It (Eso) – Stephen King

Derry —piensa—. Derry, Dios me ayude, Derry. Apedreemos a los cuervos.

Allí está él, en la carretera 7. Ocho kilómetros más adelante, si el tiempo o algún tornado no se la han llevado en los años transcurridos, estará la Granja Rhulin, donde su madre compraba los huevos y la mayor parte de las verduras para la casa. Tres kilómetros más allá, esa carretera 7 se convierte en Witcham Road y, por supuesto, Witcham Road acaba por convertirse en Witcham Street, aleluya, amén. Y en algún punto entre la Granja Rhulin y la ciudad, pasará ante la casa de los Bowers y, después, ante la de los Hanlon. A unos ochocientos metros de la casa de los Hanlon vería el primer reflejo del Kenduskeag y la primera maleza extendida de verde venenoso: las fértiles tierras bajas a las que, por algún motivo, se llamaba Los Barrens.

En verdad, no sé si puedo enfrentarme a todo eso —piensa Richie—. Seamos francos aquí, por lo menos: no sé si puedo.

Toda la noche anterior ha pasado, para él, en un sueño. Mientras viajaba, mientras avanzaba y dejaba el camino atrás, el sueño prosiguió. Pero en ese momento se ha detenido (es decir, el cartel lo ha detenido) y acaba de despertar a una extraña verdad: el sueño era la realidad. Derry es la realidad.

Al parecer, no puede dejar de recordar. Piensa que sus recuerdos acabarán por volverlo loco, por eso se muerde los labios y junta las manos apretando palma contra palma como para no volar en pedazos. Siente que pronto volará en pedazos, pronto. Es como si hubiera en él una parte loca que en verdad ansía lo que puede estarle esperando. Pero la mayor parte de él sólo se pregunta cómo sobrevivirá a los días siguientes. Él…

Y ahora sus pensamientos vuelven a romperse.

Un venado ha salido a la carretera. Oye el ligero golpe de sus cascos blandos en el pavimento.

El aliento de Richie se interrumpe en medio de una exhalación; luego empieza otra vez lentamente. Mira, aturdido; una parte de él piensa que nunca vio algo así en Rodeo Drive. No, había hecho falta que volviese a la ciudad natal para ver algo así.

Es una hembra. Ha salido de los bosques a la derecha y se detiene en medio de la carretera 7, con las patas delanteras a un lado de la línea discontinua, las traseras al otro. Sus ojos oscuros miran mansamente a Richie Tozier. Él lee en esos ojos interés, pero no miedo.

Lo mira, maravillado, pensando que es un presagio, un portento, alguna de esas mierdas que dicen las adivinas. Y de pronto, inesperadamente, vuelve a él un recuerdo del señor Nell. ¡Cómo los asustó aquel día, al caer sobre ellos tras lo que acababan de contar Bill, Ben y Eddie! Todo el grupo había estado a punto de volar al cielo.

Mientras contempla al venado, Richie aspira profundamente y se descubre hablando con una de sus voces… pero es, por primera vez en veinticinco años o más, la voz del policía irlandés, incorporada a su repertorio después de aquel día memorable. Sale rodando en la mañana silenciosa, como una gran bola de bolos, más potente, más grande de lo que Richie hubiera podido creer.

—¡Por las barbas de Cristo! ¿Qué hace una buena chica como tú en esta tierra olvidada de Dios, animalito? ¡Je-su-criiisto! ¡Será mejor que te vayas a tu casa antes de que llame al padre O’Staggers!

Antes de que mueran los ecos, antes de que el primer arrendajo asustado pueda empezar a reñirle por su sacrilegio, el venado agita la cola como si fuera una bandera de tregua y desaparece entre los abetos humosos, al lado izquierdo de la carretera, dejando sólo un montoncito de píldoras humeantes para demostrar que, aun a los treinta y siete años, Richie Tozier sigue siendo capaz de soltarse uno bueno de vez en cuando.

