilmente. Su rostro era el mismo; su pelo, aunque encanecido y más largo, seguía peinado con la inusual raya a la derecha. Pero Ben había adelgazado. Se le veía muy cómodo en su silla con el sencillo chaleco de cuero abierto, mostrando la camisa de cambray azul. Llevaba vaqueros de línea recta, botas de cowboy y un cinturón ancho con hebilla de plata martillada. Esas prendas se adherían con desenvoltura a un cuerpo delgado, de caderas estrechas. En una muñeca llevaba una pulsera de eslabones gruesos no de oro sino de cobre. Adelgazó —se dijo Bill—. Es la sombra de lo que era, como quien dice… El viejo Ben adelgazó. Quién lo hubiera dicho.

Entre los seis reinó un momento de silencio que desafiaba cualquier descripción. Fue uno de los momentos más extraños en la vida de Bill Denbrough. Si bien Stan no estaba allí, había un séptimo comensal, sin lugar a dudas. Allí, en ese comedor privado, Bill sintió su presencia tan patente que estaba casi personificada, pero no bajo la forma de un esqueleto con túnica blanca y una guadaña al hombro. Era la zona en blanco en el mapa que se extendía entre 1958 y 1985, zona que algún explorador habría podido llamar «El Gran Desconocido». Bill se preguntó qué había allí, exactamente. Beverly Marsh, con una falda corta que mostraba la mayor parte de sus largas y delgadas piernas de potrillo; una Beverly Marsh con botitas a go-go, el pelo planchado y partido al medio. Richie Tozier llevando una pancarta que decía ACABAD CON LA GUERRA por un lado y FUERA ROTC DE LA UNIVERSIDAD por el otro. Ben Hanscom con casco, conduciendo una excavadora con la camisa suelta, mostrando un vientre cada vez menos prominente sobre el cinturón. ¿Era negra esa séptima criatura? No tenía relación alguna con H. Rap Brown ni con el Gran Maestre Flash; este tipo usaba simples camisas blancas y pantalones holgados y se sentaba a trabajar en una biblioteca de la Universidad de Maine, escribiendo estudios sobre el origen de las notas al pie de la página y las ventajas de tal sistema sobre tal otro para catalogar libros, mientras fuera había manifestaciones y Phil Ochs cantaba «Richard Nixon, búscate otro país», y morían hombres con el vientre abierto en aldeas cuyos nombres no podían pronunciar. Allí estaba, estudiosamente inclinado sobre su trabajo (Bill lo veía), sobrio y absorto, sabiendo que ser bibliotecario era acercarse más que ningún ser humano al asiento situado en la cumbre de la máquina de la eternidad. ¿Era él el séptimo? ¿O era un joven de pie frente al espejo, mirando cómo se le estiraba la frente, mirando el peine lleno de cabellos rojos, mirando un montón de cuadernos universitarios reflejados en el espejo, cuadernos que contenían el borrador completo y confuso de una novela titulada Joanna y que sería publicada un año más tarde?

Algo de todo eso, todo eso, nada de todo eso.

En realidad no importaba. El séptimo estaba allí y en ese momento todos lo sintieron… y tal vez comprendieron mejor que nunca el horrible poder de la cosa que los había atraído hasta allí. Eso vive —pensó Bill, helado bajo la ropa—. Ojos de tritón, cola de dragón. Mano de gloria… Fuera lo que fuese. Eso está aquí otra vez, en Derry. Eso.

Y de pronto sintió que Eso era el séptimo. Que Eso y el tiempo eran, de algún modo, intercambiables. Que Eso llevaba la cara de todos, además de las otras mil con que había aterrorizado y matado… Y la idea de que Eso pudiera ser ellos era la peor de todas. ¿Cuánto de nosotros quedó atrás, aquí? —pensó, con súbito terror—. ¿Cuánto de nosotros quedó en las cloacas y en las alcantarillas donde Eso vivía… y donde se alimentaba? ¿Es por eso que olvidamos? ¿Porque parte de nosotros nunca tuvo futuro, nunca creció, nunca salió de Derry? ¿Por eso?

No vio respuestas en sus caras. Sólo sus propias preguntas reflejadas.

Los pensamientos toman forma y pasan, en cuestión de segundos o milisegundos, y crean su propio marco cronológico. Todo eso pasó por la mente de Bill Denbrough en no más de cinco segundos.

Entonces Richie Tozier, recostado contra la pared, volvió a sonreír y dijo:

—Oh, cielos, miren esto: ¡Bill Denbrough ha adoptado la moda «Cúpula de Cromo»! ¿Cuánto hace que te enceras la cabeza, Gran Bill?

Y Bill, que no tenía idea de lo que iba a salirle, abrió la boca y se oyó decir:

—Vete a la mierda con el caballo que te trajo, Bocazas.

Hubo un momento de silencio… y luego el cuarto estalló en carcajadas. Bill se acercó para estrechar manos; aunque había algo horrible en lo que sentía, también existía algo consolador en eso: la sensación de haber vuelto para siempre al hogar.

3

Ben Hanscom adelgaza

Mike Hanlon pidió aperitivos y, como para compensar el silencio anterior, todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo. Beverly Marsh se llamaba ahora Beverly Rogan. Dijo estar casada con un hombre maravilloso, de Chicago, que le había transformado la vida y que, por obra de alguna magia benigna, había podido trastocar su simple talento para la costura en una próspera empresa de modas. Eddie Kaspbrak poseía una flota de limusinas en Nueva York.

