It (Eso) – Stephen King

5

Hacia las cuatro, los cinco abandonaron el trabajo. Se sentaron en el barranco, mucho más arriba (el punto donde Bill, Ben y Eddie habían almorzado estaba ya bajo el agua), para contemplar la obra. Hasta a Ben le costaba creérselo. Sentía una mezcla de triunfo, cansancio e inquietud, casi miedo. Se descubrió pensando en la película Fantasía y en el ratón Mickey, aprendiz de brujo, que había sabido lo suficiente como para poner en marcha las escobas, pero no para detenerlas.

—Increíble, joder —dijo Richie Tozier suavemente, mientras se subía las gafas al puente de la nariz.

Eddie le echó un vistazo, pero aquello no era una de sus actuaciones: Richie estaba pensativo, casi solemne.

Al otro lado del arroyo, donde la tierra se elevaba para inclinarse luego colina abajo, habían creado un nuevo sector pantanoso. Los arbustos se erguían desde treinta centímetros de agua. Aun bajo sus miradas, el pantano seguía estirando nuevos pseudópodos hacia el oeste. Detrás del dique, el Kenduskeag, llano e inocuo esa misma mañana, se había convertido en una quieta y henchida extensión de agua.

Hacia las dos, el estanque ensanchado tras el dique había socavado tanto la ribera que las esclusas habían tomado el tamaño de riachos. Todos, menos Ben, salieron en una expedición de emergencia por el vertedero en busca de más materiales. Ben, mientras tanto, rellenaba metódicamente las filtraciones.

Los expedicionarios volvieron, no sólo con tablas, sino con cuatro neumáticos viejos, la portezuela herrumbrada de un Hudson 1949 y una gran chapa de acero corrugado. Bajo la dirección de Ben, agregaron dos alas al dique original bloqueando la salida del agua por los lados. Con esas alas inclinadas hacia atrás, contracorriente, el dique funcionaba aún mejor que antes.

—Cómo arreglaste a ese maldito —dijo Richie—. Eres un genio, tío.

Ben sonrió.

—No ha sido nada.

—Tengo cigarrillos —dijo Richie—. ¿Os apetece?

Sacó el arrugado paquete blanco y rojo de sus pantalones y lo pasó. Eddie lo rechazó pensando en lo que podía hacer un cigarrillo a su asma. Stan también rehusó. Bill tomó uno y Ben lo imitó, tras un instante de vacilación. Richie sacó un librillo de cerillas y encendió primero el de Ben y luego el de Bill. Estaba a punto de encender el suyo cuando Bill le apagó la cerilla de un soplido.

—Muchas gracias, Denbrough, pedazo de capullo —dijo Richie.

Bill sonrió, como pidiendo disculpas.

—Tres con un solo fós-fós-fósforo —dijo—. T-t-t-trae ma-mala suerte…

—Mala suerte la de tus padres, cuando tú naciste —replicó Richie.

Y encendió otra cerilla para su cigarrillo. Después se acostó y cruzó los brazos detrás de la cabeza. El cigarrillo brotaba hacia arriba entre los dientes.

—El sabor de la calidad —dijo, repitiendo la propaganda de esa marca. Después giró la cabeza para mirar a Eddie con un guiño—. ¿Verdad, Eds?

Eddie vio que Ben lo miraba con una mezcla de admiración y cautela. Era comprensible. Él conocía a Richie Tozier desde hacía cuatro años, pero aún no lo entendía. Richie sacaba nueves y dieces en su boletín de calificaciones, pero también regulares y deficientes en conducta. El padre le armaba un escándalo y la madre lloraba cada vez que pasaba eso. Entonces Richie juraba portarse mejor y tal vez cumplía… por quince o veinte días. El problema era que Richie no podía quedarse quieto por más de un minuto seguido; en cuanto a mantener la boca cerrada, jamás. Allí abajo, en Los Barrens, eso no le provocaba muchos problemas, pero Los Barrens no eran la Tierra de Nunca Jamás. Ellos sólo podían ser los Niños Salvajes por unas pocas horas diarias (la idea de que un niño salvaje llevara un inhalador en el bolsillo trasero hizo sonreír a Eddie). Lo único malo de Los Barrens era que uno siempre tenía que irse. Allá fuera, en el mundo adulto, las tonterías de Richie siempre causaban líos… entre los adultos, lo cual era grave, y entre tipos como Henry Bowers, lo que era todavía peor.

Su llegada, esa tarde, había sido un ejemplo perfecto. Ben apenas había tenido tiempo de decir «hola» antes de que Richie cayera de rodillas a sus pies iniciando una serie de grotescas reverencias con los brazos y las manos abofeteando el barro cada vez que se inclinaba. Al mismo tiempo, comenzó a hablar con una de sus Voces.