Richie empieza a reír. Al principio es sólo una risita entre dientes, pero luego lo ataca su propia ridiculez: estar ahí, de pie a la luz del alba de una mañana de Maine, a cinco mil kilómetros de su casa, gritándole a un venado con acento de policía irlandés. Las carcajadas se convierten en risitas, las risitas se convierten en bufidos, los bufidos en aullidos y, finalmente, se ve obligado a apoyarse contra el coche porque las lágrimas le corren por la cara y se pregunta, confusamente, si no va a orinarse en los pantalones. Cada vez que empieza a dominarse, su vista cae sobre ese manojo de pelotitas y estalla en nuevos vendavales de risa.

Resoplando y gimiendo, por fin logra sentarse otra vez al volante y poner en marcha el Mustang. Un camión cargado de fertilizantes químicos pasa roncando en una ráfaga de viento. Después de dejarlo pasar, Richie sale a la carretera y reinicia la marcha hacia Derry. Ahora se siente mejor, más sereno… o tal vez es sólo porque se está moviendo, dejando el camino atrás, y el sueño ha vuelto a imponerse.

Vuelve a pensar en el señor Nell, en el señor Nell y aquel día junto al dique. El señor Nell preguntó a quién se le había ocurrido aquella travesura. Recuerda que los seis se miraron, intranquilos, hasta que Ben se adelantó un paso, pálido, con los ojos bajos, la cara temblorosa, luchando sombríamente por no balbucear. El pobre chico habrá pensado que iban a echarle de cinco a diez años de cárcel por inundar las alcantarillas de Witcham Street, piensa Richie, pero de cualquier modo se hizo responsable. Y con eso los obligó a todos a adelantarse para respaldarlo. Era eso o pasar por malas entrañas. Por cobardes. Todo lo que no eran sus héroes televisivos. Y eso los unió para siempre, como una soldadura, para bien o para mal. Por lo visto, los había mantenido unidos durante los últimos veintisiete años. A veces, los acontecimientos son como fichas de dominó. La primera derriba a la segunda, la segunda a la tercera y así sucesivamente.

Richie se pregunta cuándo se hizo demasiado tarde para retroceder ¿Cuando Stan y él aparecieron para ayudar a construir el dique? ¿Cuando Bill les contó que la fotografía de su hermano le había guiñado el ojo? Tal vez… Pero para Richie Tozier, las fichas de dominó comenzaron a caer en el momento en que Ben Hanscom dio un paso adelante y dijo: «Yo les enseñé…».

2

—… a hacerlo. Es culpa mía.

El señor Nell se limitó a mirarlo con los labios apretados y las manos remetidas bajo el chirriante cinturón de cuero negro. Apartó la vista de Ben para contemplar el estanque, cada vez más ancho detrás del dique, y luego volvió a mirar al chico. Su cara era la de quien no da crédito a sus ojos. Era un corpulento irlandés de pelo prematuramente blanco, peinado hacia atrás en pulcras ondas bajo la gorra azul de visera. Tenía pequeños ramilletes de capilares rotos en sus mejillas. Su estatura era mediana, pero para los cinco chiquillos enfrentados a él parecía medir, como poco, dos metros y medio.

El señor Nell abrió la boca para hablar, pero antes de que lo hiciera, Bill Denbrough se puso junto a Ben.

—L-l-la id-id-dea f-fue mí-mía —se las compuso para decir.

Tragó una gigantesca bocanada de aire y, mientras el señor Nell lo miraba, impasible, con el sol arrancando destellos imperiales a su insignia, consiguió tartamudear el resto de lo que necesitaba decir: que no era culpa de Ben, que él había pasado por casualidad y les había enseñado a mejorar lo que ya estaban haciendo, aunque mal.

—Yo también —dijo Eddie, abruptamente, y se puso al otro lado de Ben.

—¿Qué es eso de Yotambién? —preguntó el señor Nell—. ¿Es tu nombre o tu dirección, muchacho?

Eddie se ruborizó intensamente; el color le llegó hasta las raíces del pelo.

—Yo estaba aquí con Bill antes de que Ben llegara —dijo—. Solo quería decir eso.

Richie dio un paso adelante para situarse junto a Eddie. Por la cabeza le pasó la idea de que una o dos voces podrían alegrar un poco al señor Nell e inspirarle pensamientos alegres. Al pensarlo mejor (cosa que Richie hacía rara vez y que, por tanto, era algo extraordinario), decidió que una o dos voces bien podían empeorar las cosas. El señor Nell no parecía tener lo que Richie solía denominar «humor risáceo». Más aún, las risas parecían ser lo último que cabía esperar de él. Por eso se limitó a decir en voz baja:

—Yo también estuve en esto.

