It (Eso) – Stephen King

—No lo hagas, Billy —le aconseja—. Despídete del asunto. Tienen mucho dinero invertido en eso y pueden conseguir que alguno de los buenos escriba el guión. Hasta Goldman, tal vez.

—¿Quién?

—William Goldman, el único buen escritor que se dedicó a eso y consiguió las dos cosas.

—¿De qué estás hablando, Suze?

—Se quedó allí y sigue bien —dijo ella—. Las posibilidades de lograr eso son como las de curarse de un cáncer de pulmón: se puede, pero ¿quién hace el intento? Te quemarás en sexo y alcohol. O en alguna de esas nuevas drogas. —Los ojos pardos de Susan, enloquecedoramente fascinantes, chisporrotean con vehemencia en su dirección—. Y si encargan el trabajo a cualquier inepto y no a alguien como Goldman, ¿qué importa? El libro está seguro. No le pueden cambiar una palabra.

—Susan…

—¡Escucha, Billy! Cobra tu dinero y huye. Eres joven y fuerte. Eso es lo que les gusta. Si vas, primero te cercenarán la autoestima; después, la capacidad de escribir diez palabras seguidas. Pero lo peor es que te quitarán los testículos. Escribes como un adulto, pero eres sólo un niño con la frente muy grande.

—Tengo que ir.

—¿Alguien se tiró un pedo aquí dentro? —contraataca ella—. Porque aquí apesta.

—En serio. Tengo que hacerlo.

—¡Por Dios!

—Necesito alejarme de Nueva Inglaterra. —Tiene miedo de decir lo que viene a continuación, porque es como pronunciar una maldición, pero se lo debe—. Tengo que irme lejos de Maine.

—¿Por qué?

—No sé, pero así es.

—¿Me estás diciendo algo real, Billy, o hablas simplemente como escritor?

—Es real.

Durante esta conversación están juntos en la cama. Ella tiene los pechos pequeños como melocotones, dulces como melocotones. Él la ama mucho, pero no como ambos saben que sería bueno amar. Ella se sienta, con un revoltijo de sábanas en el regazo, y enciende un cigarrillo. Está llorando, pero lo más probable es que crea que Bill no lo sabe. Hay sólo un brillo en sus ojos. Parece más prudente no mencionar el asunto. Aunque él no la ame como sería bueno amar, le tiene muchísimo afecto.

—Está bien, vete —dice ella, con voz seca y profesional, girando en su dirección—. Cuando estés listo, si todavía tienes fuerzas, dame un telefonazo. Yo iré a recoger los pedazos… si queda alguno.

La versión fílmica de Los rápidos negros se titula El foso del demonio negro, y Audra Phillips representa el personaje femenino principal. El título es horrible, pero la película resulta bastante buena. Y él sólo pierde una parte de sí en Hollywood: su corazón.

—Bill —dijo Audra otra vez, arrancándolo de esos recuerdos.

Él vio que había apagado el televisor. Miró por la ventana y vio la niebla que hociqueaba los vidrios.

—Te explicaré todo lo que pueda —dijo—. Es lo menos que mereces. Pero antes debes hacer dos cosas por mí.

—De acuerdo.

—Prepárate otra taza de té y dime qué sabes de mí. O qué crees saber.

Ella lo miró intrigada. Luego fue hacia el aparador.

—Sé que eres de Maine —dijo, sirviéndose el té. Aunque no era inglesa, su voz había adquirido un dejo de entonación británica, secuela de la parte representada en El desván, la película por cuya filmación estaban allí. Era el primer libreto original de Bill. También se le había ofrecido la dirección, pero la había rechazado, gracias a Dios; de lo contrario, viajar ahora habría sido arruinarlo todo por completo. Sabía lo que iban a decir todos los del equipo: por fin Bill Denbrough muestra la hilacha, otro maldito escritor más loco que rata de letrina.

Bien sabía Dios que se sentía bastante loco en esos instantes.