—Mi mujer bien podría estar en la cama con Al Pacino, en este momento —dijo, con una mansa sonrisa, y el comedor volvió a llenarse de risas.

Todos conocían las carreras de Bill y Ben, pero Bill tuvo la sensación de que, hasta tiempos muy, pero muy recientes, no habían asociado personalmente sus nombres (el de Ben, como arquitecto, el suyo mismo como escritor) con personas que ellos hubieran conocido. Beverly llevaba en su cartera ejemplares de Joanna y Los rápidos negros y le pidió que se los autografiara. Él, al hacerlo, notó que ambos estaban en condiciones impecables, como si hubieran sido adquiridos en el quiosco del aeropuerto, al bajar del avión.

De modo parecido, Richie contó a Ben lo mucho que había admirado el centro de comunicaciones de la «BBC», en Londres…, pero en sus ojos había una especie de luz intrigada, como si no pudiera asociar ese edificio con ese hombre… o con el niño gordo y serio que les había enseñado el modo de inundar la mitad de Los Barrens con tablas viejas y una herrumbrosa portezuela de automóvil.

Richie era disc-jockey en California. Les dijo que lo conocían con el apodo de El hombre de las mil voces, y Bill gruñó.

—Por Dios, Richie, tus voces eran siempre espantosas.

—Los halagos no le servirán de nada, maestro —replicó Richie, altanero.

Cuando Beverly le preguntó si usaba lentillas, Richie dijo, en voz baja:

—Acércate más, nennnna, y mírame a los ojos.

Beverly lo hizo y lanzó una exclamación de deleite, mientras Richie inclinaba un poco la cabeza para que ella pudiera ver los bordes inferiores de las lentes blandas Hydromist.

—La biblioteca, ¿sigue igual? —preguntó Ben a Mike Hanlon.

Mike sacó su billetera y extrajo una instantánea de la biblioteca, tomada desde arriba. Lo hizo con el aire orgulloso de quien muestra fotos de sus hijos al preguntársele por su familia.

—La tomó un tipo desde un avión pequeño —dijo, mientras la fotografía pasaba de mano en mano—. He estado tratando de que el concejo municipal o algún donante particular nos proporcionen efectivo suficiente para ampliar esto y hacer un mural para la biblioteca infantil. Hasta el momento no ha habido suerte. Pero es una buena foto, ¿no?

Todos estuvieron de acuerdo. Ben la retuvo por más tiempo mirándola con fijeza. Por fin dio unos golpecitos sobre el corredor de vidrio que conectaba los dos edificios.

—¿Reconoces esto de alguna parte, Mike?

El bibliotecario sonrió.

—Es tu centro de comunicaciones —dijo, y los seis estallaron en una carcajada.

Llegaron los aperitivos. Todos se sentaron.

Volvió a caer aquel silencio súbito, incómodo y confuso. Se miraron mutuamente.

—Bueno —preguntó Beverly, con su voz dulce, ligeramente ronca—, ¿por qué brindamos?

—Por nosotros —dijo Richie, súbitamente.

Ya no sonreía. Sus ojos se fijaron en los de Bill. Entonces, con absoluta nitidez, Bill vio una imagen de sí mismo con Richie; en medio de Neibolt Street, desaparecido el payaso, el hombre-lobo o lo que fuera, ambos abrazados y llorando. Cuando levantó su copa, le temblaba la mano; parte de su bebida cayó en la servilleta.

Richie se levantó lentamente. Los otros, uno a uno, siguieron su ejemplo: primero Bill; después Ben y Eddie, Beverly y, por fin, Mike Hanlon.

—Por nosotros —dijo Richie. Su voz, como la mano de Bill, temblaba un poco—. Por el Club de los Perdedores de 1958.

—Los Perdedores —dijo Beverly, algo divertida.

—Por los Perdedores —repitió Eddie, pálido y envejecido tras los anteojos sin montura.

—Por los Perdedores —concordó Ben. Una sonrisa leve y dolorosa ponía un fantasma en las comisuras de su boca.

—Por los Perdedores —dijo Mike Hanlon, suavemente.

—Por los Perdedores —terminó Bill.

Entrechocaron las copas y bebieron.

Volvió a caer aquel silencio y en esa oportunidad Richie no lo quebró. Esa vez parecía necesario.

Se sentaron otra vez y Bill dijo:

—Bueno, Mike, suelta el rollo. Dinos qué ha estado pasando aquí y qué podemos hacer.

—Primero comamos —dijo Mike—. Después hablaremos.

Así que comieron… largamente y bien. Como en el chiste de los condenados a muerte, pensó Bill, pero sentía un apetito que no recordaba desde hacía siglos…, desde que era niño, se sintió tentado de pensar. La comida no era una maravilla, pero distaba mucho de ser mala y la había en abundancia. Los seis comenzaron a intercambiar parte de sus platos: costillas, moo goo gai pan, alas de pollo deliciosamente cocidas al vapor, rollitos de primavera, brotes de soja envueltos en tocino, tiras de carne ensartadas en palillos de madera.

Comenzaron con bandejas de pu-pu, y Richie, infantil, pero divertido, asó un poquito de cada cosa en el centro del fondue que compartía con Beverly.

—Me encanta flambear las cosas —dijo a Ben—. Comería mierda, siempre que me la flambearan a la vista.

—A lo mejor es lo que estás comiendo —comentó Bill.

Beverly rió con tantas ganas que se vio obligada a escupir un bocado en su servilleta.

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