It (Eso) – Stephen King

—Pero dices que te asustaste. ¿Qué motivos tenía el fantasma de George para asustarte, Bill?

—Ha d-d-de estar fuf-fuf-furioso conmigo. P-p-por hacerlo ma-matar. F-f-fue c-c-culpa mí-mía. Yo-yo-yo lo hice salir c-c-con el ba… con el ba…

Como no podía sacar la palabra, meció la mano en el aire. Richie asintió para demostrar que comprendía lo que Bill quería decir… pero no para mostrarse de acuerdo.

—No lo creo —dijo—. Si lo hubieras apuñalado en la espalda sería otra cosa. O si, por ejemplo, le hubieras dado un revólver de tu padre cargado para que jugara y él se hubiera matado de un tiro. Pero no era un revólver, sólo un barquito. No quisiste hacerle daño. Por el contrario —agregó Richie, levantando un dedo para agitarlo ante Bill con aires de abogado—, sólo querías que el pequeño se divirtiera un poco, ¿no?

Bill recordó, pensó con desesperada intensidad. Lo que Richie acababa de decir lo hacía sentir mejor con respecto a la muerte de George, por primera vez en meses enteros, pero una parte de él insistía, con tranquila firmeza, en que no podía sentirse mejor. Claro que fue culpa tuya, insistía esa parte de él; no del todo, tal vez, pero sí en parte.

De lo contrario, ¿por qué hay un sitio tan frío en el sofá, entre tu padre y tu madre? De lo contrario, ¿por qué nadie dice nada en la mesa durante la cena? Ahora sólo se oyen los tenedores y los cuchillos hasta que tú no aguantas más y preguntas si p-p-puedes levantarte, p-p-por favor.

Se hubiera dicho que él mismo era el fantasma, una presencia que hablaba y se movía, pero sin ser oída ni vista, apenas una cosa vagamente percibida, pero nunca aceptada como real.

No le gustaba la idea de ser culpable, pero la única alternativa que se le ocurría para explicar la conducta paterna era mucho peor: que todo el amor y la atención recibidos antes de sus padres habían sido, de algún modo, provocados por la presencia de George; al desaparecer George, no quedaba nada para él. Y todo eso había pasado al azar, sin motivo alguno. Y si uno aplicaba el oído a esa puerta podía oír los vientos de locura que soplaban dentro.

Por eso repasó lo que había hecho, sentido y dicho el día de la muerte de Georgie; una parte de él tenía la esperanza de que Richie tuviera razón; otra parte deseaba, con igual fuerza, que no fuera así. Él no había sido un santo con George, por cierto. Se habían peleado muchas veces, muchas. ¿Ese día, tal vez?

No, no se habían peleado. Para empezar, Bill todavía no estaba lo suficientemente repuesto como para pelearse con su hermano. Había estado durmiendo, soñando algo, soñando con

una tortuga

un animalito curioso, no recordaba cuál. Al despertar, la lluvia estaba amainando y George murmuraba para sus adentros, tristemente, en el comedor. Preguntó a George qué pasaba. Él pequeño fue a decirle que estaba tratando de hacer un barco de papel como lo enseñaba su Libro de Actividades, pero que le salía siempre mal. Bill le dijo que le llevara el libro. Y allí, sentado junto a Richie en los escalones del seminario, recordó cómo se habían encendido los ojos de su hermanito cuando el barco de papel salió bien y lo feliz que se había sentido también él porque Georgie lo tenía por un tipo estupendo, capaz de cualquier cosa. Se había sentido, en suma, como un gran hermano mayor.

El barquito había matado a George, pero Richie tenía razón: no era como haber dado a George un revólver cargado para que jugara. Bill no había tenido modo alguno de adivinar lo que iba a pasarle.

Aspiró hondo, estremecido, sintiendo algo así como si una roca (y el nunca había sabido que estaba allí), cayera rodando desde su pecho. De pronto se sintió mejor, mucho mejor con respecto a todo.

Abrió la boca para decírselo a Richie, pero en cambio rompió en llanto.

Alarmado, su amigo lo rodeó con un brazo (después de mirar alrededor, para asegurarse de que no estaban a la vista de nadie que pudiera tomarlos por dos maricas).

—Está bien —dijo—. Ya ha pasado todo, Bill, ¿verdad? Vamos, cierra las compuertas.

¡Yo n-n-no que-quería que lo m-m-ma-mataran! —sollozó Bill—. ¡NI SIQUIERA SE ME PASÓ POR LA CABEZA!