—Sé que tenías un hermano al que querías mucho y que murió —prosiguió Audra—. Sé que creciste en una ciudad llamada Derry. Te mudaste a Bangor unos dos años después de la muerte de tu hermano y a los catorce, a Portland. Sé que tu padre murió de cáncer de pulmón cuando tenías diecisiete. Y escribiste un éxito de ventas cuando todavía estabas en la universidad, manteniéndote con una beca y un trabajo de media jornada en una empresa textil. Eso tiene que haberte parecido muy extraño… El cambio de ingresos, de perspectivas…

Cuando volvió a su lado, él le vio, en la cara, que acababa de darse cuenta de los espacios ocultos entre ambos.

—Sé que escribiste Los rápidos negros un año después y viniste a Hollywood. Y la semana antes de iniciarse la filmación, conociste a una mujer muy complicada, llamada Audra Philips, que sabía, en parte, lo que estabas pasando, lo de esa descabellada incomprensión, porque había sido, sencillamente, Audrey Philpott hasta cinco años antes. Y esa mujer se estaba ahogando…

—No, Audra.

Ella le sostuvo la mirada, serena.

—Oh, ¿por qué no? Seamos francos y llamemos a las cosas por su nombre. Me estaba ahogando. Descubrí las anfetaminas dos años antes de conocerte; un año después, la cocaína, que era todavía mejor. Una anfeta en la mañana, coca por la tarde, vino por la noche y un Valium a la hora de acostarme: las vitaminas de Audra. Demasiadas entrevistas importantes, demasiados papeles buenos. Daba risa de tan parecida a los personajes de Jacqueline Susann. ¿Sabes cómo imagino ahora ese período, Bill?

—No.

Ella bebió un sorbo de té sin dejar de mirarlo a los ojos y sonrió.

—Era como correr por la rampa móvil del aeropuerto de Los Ángeles, ¿comprendes?

—No, no del todo.

—Es una rampa móvil de unos cuatrocientos metros.

—Conozco la rampa, pero no sé qué estás…

—Si te quedas de pie en ella, te lleva hasta la zona de entrega de equipaje. Pero no hace falta que te quedes inmóvil, puedes caminar o correr y parecería que lo estás haciendo como de costumbre porque tu cuerpo olvida que estás agregando velocidad a la de la rampa. Por eso al final han puesto esos letreros que dicen Circule despacio, rampa móvil. Cuando te conocí, me sentía como si hubiera salido a toda carrera de esa rampa a un suelo que ya no se movía. Mi cuerpo iba nueve kilómetros por delante de mis pies. No se puede mantener el equilibrio. Tarde o temprano te caes de narices. Pero yo no me caí, porque tú me sostuviste.

Apartó el té para encender un cigarrillo sin dejar de mirarlo. Él sólo vio que le temblaban las manos por el imperceptible estremecimiento de la llama que se movió de lado a lado antes de encontrar el extremo del cigarrillo.

Ella aspiró profundamente y exhaló un veloz chorro de humo.

—¿Qué otra cosa sé de ti? Sé que pareces tenerlo todo controlado. Nunca se te ve con prisa por pasar a la próxima copa, a la próxima reunión, a la próxima fiesta. Pareces convencido de que todo eso estará allí… si lo deseas. Hablas despacio. Supongo que es, en parte, por el acento de Maine, pero sobre todo por tu modo de ser. Entre todos los hombres que conozco, fuiste el primero que se atrevió a hablar despacio. Yo tenía que aminorar la marcha para escucharte. Cuando te miraba, Bill, veía a alguien que jamás corría en la rampa móvil, porque estaba seguro de que la rampa lo llevaría a su destino. Parecía no haberte tocado la histeria y la exageración. No alquilaste un Rolls Royce para lucirlo los sábados por la tarde con tu propio nombre grabado en las placas. No tenías un agente de prensa para que hiciera publicar artículos en las revistas de cotilleos. Nunca te presentaste en esos programas de entrevistas para lucirse.

—A los escritores no los invitan, a menos que sepan hacer trucos con las cartas o algo similar —dijo él, sonriendo—. Es como una ley nacional.

Pensó que ella también sonreiría, pero no fue así.

—Sé que siempre estuviste a mano cuando te necesité. Cuando salí volando de la rampa móvil. Tal vez me salvaste de tragar la píldora que no correspondía después de haber bebido demasiado. O tal vez yo habría salido a flote de todos modos y no hago sino dramatizar. Pero… no lo creo así. Adentro, donde estoy yo, no me lo parece.

Apagó el cigarrillo, al que sólo había dado dos caladas.

