It (Eso) – Stephen King

Bill lo miró con una sonrisa.

—L-l-lo que qui-quieras.

—Vosotros sois los mejores amigos que he tenido. No importa qué resulte de esto. Sólo quería… deciros eso.

Los miró a todos y ellos le devolvieron la mirada con solemnidad.

—Me alegro de haberos recordado —agregó.

Richie resopló. Beverly soltó una risita. Un momento después, todos reían, mirándose como antes, a pesar de que Mike estaba en el hospital, agonizando, tal vez ya muerto, a pesar de que Eddie tenía (otra vez) el brazo roto, a pesar de que era la hora más oscura de la madrugada.

—Qué habilidad para expresarte tienes, Parva —dijo Richie, riendo y limpiándose los ojos—. El escritor debería haber sido él, Gran Bill.

Bill, todavía sonriendo un poco, concluyó:

—Y con ese comentario…

5

Fueron en la limusina que Eddie había pedido prestada. Richie iba al volante. La niebla se había vuelto más espesa; pendía en la calle como humo de cigarrillo sin llegar a las lámparas de alumbrado. Arriba, las estrellas eran fragmentos de hielo, estrellas de primavera…, pero Bill, que torcía la cabeza hacia la ventanilla medio abierta, creyó oír un tronar de verano a la distancia. En algún punto del horizonte, alguien estaba ordenando lluvia.

Richie conectó la radio. Se oyó a Gene Vincent cantar Be-Bop-A-Lula. Dio un manotazo a otro botón y sintonizó a Buddy Holly. Un tercer intento sacó a Eddie Cochran cantando Summertime Blues.

—Me gustaría ayudarte, hijo, pero eres demasiado joven como para votar —dijo una voz grave.

—Apaga, Richie —pidió Beverly, con suavidad.

Él estiró la mano hacia el botón, pero sus dedos quedaron petrificados.

—¡No cambiéis la sintonía, que sigue el «Show de los Muertos» de Richie Tozier! —gritó la voz riente del payaso, sobre el chascar de dedos y acordes de la guitarra de Eddie Cochran—. No toquéis el dial, mantened sintonizado este montón de rock. Han desaparecido de las estanterías, pero no de nuestros corazones. Y vosotros seguís viniendo. ¡Venid, venid todos! ¡Aquí emitimos todos los éxitos! ¡Tooodos los éxitos! Y si no me creéis, escuchad al disc-jockey invitado de esta mañana. ¡Georgie Denbrough! ¡Cuéntales, Georgie!

De pronto, el hermano de Bill gimió por radio:

—Tú me enviaste a la calle y Eso me mató. Yo creía que estaba en el sótano, Gran Bill, creía que estaba en el sótano, pero estaba en la cloaca. Estaba en la cloaca y me mató. Tú dejaste que me matara, Gran Bill, dejaste que…

Richie apagó la radio tan violentamente que el botón salió disparado y pegó contra la esterilla del suelo.

—La verdad es que, en provincias, el rock da asco —dijo, con voz no muy firme—. Beverly tiene razón. Mejor apagamos, ¿no?

Nadie respondió. Bill estaba muy pálido, silencioso y pensativo. Cuando el trueno volvió a murmurar hacia el oeste, todos lo oyeron.

6

En Los Barrens

El viejo puente, el de siempre.

Richie estacionó junto a él. Todos bajaron y se acercaron a la barandilla (la vieja barandilla, la de siempre) para mirar abajo.

Los mismos Barrens, los de siempre.

No parecían tocados por los últimos veintisiete años; para Bill, la autopista elevada, único detalle nuevo, parecía irreal, algo tan efímero como un paisaje falso proyectado en una pantalla trasera para ambientar la escena de una película. Los arbustos y los matorrales centelleaban entre la niebla. Bill pensó: Creo que a esto nos referimos cuando hablamos de la persistencia del recuerdo, a esto o a algo parecido, algo que se ve en el momento debido y desde el ángulo debido, imágenes que activan la emoción como el motor de un avión de propulsión. Uno lo ve con tanta claridad que cuanto haya pasado mientras tanto, desaparece. Si es el deseo lo que cierra el círculo entre el mundo y la necesidad, el círculo está cerrado.

—Va-va-vamos —dijo.

Y pasó sobre la barandilla. Todos lo siguieron por el terraplén, esparciendo arena y grava. Cuando llegaron al fondo, Bill verificó la posición de Silver y se rió de sí mismo. Silver estaba apoyada contra la pared, en el garaje de Mike. Al parecer, no desempeñaba papel alguno en todo eso. Aunque resultaba extraño, considerando el modo en que había reaparecido.