Richie tenía diez o doce Voces diferentes. Una tarde de lluvia había dicho a Eddie, en la buhardilla del garaje de los Kaspbrak, mientras leían revistas de La pequeña Lulú, que su ambición era llegar a ser el mayor ventrílocuo del mundo. Sería mejor que Edgar Bergen y participaría todas las semanas en El Show de Ed Sullivan. Eddie lo admiraba por esa ambición, pero preveía dificultades. Para empezar, todas las Voces de Richie se parecían mucho a la voz de Richie Tozier. Eso no impedía que Richie fuera divertido, de vez en cuando, porque lo era. Cuando se refería a las agudezas verbales y a los pedos audibles, la terminología de Richie era la misma: para él, eso era soltarse uno bueno y se pasaba la vida soltándose buenos de ambas especies, generalmente cuando no debía. En segundo término, cuando Richie oficiaba de ventrílocuo, movía los labios un poco en todos los sonidos y en los de «p» y «b» los movía mucho. Tercero, cuando Richie decía que iba a hacer imitaciones con la voz, habitualmente no la proyectaba muy lejos. Casi todos sus amigos eran demasiado buenos (o se divertían demasiado con el encanto le Richie, a veces agotador) como para mencionarle esos pequeños fallos.

Mientras se prosternaba frenéticamente delante del sorprendido y azorado Ben Hanscom, Richie usó la Voz que llamaba «del negro Jim».

—¡Pero vean, vean, si es Parva Calhoun! —vociferó—. ¡No se me caiga encima, señó Parva, señó! ¡Me va’ce puré, señó! Ciento cincuenta kilos de ca’ne que se mueve, un metro de teta a teta, Parva huele iguá que mie’da de pantera. Lo llevo donde quiera, señó, pero no se caiga encima, encima de este pobre negrito.

—No te preocupes —dijo Bill—. As-s-sí es Ri-richie. E-e-está chi-chi-flado.

Richie se levantó de un salto.

—Oí muy claramente eso, Denbrough. Si no me deja en paz, le arrojaré encima a Parva, aquí presente.

—La m-m-mejor p-p-parte de ti se es-escurrió p-p-por las pi-piernas de t-t-tu padre.

—Cierto —dijo Richie—, pero mira cuánto material de primera quedó. ¿Cómo estás, Parva? Richie Tozier, Hacedor de Voces por profesión, a tu servicio.

Tendió la mano. Ben, completamente aturdido, iba a estrechársela cuando Richie la retiró. Ben se quedó parpadeando. Por fin Richie le estrechó la mano.

—Me llamo Ben Hanscom, por si te interesa —dijo Ben.

—Te he visto en la escuela. —Richie señaló con un amplio ademán el estanque, cada vez más extenso—. Seguramente eso ha sido idea tuya. Estos inútiles no sabrían encender un petardo con un lanzallamas.

—Tu abuela, Richie —dijo Eddie.

—Ah, ¿eso significa que la idea fue tuya, Eds? Caramba, disculpa. —Se arrojó a los pies de Eddie y comenzó otra vez con sus locas reverencias.

—¡Basta, levántate, que me estás salpicando de barro! —chilló Eddie.

Richie volvió a levantarse de un salto y le pellizcó la mejilla.

—¡Ay, qué rico! —exclamó.

—¡Basta! ¡Detesto eso que haces!

—Confiesa, Eds: ¿quién construyó el dique?

—B-B-Ben nos enseñó c-c-cómo se hacía —dijo Bill.

—Muy bien. —Richie giró en redondo y descubrió a Stanley Uris de pie tras él, con las manos en los bolsillos, observando tranquilamente la actuación de su compañero—. Te presento a Stan el Galán. Uris, Parva. Stan es judío. Él mató a Jesucristo. Al menos, eso es lo que Victor Criss me dijo un día. Desde entonces le hago la pelota. Imagínate: si es tan viejo, ha de tener edad para comprarnos unas latas de cerveza. ¿No es cierto, Stan?

—Creo que ése debe haber sido mi padre —aclaró Stan, en voz baja y agradable.

Eso hizo que todos se deshicieron en risas, incluido Ben. Eddie rió hasta quedar jadeante y con lágrimas en las mejillas.

—¡Uno bueno! —exclamó Richie, paseándose con los brazos sobre la cabeza, como los árbitros de fútbol para señalar que un tanto ha sido válido—. ¡Stan el Galán soltó uno bueno! ¡Vivimos un momento histórico! ¡Aleluya!

—Hola —dijo Stan a Ben, como si no prestara la menor atención a Richie.

—Hola —respondió Ben—. En segundo curso estuvimos juntos. Tú eras el chico que…

—… nunca decía nada —terminó Stan, sonriendo un poco.

