It (Eso) – Stephen King

Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso del mar: todo eso pone nervioso a Eddie. Cuando Eddie está nervioso necesita de su inhalador. Se lo mete en la boca y dispara una nube de rocío revitalizante a su garganta.

Hay pocas personas en las calles por las que pasa, y sólo uno o dos peatones en los puentes para cruce; ellos desmienten la impresión de haber caído en un relato lovecraftiano, de ciudades condenadas, demonios ancestrales y monstruos de nombres impronunciables. Allí, amontonados en torno de las señales que indican paradas de autobús, hay camareras, enfermeras, empleados públicos, rostros desnudos y abotagados por el sueño.

Así me gusta —piensa Eddie, pasando bajo un cartel que reza: PUENTE TOBIN—. Así me gusta: limítense a los autobuses. Olvídense del subterráneo. Los subterráneos son mala idea; yo no bajaría a ellos, si estuviera en su lugar. Abajo no. En los túneles no.

Es una mala idea para tenerla en la cabeza; si no se deshace pronto de ella, necesitará otra vez de su inhalador. Cabe agradecer que en el puente Tobin el tránsito sea más denso. Pasa junto a un monumento en construcción; a un lado, se lee una advertencia algo intranquilizante: ¡NO CORRAS! ¡TE ESPERAMOS!

Allí un letrero verde indica: I-95 A MAINE — A TODA NUEVA INGLATERRA. Le echa un vistazo y, de pronto, un escalofrío lo sacude hasta los huesos. Sus manos se sueldan momentáneamente al volante del Cadillac. Le gustaría creer que son los primeros síntomas de alguna enfermedad, un virus, tal vez una de las «fiebres intermitentes» de su madre, pero sabe que no es así. Es la ciudad erguida tras él, silenciosamente detenida en el filo que separa el día de la noche, y lo que ese cartel le promete. Está enfermo, sí, de eso no cabe duda, pero no se trata de un virus ni de una fiebre intermitente. Ha sido envenenado por sus propios recuerdos.

Tengo miedo —piensa Eddie—. Era eso lo que estaba siempre en el fondo. El miedo. Eso era todo. Pero al final, creo que, de algún modo, lo invertimos. Lo usamos. ¿Cómo?

No lo recuerda. Se pregunta si alguno de los otros lo recordará. Por el bien de todos, espera que así sea.

Un camión pasa zumbando a su izquierda. Eddie, que aún lleva las luces encendidas, hace un guiño con los faros en cuanto el camión se adelanta a distancia prudencial. Lo hace sin pensar. Se ha convertido en algo automático, como parte de su trabajo de conducir. El invisible conductor del camión, a su vez, hace dos rápidos guiños con sus intermitentes, agradeciéndole la cortesía. Si todo fuera tan fácil y sencillo, piensa Eddie.

Sigue los carteles hasta la I-95. El tránsito hacia el norte es escaso, aunque las vías hacia el sur, a la ciudad, comienzan a llenarse a pesar de la hora temprana. Eddie conduce el gran coche como flotando, previendo casi todas las señales de tráfico y ubicándose en el carril correcto mucho antes de lo necesario. Hace años, literalmente, que no pasa de largo ante la salida buscada. Elige sus carriles tan automáticamente como ha indicado al camionero que podía adelantar sin problemas, tan automáticamente como, en otros tiempos, encontró el camino en el laberinto de senderos de Los Barrens, allá en Derry. El hecho de que nunca antes había conducido por los alrededores de Boston, una de las ciudades más confusas de Norteamérica para el automovilista, no parece importar mucho.

De pronto recuerda algo más sobre aquel verano, algo que Bill le dijo un día: «Tienes una b-b-brújula en la c-c-cabeza, E-E-Eddie».

¡Qué complacido quedó con eso! Vuelve a sentirse complacido mientras el Cadillac 1984 vuela hacia el puesto de peaje. Aumenta la velocidad hasta el límite legal de cien kilómetros por hora y busca música tranquila en la radio. En aquellos tiempos habría podido morir por Bill, si hubiera sido necesario. Con que Bill se lo hubiera pedido, Eddie se habría limitado a responder: «Por supuesto, Gran Bill. ¿Tienes pensado cuándo?».

Eddie ríe ante eso. No es mucha risa, sólo un resoplido, pero basta para provocarle una risa de verdad. Últimamente no ríe casi nunca, y en ese negro peregrinaje no esperaba, por cierto, mucha risada (esa palabra era de Richie; quería decir carcajadas, como cuando preguntaba: «¿Alguna buena risada por tu lado en lo que va del día, Eds?»). Pero es de suponer que, si Dios tiene la crueldad de conceder a los fieles lo que más desean en la vida, bien puede caer en la perversidad de repartir una o dos risadas por el camino.