—Llé-llévanos —ordenó a Ben.

Cuando Ben lo miró, él le leyó el pensamiento en los ojos: Han pasado veintisiete años, Bill; no sueñes. Pero el arquitecto hizo una señal de asentimiento y abrió la marcha por la maleza.

El camino que ellos abrieron se había cerrado desde hacía mucho tiempo. Tuvieron que abrirse paso entre marañas de espinos y hortensias silvestres, tan fragantes que sofocaban. Los grillos cantaban, soñolientos, alrededor. Unas cuantas luciérnagas, que habían llegado temprano a la fértil fiesta del verano, perforaban la oscuridad. Bill se dijo que aún habría niños que jugasen allí, pero ellos habían abierto sus propios caminos secretos.

Llegaron al claro donde habían hecho la casita del club, pero ya no había claro alguno. Los matorrales y ciertos pinos deslucidos lo habían reclamado para sí.

—Mirad —susurró Ben.

Y cruzó el claro (en la memoria aún estaba allí, simplemente cubierto por otra de esas transparencias). Tiró de algo: era la puerta de caoba que habían encontrado en los bordes del vertedero y que había servido de trampilla para la casita. Había sido arrojada a un lado, pero parecía no haber sido tocada en diez o doce años. Las enredaderas se habían atrincherado sólidamente en su superficie sucia.

—Déjala, Parva —murmuró Richie—. Es vieja.

—Lléva-llévanos, B-Ben —repitió Bill, desde atrás.

Todos bajaron al Kenduskeag siguiéndole hacia la izquierda del claro que ya no existía. El ruido de agua corriente se hacía cada vez más audible, pero estuvieron a punto de caer al río antes de verlo: el follaje había formado una muralla enmarañada en el borde del terraplén. El filo de tierra se rompió bajo los talones de Ben. Bill tuvo que sujetarlo por el cuello de la ropa.

—Gracias —dijo él.

—De nada. En los v-viejos ti-tiempos me hab-b-brías arrast-t-trado con-contigo. ¿P-p-por allí?

Ben asintió y los condujo a lo largo de la ribera luchando con los matorrales y los espinos. Cuánto más fácil era aquello cuando sólo se medía un metro cuarenta y se podía pasar por debajo de casi todas las marañas (tanto las mentales como las del camino), con sólo agachar la cabeza. Bueno, todo cambiaba. Nuestra lección de hoy, niños —pensó Ben—, es la siguiente: cuanto más cambian las cosas, más cambian. Quienquiera que haya dicho que cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo lo mismo, sufría, obviamente, de un retraso mental grave. Porque…

Su pie se enganchó en algo y cayó con un golpe seco. Estuvo a punto de darse con la cabeza contra el cilindro de la estación de bombeo. Estaba casi completamente cubierto por un arbusto de moras. Al levantarse, se dio cuenta de que se había arañado la cara y las manos con las espinas en dos docenas de lugares.

—Que sean tres docenas —dijo, sintiendo que la sangre le corría en hilos delgados por las mejillas.

—¿Qué? —preguntó Eddie.

—Nada. —Se agachó para ver qué lo había hecho tropezar. Una raíz, probablemente.

Pero no era una raíz: era la tapa de hierro. Alguien la había sacado.

Por supuesto —pensó Ben—. La sacamos nosotros, hace veintisiete años.

De inmediato se dio cuenta de que era una idea loca, aun antes de haber visto las marcas de metal brillante a través del herrumbre, en surcos paralelos. Aquel día, la bomba no había estado funcionando. Tarde o temprano, alguien tenía que haber ido a repararla y no habría dejado de poner la tapa en su sitio.

Se incorporó. Los cinco se reunieron alrededor del cilindro y miraron hacia el interior. Se oía el leve ruido del agua que goteaba. Eso era todo. Richie había llevado todas las cerillas que había encontrado en la habitación de Eddie. Encendió toda una caja y la arrojó adentro. Por un momento vieron la cobertura interior del cilindro y el bulto silencioso de la bomba. Eso era todo.

—Tal vez no funciona desde hace tiempo —dijo Richie, intranquilo—. No tiene por qué haber pasado justamente hoy.

—Ha sido hace muy poco —apuntó Ben—. Desde la última lluvia, por lo menos.

Tomó otra caja de cerillas, encendió una y señaló las raspaduras nuevas.

—Ab-b-b-ajo hay algo —dijo Bill, mientras Ben apagaba la cerilla.

—¿Qué? —preguntó Ben.

—N-n-no sé. Pa-pa-parecía una co-correa. T-t-tú y Ri-Richie, ayudadme a d-darle la vu-vuelta.