Y se obligó a cerrar la boca.

—Y yo —dijo Stan, poniéndose junto a Bill.

Ahora los cinco estaban en hilera ante el señor Nell. Ben miró a un lado y otro, más que aturdido, estupefacto por el apoyo recibido. Por un momento, Richie pensó que el viejo Parva iba a estallar en lágrimas de gratitud.

—¡Jesús! —dijo el señor Nell, otra vez. Y aunque parecía profundamente disgustado, su cara pareció de pronto a punto de reír—. Nunca había visto tan desastrada banda de mocosos. Si sus viejos supieran dónde estaban, creo que esta noche habría unos cuantos fondillos calientes. De cualquier modo, creo que los habrá.

Richie no pudo contenerse más; su boca se abrió sencillamente y echó a correr, como el hombrecito de jengibre, cosa que ocurría con mucha frecuencia:

—¿Cómo andan las cosas allá en la vieja patria, señor Nell? —trompeteó, imitando el acento irlandés del policía—. Ah, usted es un festín para los ojos, ya lo creo, un hombre encantador, todo un orgullo para la vieja patria.

—Seré todo un orgullo para tus fondillos en menos de tres segundos, mi querido amiguito —dijo el señor Nell, secamente.

Bill giró hacia él, gruñendo:

—¡Por el a-a-amor de D-d-dios, R-Richie, c-c-cá-cállate!

—Buen consejo, Master William Denbrough —dijo el señor Nell—. Seguro que Zack no sabe que estás aquí, en Los Barrens, jugando entre las cagarrutas flotantes, ¿verdad?

Bill bajó los ojos y negó con la cabeza. En sus mejillas ardieron rosas silvestres.

El señor Nell miró a Ben.

—No recuerdo tu nombre, hijo.

—Ben Hanscom, señor —susurró el chico.

El señor Nell asintió y volvió la vista a la presa.

—¿Esto fue idea tuya?

—Cómo construirla sí, señor. —El susurro de Ben se había vuelto casi inaudible.

—Bueno, eres un demonio de ingeniero, muchachote, pero no sabes una mierda de estos llamados Barrens ni del sistema de drenaje de Derry, ¿verdad?

Ben sacudió la cabeza.

No sin amabilidad, el señor Nell le explicó:

—El sistema tiene dos partes. Una parte lleva los desechos humanos sólidos (la mierda, si no ofendo vuestros tiernos oídos, chicos). La otra, el agua residual: el agua de los retretes y la que va a las tuberías desde los fregaderos, las lavadoras y las duchas, junto con la que corre por las alcantarillas de la ciudad. Bueno, vosotros no habéis causado problemas en el paso de los desechos sólidos, gracias a Dios, porque todo eso se bombea al Kenduskeag algo más abajo. Probablemente, algunos buenos cagarros se están secando al sol a un kilómetro de aquí, gracias a lo que habéis hecho, pero al menos podéis estar seguros de que no hay mierda pegada al techo de ninguna casa. Pero en cuanto a las aguas residuales…, bueno, no hay bombas para las aguas residuales. Corren colina abajo por algo que los ingenieros llaman drenajes de gravedad. Y tú has de saber dónde terminan todos drenajes de gravedad, ¿verdad, grandullón?

—Allá arriba —dijo Ben, señalando la zona inmediatamente posterior a la presa que había quedado sumergida en gran parte. Lo hizo sin levantar la vista. Por las mejillas empezaban a correrle grandes lágrimas lentas. El señor Nell fingió no darse cuenta.

—En efecto, así es, mi voluminoso amiguito. Todos los drenajes de gravedad alimentan arroyos que van a Los Barrens. En realidad, muchos de esos arroyuelos que corren por aquí abajo son aguas residuales, pura y simplemente, que salen de alcantarillas tan escondidas en la maleza que no se las ve. La mierda va por un lado y todo lo demás por el otro, Dios bendiga la inteligencia del hombre. ¿Y se os ha pasado por la cabeza que habéis estado todo el día chapoteando en los meados y el agua sucia de toda Derry?

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