—¿Alguna buena risada por tu lado, últimamente, Eds? —pregunta en voz alta.

Y vuelve a reír. Joder, cómo detestaba que Richie le llamara Eds… Pero también, en cierto modo, le gustaba. Así como a Ben Hanscom terminó por gustarle, tal vez, que Richie le llamara Parva. Era algo así como… un nombre secreto. Una identidad secreta. Un modo de ser alguien completamente aparte de los miedos, las esperanzas, las exigencias constantes de los padres. Richie no sacaba bien una sola de sus bienamadas voces, pero tal vez sabía lo importante que era, para descastados como ellos, convertirse a veces en otras personas.

Eddie echa un vistazo al cambio alineado pulcramente sobre el tablero del Cadillac; acomodar el cambio es otra de las triquiñuelas automáticas del oficio. Cuando llegan los puestos de peaje, no conviene andar buscando la moneda correspondiente, sólo para descubrir que estamos en un peaje automático sin el cambio necesario.

Entre las monedas hay dos o tres dólares de plata falsa. Siempre tiene unos cuantos a mano, porque los peajes automáticos de las autopistas de Nueva York los aceptan.

Y eso enciende otra de esas luces en su mente: dólares de plata. Pero no esos sándwiches de cobre, sino dólares de plata de verdad, con la Libertad estampada en una cara, vestida de gasas. Los dólares de plata de Ben Hanscom. Sí, pero ¿no fue Bill, o Ben, o Beverly, quien una vez usó esas monedas de plata para salvarles la vida? No está muy seguro. En realidad, no está muy seguro de nada. ¿O es que no quiere recordar?

Allá dentro estaba oscuro —piensa súbitamente. Eso lo recuerda—. Allá dentro estaba oscuro.

Boston ya ha quedado bien atrás y la niebla comienza a levantarse. Hacia delante están MAINE N. H. y TODA NUEVA INGLATERRA. Hacia delante está Derry, y en Derry hay algo que debería haber muerto hace veintisiete años, pero que de algún modo no murió. Algo con tantas caras como Lon Chaney. Pero ¿qué es eso, en realidad? ¿Acaso no lo vieron, al final, como realmente era, con todas las máscaras descartadas?

Ah, recuerda tantas cosas…, pero no lo suficiente.

Recuerda que amaba a Bill Denbrough; recuerda muy bien eso. Bill nunca se burlaba de su asma. Bill nunca le llamaba «mariquita llorón». Quería a Bill como habría querido a un hermano mayor… o a su padre. Bill sabía qué hacer. A dónde ir. Qué cosas ver. Bill nunca era obstáculo para nada. Cuando se corría con Bill, se corría como si a uno lo llevara el diablo y se reía mucho… pero casi nunca se perdía el aliento. Y casi nunca perder el aliento era grandioso, qué joder, tanto que Eddie se lo diría a todo el mundo. Cuando uno corría con el gran Bill, había risadas todos los días.

—Claro, chico, toooodos los días —dice, en una de las voces de Richie Tozier, y vuelve a reír.

Había sido idea de Bill hacer ese dique en Los Barrens, y en cierto modo fue el dique lo que los unió a todos. Ben Hanscom fue el que les mostró cómo construirlo… y lo hicieron tan bien que se metieron en líos con el señor Nell, el policía de la zona. Pero había sido idea de Bill. Y aunque todos, menos Richie, habían visto, en Derry, cosas muy extrañas, terroríficas, desde principios de ese año, fue Bill el primero en reunir valor para decir algo en voz alta.

Ese dique.

Ese maldito dique.

Se acordó de Victor Criss: «Adios, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso».

Un día después, Ben Hanscom, sonriente, les decía:

«Podríamos.

»Podríamos inundar.

«Podríamos inundar Los»

2

Barrens enteros, si quisiéramos.

Bill y Eddie miraron a Ben con cara de duda; luego, las cosas que Ben había llevado: algunas tablas (sustraídas del patio trasero del señor McKibbon, sin duda, pero eso no importaba, porque el señor McKibbon, probablemente, se las había sustraído a alguien), una maza y una pala.

—No sé —dijo Eddie, mirando a Bill de reojo—. Ayer, cuando probamos, no funcionó muy bien. La corriente se llevaba los palos.

—Pero con esto va a funcionar —aseguró Ben.

Él también miraba a Bill, esperando la decisión final.