—Joder, Billy, ya lo sé —aseguró Richie—. Si querías sacártelo de encima, lo habrías empujado por la escalera o algo así. —Richie le palmeó el hombro y le dio un pequeño abrazo, un poco duro, antes de soltarlo—. Vamos, basta de lloriqueos, ¿eh? Pareces un bebé.

Poco a poco, Bill se calmó. Aún dolía, pero ese dolor parecía más limpio, como si se hubiera abierto de un tajo para sacarse algo que se le estaba pudriendo dentro. Y ese alivio aún estaba allí.

—No quería que lo m-m-mat-mataran —repitió—. Y s-s-si dices a al-al-alguien que est-que estuve llorando, t-t-te par-t-t-to la cara.

—No se lo diré a nadie —prometió Richie—, no te preocupes. Era tu hermano, qué coño. Si mataran a mi hermano, yo lloraría hasta que se me cayera la cabeza, joder.

—T-t-tú no t-t-tienes herm-hermano.

—Sí, pero si lo tuviera.

—¿Llo-llorarías?

—Claro. —Richie hizo una pausa, fijando en Bill su mirada cautelosa. Trataba de decidir si a Bill se le había pasado del todo. Aún seguía enjugándose los ojos enrojecidos con el trapo de los mocos, pero probablemente ya estaba bien—. Yo sólo quería decir que George no tiene motivos para perseguirte. Así que la foto puede tener alguna relación con… bueno, con eso otro. Con el payaso.

—A-a-a l-lo mejor Geor-George no s-s-sabe. A-l-lo me-mejor cree…

Richie comprendió lo que Bill estaba tratando de expresar y lo descartó con un ademán.

—Cuando uno estira la pata sabe todo lo que la gente pensaba de uno, Gran Bill. —Hablaba con el aire indulgente de un gran maestro que corrigiera las fatuas ideas de un patán—. Está en la Biblia. Allí dice: «Sí, aunque ahora no podemos ver mucho en el espejo, veremos a través de él como a través de una ventana cuando muramos». Eso está en la Primera a los Tesalonicenses o en la Segunda de Babilonios, ya lo olvidé. Es decir…

—Ya m-m-me d-d-doy c-c-cuenta —dijo Bill.

—Bueno, ¿y qué te parece?

—¿Qué?

—¿Vamos a ese cuarto a echar un vistazo? A lo mejor encontramos una pista sobre quién está matando a los chicos.

—T-t-tengo mu-mucho mi-miedo.

—Yo también —dijo Richie.

Pensaba que era sólo una tontería, algo para poner a Bill en movimiento. Pero entonces algo pesado se dio la vuelta en su estómago y descubrió que era cierto: estaba verde de miedo.

4

Los dos chicos entraron en la casa de los Denbrough como si fueran fantasmas.

El padre de Bill todavía estaba trabajando. Sharon Denbrough leía un libro sentada en la mesa de la cocina. El olor de la cena (pescado) se filtraba hasta el vestíbulo. Richie llamó a su casa para informar a su madre que no había muerto, que estaba en casa de Bill.

—¿Quién anda ahí? —preguntó la señora Denbrough cuando Richie colgó. Los chicos quedaron petrificados mirándose con aire de culpabilidad. Por fin Bill anunció:

—S-s-soy yo, mamá. Y Ri-ri-ri.

—Richie Tozier, señora —chilló su amigo.

—Hola, Richie —saludó, a su vez, la señora Denbrough, con voz desconectada, casi como si no estuviera allí—. ¿Quieres quedarte a cenar?

—Gracias, señora, pero mi madre va a pasar a buscarme dentro de media hora.

—Salúdala de mi parte, ¿quieres?

—Sí, señora, por supuesto.

—V-v-vamos —susurró Bill—. Ba-ba-basta de chá-chá-a-chara.

Subieron a la habitación de Bill. Estaba ordenada como habitación de chico, lo que significaba que sólo con echarle un vistazo habría dado a la madre un leve dolor de cabeza. Los estantes estaban atestados con una variada colección de libros y cómics. Había más revistas en el escritorio junto a una vieja máquina de escribir Underwood para oficinas que le habían regalado sus padres por Navidad, dos años antes; a veces Bill escribía cuentos con ella. Lo hacía con más frecuencia desde la muerte de George. La ficción parecía calmarle la mente.

En el suelo, al otro lado de la cama, había un tocadiscos con un montón de ropa amontonada sobre la tapa. Bill dejó la ropa en los cajones del escritorio y sacó los discos. Los repasó hasta elegir seis que colocó en el eje del plato. En cuanto encendió el aparato, los Fleetwoods comenzaron a cantar Come Softly Darling.