Aferraron la tapa y la volvieron como a una moneda gigantesca. Esa vez fue Beverly quien encendió la cerilla mientras Ben levantaba cautelosamente el bolso oculto bajo la tapa. Lo mostró sosteniéndolo por la correa. Beverly iba a sacudir la cerilla cuando vio la cara de Bill y quedó petrificada hasta que la llama le tocó la punta de los dedos. Entonces la dejó caer con una leve exclamación.

—¿Qué pasa, Bill?

Los ojos de Bill parecían haber adquirido mucho peso. No podían apartarse de ese raído bolso de cuero y de su larga correa. De pronto recordó hasta el nombre de la canción que estaban emitiendo por radio en la tienda donde se lo había comprado a Audra. Era Sausalito Summer Nights. La rareza suprema. Su boca se había quedado sin saliva; la lengua y la cara interior de las mejillas parecían de cromo. Oyó los grillos, vio las luciérnagas, olió el verdor que crecía alrededor, y pensó: Es otra triquiñuela, otra ilusión; ella está en Inglaterra y esto es sólo un golpe bajo porque Eso está asustado, oh, sí. Tal vez Eso no se siente tan seguro como cuando nos convocó para que volviéramos y en realidad, Bill, piensa bien: ¿cuántos bolsos de cuero con correas largas habrá en el mundo? ¿Un millón? ¿Diez millones?

Más, probablemente. Pero sólo uno como ése. Lo había comprado para Audra en una marroquinería de Burbank mientras una radio, en la trastienda, emitía Sausalito Summer Nights.

—¿Bill?

La mano de Beverly en su hombro, sacudiéndolo. Muy lejos. Veintisiete leguas bajo el mar. ¿Cómo se llamaba el grupo que cantaba Sausalito Summer Nights? Richie lo sabría.

—Yo también lo sé —dijo Bill, tranquilamente, ante la cara asustada de Richie. Y sonrió—. Era Diesel. ¿Qué te parece esa memoria absoluta?

—Bill, ¿qué pasa? —susurró Richie.

Bill soltó un alarido. Arrancó las cerillas de la mano de Beverly, encendió una y tomó bruscamente el bolso que Ben sostenía.

—Coño, Bill, ¿qué…?

Corrió la cremallera del bolso y lo vació. Lo que cayó era Audra a tal punto que, por un momento, ni siquiera pudo volver a gritar. Entre los pañuelos de papel, las barras de chicle y los artículos de maquillaje, vio un paquete de caramelos de menta… y la polvera con piedras preciosas que Freddie Firestone le había regalado al firmarse el contrato de El desván.

—Ahí ab-b-bajo está m-m-mi mujer —dijo.

Y cayó de rodillas para guardar las cosas en el bolso. Sin siquiera darse cuenta, se apartó con la mano un mechón de pelo que ya no existía.

—¿Tu esposa? ¿Audra? —Beverly parecía horrorizada. Tenía los ojos desorbitados.

—S-s-su bolso. Sus c-c-cosas…

—Por Dios, Bill —murmuró Richie—. Eso no puede ser, lo sab…

Bill había encontrado la billetera de lagarto y la enseñó, abierta. Richie encendió otra cerilla y se encontró mirando una cara que había visto en cinco o seis películas, la fotografía del carnet de conducir no era atractiva, pero ofrecía una prueba concluyente.

—P-p-pero He-e-enry ha muerto y Victor y B-b-belch… ¿Quién la atrapó? —Se levantó, mirando en redondo con febril intensidad—. ¿Quién la atrapó?

Ben le puso una mano en el hombro.

—Será mejor que bajemos a averiguarlo, ¿no?

Bill lo miró, como si no estuviera seguro de quién era ese hombre. Por fin sus ojos se aclararon.

—S-sí —dijo—. ¿E-Eddie?

—Lo siento, Bill.

—¿Pu-puedes s-s-subir?

—No sería la primera vez.

Bill se agachó y Eddie le ciñó el cuello con el brazo derecho. Ben y Richie lo alzaron hasta que pudo rodearle la cintura con las piernas. Mientras, Bill pasaba torpemente una pierna sobre el borde del cilindro. Ben vio que Eddie tenía los ojos fuertemente cerrados… y por un instante creyó oír el ruido de la carga de caballería más fea del mundo al abrirse paso por entre los matorrales. Se volvió, casi esperando que los tres aparecieran entre la niebla y los espinos, pero sólo se oía la brisa, cada vez más fuerte, haciendo repiquetear los bambúes a unos cuatrocientos metros de allí. Sus antiguos enemigos habían desaparecido en su totalidad.

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