—Eso.

—Stan no es capaz de decir «mierda» aunque la tenga en la boca —dijo Richie—. Y mira que muchas veces tiene la boca llena de eso. ¡Alelu…!

—B-b-basta, Richie —dijo Bill.

—Bueno, pero primero debo deciros otra cosa, aunque me duela en el alma. Creo que estáis perdiendo el dique. El valle está a punto de inundarse, compinches. Saquemos primero a las mujeres y a los niños.

Y Richie, sin molestarse en arremangarse los pantalones, ni siquiera en quitarse las zapatillas, saltó al agua y empezó a plantar panes de césped contra el ala más próxima de la represa, donde la persistente correntada empezaba a brotar en arroyos lodosos. Sus anteojos tenían una patilla remendada con cinta adhesiva, y el extremo suelto le flameaba contra el pómulo mientras trabajaba. Bill sorprendió la mirada de Eddie y sonrió un poco, encogiéndose de hombros. Así era Richie. Era capaz de volverlo a uno loco de atar… pero resultaba agradable como compañía.

Pasaron una hora más trabajando en el dique. Richie obedecía de muy buena gana las órdenes de Ben (que se habían vuelto algo vacilantes, con otros dos chicos bajo su mando) y cumplía con ellas a ritmo frenético. Cuando cada misión quedaba satisfecha, se presentaba nuevamente ante Ben para recibir otra misión, ejecutando una venia al estilo británico, mientras entrechocaba los talones mojados de sus zapatillas. De vez en cuando arengaba a los otros con una de sus Voces, ya la del comandante alemán, ya la de Toodles, el mayordomo inglés, el senador del Sur (que se parecía bastante al Gallo Claudio y, con el correr del tiempo, originaría un personaje llamado Buford Kissdrivel) y el locutor de Noticiarios Cinematográficos.

La obra no avanzaba: volaba. Y ahora, poco antes de las cinco, mientras descansaban sentados en la ribera, parecía que ya tenían el asunto dominado. La portezuela de coche, la lámina de acero arrugado y los viejos neumáticos se habían convertido en la segunda etapa del dique, todo ello sostenido por una enorme colina de tierra y piedras. Bill, Ben y Richie fumaban; Stan estaba tendido de espaldas. Un extraño habría pensado que estaba mirando el cielo, pero Eddie lo conocía mejor. Stan estaba observando los árboles al otro lado del arroyo, atento a cualquier pájaro que pudiera anotar en su libreta esa noche. Eddie se había sentado con las piernas cruzadas, placenteramente cansado y bastante feliz. En ese momento, los otros le parecían los mejores tíos con quienes uno podía entablar amistad. Encajaban bien; era como si los bordes de cada uno coincidieran con los de los otros. No hubiera podido explicarlo mejor, y en realidad no había por qué explicarlo. Decidió que bastaba con que fuera así.

Miró a Ben, que sostenía con torpeza su cigarrillo a medio fumar escupiendo con frecuencia, como si no le gustara su sabor. Le vio apagarlo y cubrir con tierra la larga colilla.

Ben levantó la vista. Al ver que Eddie lo observaba, desvió los ojos, avergonzado.

Entonces Eddie se volvió hacia Bill y vio en su cara algo que no le gustó. Bill estaba mirando los árboles y los matorrales, al otro lado del arroyo, con los ojos grises y pensativos. Esa expresión cavilosa estaba otra vez allí. Se lo veía casi como perseguido por fantasmas.

Como si le leyera los pensamientos, Bill se giró hacia él. Eddie le sonrió, pero no hubo respuesta a su sonrisa. Bill apagó su cigarrillo y paseó la vista entre los otros. Hasta Richie se había retirado al silencio de sus propias cavilaciones, algo que ocurría con la frecuencia de los eclipses lunares.

Eddie sabía que Bill rara vez decía algo de importancia, a menos que el silencio fuera absoluto, porque le costaba mucho hablar. Y de pronto lamentó no tener nada que decir. Deseó que Richie se lanzara con una de sus Voces. Tuvo la súbita seguridad de que Bill iba a abrir la boca para decir algo terrible, algo que lo cambiaría todo. Eddie tomó automáticamente su inhalador y lo retuvo en la mano, sin darse cuenta.

—O-o-oíd, ¿p-p-puedo cont-contaros a-a-algo? —pregunto Bill.

Todos lo miraron. ¡Suelta un chiste, Richie! —pensó Eddie—. Suelta un chiste, di algo muy ridículo, avergüénzalo. Lo que sea, me da igual. Cualquier cosa, con tal de que se calle. No sé qué va a decir, pero no quiero escuchar. No quiero que las cosas cambien. No quiero tener miedo.

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