—Sé que, desde entonces, nunca me has fallado. Ni yo a ti. Nos entendemos en la cama. Antes, eso me importaba muchísimo. Pero también nos entendemos fuera de ella y ahora eso me parece más importante. Siento que podría envejecer contigo sin dejar de ser valiente. Sé que bebes demasiada cerveza y que no haces suficiente ejercicio. Sé que algunas noches tienes pesadillas…

Él se sobresaltó. Fue un desagradable sobresalto. Casi un susto.

—Nunca sueño.

Ella sonrió.

—Eso dices a los periodistas cuando te preguntan de dónde sacas las ideas. Pero no es cierto. A menos que, cuando gruñes toda la noche, sea por indigestión. Y no creo que sea eso, Billy.

—¿Hablo dormido? —preguntó él, cauteloso. No recordaba ningún sueño, ninguno en absoluto, bueno o malo.

Audra asintió.

—A veces. Pero nunca llego a entender lo que dices. Y un par de veces has llorado.

Él la miró, inexpresivo. Tenía mal gusto en la boca, le corría por la lengua, garganta abajo, como el sabor de la aspirina disuelta. Ahora ya sabes qué sabor tiene el miedo —pensó—. Era hora de que lo averiguaras, teniendo en cuenta todo lo que has escrito sobre el tema. Supuso que uno acababa por acostumbrarse al sabor. Siempre que viviera lo suficiente.

Súbitamente, los recuerdos estaban tratando de entrar en tropel. Era como si tuviera en la mente un saco negro que se hinchaba, amenazando con escupir nocivos

(sueños)

retazos desde el subconsciente, hacia el campo mental de visión dominado por su mente racional alerta, y si eso ocurría de pronto, enloquecería. Trató de empujarlo todo hacia atrás y lo consiguió, pero no antes de oír una voz. Era como si alguien, sepultado vivo, hubiera gritado desde el suelo. Era la voz de Eddie Kaspbrak.

Me salvaste la vida, Bill. Esos muchachos me vuelven loco. Algunas veces creo que quieren matarme de verdad…

—Tus brazos —dijo Audra.

Bill se los miró. Se le había puesto carne de gallina. Pero no eran bultitos pequeños, sino enormes puntos blancos, como huevos de insectos. Los dos observaron fijamente, sin decir nada, como si contemplaran una interesante pieza de museo hasta que la carne de gallina desapareció, poco a poco.

En el silencio siguiente, Audra dijo:

—Y sé otra cosa; alguien te llamó esta mañana desde Estados Unidos y dijo que debías abandonarme.

Él se levantó, echó un breve vistazo a las botellas de licor y entró a la cocina. Volvió con un vaso de zumo de naranja diciendo:

—Sabes que yo tenía un hermano y sabes que murió, pero no que fue asesinado.

Audra aspiró rápidamente.

—¡Asesinado! Oh, Bill, ¿por qué no me lo…?

—¿Por qué no te lo conté? —Rió él, otra vez con esa risa que parecía un ladrido—. No sé.

—¿Qué pasó?

—Por entonces vivíamos en Derry. Habíamos sufrido una inundación, pero ya estaba pasando y George se aburría. Yo estaba en cama, con gripe. El quiso que le hiciera un barquito de papel. Yo había aprendido a hacerlos en el campamento de verano, el año anterior. Dijo que iba a hacerlo navegar por las alcantarillas de Witcham Street y de Jackson Street, porque estaban todavía llenas de agua. Entonces le hice el barquito, él me dio las gracias y salió. Fue la última vez que vi a mi hermano George con vida. Si no hubiera estado con gripe, tal vez habría podido salvarlo.

Hizo una pausa, frotándose la mejilla izquierda con la mano derecha, como si buscara un crecimiento de barba. Sus ojos, aumentados por las lentes de las gafas, parecían pensativos… pero no estaba mirando a Audra.

—Ocurrió allí mismo, en Witcham Street, no muy lejos de la intersección con Jackson. El que lo mató le arrancó el brazo izquierdo, tal como un niño podría arrancarle el ala a una mosca. El forense dijo que había muerto por el shock o por la pérdida de sangre. Por lo que pude ver, poco importaba la diferencia.

—¡Por Dios, Bill!

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