Richie se apretó la nariz. Bill sonrió, aunque el corazón le daba tumbos.

—A e-e-ellos n-no les g-g-gusta el r-r-rock. Es-éste me lo reg-regalaron p-p-para mi c-c-cumpleaños. Y dos de P-Pat B-Boone y T-T-Tommy Sands. Guardo l-los de Lit-Little Ri-Richard y Scream Jay Hawkins p-p-para c-cuando ellos n-no est-están. P-pero si ella oye mú-música creerá que est-tamos e-en mi hab-bi-tación. V-va-vamos.

La habitación de George estaba al otro lado del pasillo con la puerta cerrada. Richie la miró, humedeciéndose los labios.

—¿No la tienen bajo llave? —susurró a Bill.

De pronto sintió deseos de que estuviera cerrada con llave. Le costaba creer que esa idea había sido suya.

Bill, pálido, sacudió la cabeza e hizo girar el pomo. Entró y miró a Richie. Al cabo de un momento, Richie lo siguió. Bill cerró la puerta tras ellos apagando el sonido de los Fleetwoods. Richie dio un pequeño salto ante el suave chasquido de la cerradura.

Miró alrededor, temeroso pero lleno de intensa curiosidad al mismo tiempo. Lo primero que notó fue el olor a hongos secos en el aire. Hace rato que aquí nadie abre una ventana —pensó—. Caramba, aquí ni siquiera se respira. Ésa es la sensación que da. Se estremeció levemente ante la idea y volvió a humedecerse los labios.

Sus ojos se detuvieron en la cama de George y pensó que el niño dormía ahora bajo un edredón de tierra en el cementerio. Pudriéndose. No tenía las manos cruzadas porque se necesitan dos manos para cruzar sobre el pecho y a Georgie lo habían enterrado con una sola.

De su garganta escapó un ruidito. Bill lo miró con aire inquisitivo.

—Tienes razón —dijo Richie, con voz ronca—. Esto da miedo. No me explico cómo soportas entrar solo.

—Él e-e-era m-mi her-hermano —dijo Bill, simplemente—. A veces m-m-me v-vienen g-g-ganas.

En las paredes había pósters para niños. En uno estaban los sobrinos del Pato Donald marchando hacia la espesura con el uniforme de los boy scouts. Otro, coloreado por el mismo George, mostraba a Mr. Do deteniendo el tráfico para que un grupo de niños cruzara la calle hacia la escuela. Abajo decía: Mr. Do dice ¡ESPERA LA SEÑAL DEL GUARDIA!

El niño no se preocupaba mucho por escribir recto —pensó Richie y enseguida se estremeció. El niño tampoco podría mejorar jamás su caligrafía. Richie miró la mesa que había junto a la ventana. La señora Denbrough había puesto allí todos los boletines de notas de George, entreabiertos. Al mirarlos, sabiendo que no habría ningún otro, sabiendo que George había muerto antes de aprender a no pasarse del borde al colorear, sabiendo que su vida había terminado eterna e irrevocablemente con esos pocos boletines de parvulario y primer grado, la ruda verdad de la muerte abrumó a Richie por primera vez. Era como si una gran caja de hierro cayera en su cerebro hundiéndose allí—. ¡Yo también puedo morir! —gritó su mente, de pronto, con traicionado horror—. ¡Cualquiera puede morir! ¡Cualquiera puede morir!

—Oh, Dios, Dios —balbuceó, con voz estremecida, y no pudo agregar nada más.

—Sí —dijo Bill, casi en un susurro. Se sentó en la cama de George—. Mira.

Richie siguió el dedo con que Bill señalaba y vio el álbum de fotografías cerrado en el suelo. MIS FOTOGRAFÍAS —leyó Richie—. GEORGE DENBROUGH, EDAD 6 AÑOS.

¡Seis años! —Chilló su mente, con el mismo tono de estridente traición—. ¡Seis años para siempre! ¡A cualquiera podría pasarle! ¡A cualquiera, joder!

—Est-estaba ab-ab-abierto —apuntó Bill—. Antes.

—Se cerró —dijo Richie, intranquilo, sentándose en el borde de la cama, junto a Bill, para mirar el álbum—. Muchos libros se cierran solos.

—Las hoj-hoj-hojas, sí, p-p-pero la t-tapa nu-nunca. Y s-s-se cerró. —Bill miró a Richie con solemnidad, muy oscuros los ojos en su cara pálida y cansada—. P-p-pero qu-quiere que t-t-tú lo ab-ab-abras de n-n-nuevo. Creo.

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