—B-bueno, p-p-probemos —dijo Bill—. E-e-e-esta ma-mañana llamé a R-r-richie Tozier. Va a v-v-venir más t-t-tarde, dijo. A lo mejor él y St-St-Stanley quieren ay-ayudar.

—¿Qué Stanley? —preguntó Ben.

—Uris —completó Eddie.

Estaba observando cautelosamente a Bill; ese día se le notaba algo diferente, menos entusiasmado con la idea de hacer un dique. Bill estaba pálido ese día, como distante.

—¿Stanley Uris? Creo que no lo conozco. ¿Va a la Derry?

—Es de nuestra edad, pero ya terminó cuarto —aclaró Eddie—. Empezó la escuela un año después, porque cuando era pequeño siempre estaba enfermo. Si crees que ayer te dieron una buena paliza, deberías alegrarte de no estar en el pellejo de Stan. A Stan siempre lo están moliendo a palos.

—Es j-j-judío —explicó Bill—. A m-m-muchos chi-chicos no les g-gusta porque es ju-ju-judío.

—¿Ah, sí? —se extrañó Ben, impresionado—. ¿Judío? —Después de una pausa, añadió, con cautela—: ¿Es como ser turco… o más bien como ser egipcio?

—Creo que m-m-más bien como ser tur-tur-turco —dijo Bill. Cogió una de las tablas que Ben había traído y la estudió. Medía alrededor de un metro ochenta de largo y casi un metro de ancho—. Mi p-p-papá dice que c-c-casi todos los ju-judíos son na-narigones y t-t-tienen muchi-muchísima pasta p-p-p-pero St-St-St…

—Pero Stan tiene una nariz como todas y nunca tiene un centavo —le ayudó Eddie.

—Sí —confirmó Bill, y esbozó una verdadera sonrisa por primera vez en el día.

Ben sonrió.

Eddie sonrió.

Bill arrojó la tabla a un lado y se levantó para sacudirse los vaqueros. Cuando bajó al borde del arroyo, los otros dos le siguieron. Bill hundió las manos en los bolsillos traseros, con un hondo suspiro. Eddie estaba seguro de que su amigo iba a decir algo grave. Bill miró a Eddie, luego a Ben y, finalmente, a Eddie otra vez. Ya no sonreía, y Eddie tuvo miedo de pronto.

Pero Bill sólo dijo:

—¿Tienes tu inhalador, E-Eddie?

El chico se dio una palmada en el bolsillo.

—Estoy armado —dijo.

—Oye, ¿cómo fue lo de la chocolatada? —preguntó Ben.

Eddie se echó a reír.

—¡Grandioso! —confirmó.

Él y Ben rompieron en una carcajada, mientras Bill los miraba, sonriente, pero desconcertado. Cuando Eddie le explicó el asunto, él hizo una señal de asentimiento.

—L-l-la ma-madre de Eddie t-t-tiene mi-miedo de que él se rompa y no co-co-consiga re-repuesto.

Eddie resopló e hizo ademán de empujarlo al arroyo.

—Cuidado con lo que haces, caraculo —dijo Bill, imitando curiosamente la voz de Henry Bowers—. Te voy a volver la cara de un puñetazo y podrás mirarte cuando te limpies.

Ben cayó al suelo, chillando de risa. Bill le dirigió una mirada, sin dejar de sonreír, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Sonreía, sí, pero algo lejano, algo distraído. Miró a Eddie y después señaló a Ben con la cabeza.

—El ch-chico está m-medio t-t-tocado —dijo.

—Sí —concordó Eddie. Pero algo le hacía sentir que se limitaban a representar un rato agradable. Bill tenía algo en la cabeza. Probablemente lo diría cuando estuviese dispuesto. Ahora bien: ¿Eddie tenía ganas de enterarse?—. Este chico es mentalmente retardado.

—Petardeado —sugirió Ben, aún riendo.

—¿V-v-vas a enseñ-ñ-ñarnos c-c-cómo se hace un dique o p-p-piensas pasarte el día con el c-c-culo en el suelo?

Ben volvió a levantarse. Miró primero el arroyo, que discurría a velocidad moderada. El Kenduskeag no era muy ancho en esa parte de Los Barrens, pero el día anterior los había derrotado. Ni Bill ni Eddie habían podido descubrir el modo de resistirse a la corriente. Pero Ben sonreía con la sonrisa de alguien que piensa hacer algo nuevo, algo divertido, pero no muy difícil. Eddie pensó: Él sabe cómo hacerlo; creo que sabe, sí.

Autore(a)s: