El combate de la Tapera – Eduardo Acevedo Díaz

Según algunos autores, El combate de la tapera, constituye el primer gran cuento nacional uruguayo, uno de los más importantes de todas las épocas en el Uruguay y también un obra maestra, pieza fundamental del realismo en el Río de la Plata.

Es el relato, de dimensiones épicas, del ataque de que es objeto a lo largo de una noche un destacamento de quince hombres y dos mujeres soldados o «dragones» orientales por parte de una tropa de brasileños (llamados portugueses) de gran superioridad en número y armamento. Los orientales venían huyendo de la batalla del Catalán, que tuvo lugar en el norte de la Banda Oriental (hoy departamento de Artigas), el 4 de enero de 1817, junto al arroyo de ese nombre. La batalla marcó un momento clave en la campaña portuguesa de invasión de la Banda Oriental, que comenzó en 1816 y culminó con la ocupación de Montevideo en 1820.

Constituye, junto con la novela Soledad, de lo mejor de Acevedo Díaz.

En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1954, a partir de la cual se ha realizado esta.

I

Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace.

Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día.

La marcha había sido dura, sin descanso.

Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para calmar el ansia de los pulmones.

Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.

En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre.

Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además los jinetes, enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.

Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.

Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:

—Alto!

El destacamento se paró.

Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres-dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.

Dos grandes mastines con las colas borrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra.

Allí cerca, al frente, percibíase una “tapera” entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre “tacuaras” horizontales, agujereados y en parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.

Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semi-cegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de racimos negros y flores blancas.

—A formar en la tapera—dijo el sargento con ademán de imperio—. Los caballos de retaguardia con las mujeres, a que pellizquen… ¡Cabo Mauricio! Haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás del cicutal… Los otros adentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. Pie a tierra de dragones, y listo, ¡canejo!

La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio.

Ninguno replicó.

Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.

Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyose en el interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras, pusiéronse a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas.

Empezaban afanosamente a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche.

—Nadie pite—dijo el sargento—. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene… Cabo Mauricio! Vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusquee las cerdas… Mucho ojo y la oreja parada!

—Descuide, sargento—contestó el cabo con gran ronquera—; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.

Transcurrieron breves instantes de silencio.

Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo:

—Se me hace tropel… Ha de ser caballería que avanza.

Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente.

—Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. Va el pellejo, ¡barajo! Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los macarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa?

—Está a mitad—respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo incoloro de barboquejo de lonja sobada—. Mirá, güeno es darles un trago a los hombres…

—Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles.

Ciriaca se encaminó a saltos, evitando las “rosetas”, agachose y fue pasando el “chifle” de boca en boca.

Mientras esto hacía, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: “luna llena!”.

—¡Te ha de alumbrar muerto, zafao!—contestaba ella riendo al uno; y al otro:—¡largá lo ajeno, indino!; y al de más allá:—¡a ver si aflojás el chisme, mamón!

Y repartía cachetes.

—¡Poca vara alta quiero yo!—gritó el sargento con acento estentóreo—.Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. Apartate Ciriaca, que aurita no más chiflan las redondas!

En ese momento acrecentose el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos salvajes.

El pelotón contestó con brío.

La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se disipó bien pronto, para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos.

II

En los intervalos de las descargas, oíase el furioso ladrido de los mastines haciendo coro a los ternos y crudos juramentos.

Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado en forma de media luna para dominar la tapera con su fuego graneado.

En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos, en busca de Mauricio.

Cruzó el corto espacio que separaba a éste de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros.

Los tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de baquetas.

Uno estaba inmóvil, boca abajo.

La china le tiró de la melena, y notola inundada de un líquido caliente.

—¡Mirá!—exclamó—,le he dao en el testuz.

—Ya no traga saliva—añadió el cabo—. ¿Trujiste pólvora?

—Aquí hay, y balas que hacer tragar a los portugos. Lástima que estea oscuro… Cómo tiran esos mandrias!

Mauricio descargó su carabina.

Mientras extraía otro cartucho del saquillo, dijo, mordiéndolo:

—Antes que éste, ya quisieran ellos otro calor. Ah, si te agarran, Ciriaca! A la fija que castigan como a Fermina.

—Que vengan por carne!—barboteó la china.

Y esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con gran destreza.

—Fuego!—rugía la voz del sargento—.Al que afloje lo degüello con el mellao.

III

Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo hirieron y derribaron varios de los transidos matalones.

La segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, escurriose a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.

Era Cata—como la llamaban—una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo en vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sabe a la bandolera.

La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los ojos culebrones de las alturas o grandes “refucilos” en lenguaje campesino, alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.

Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de “mampuesta” sobre el lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.

Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en covulsiones sobre su jinete muerto.

De vez en cuando un trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.

Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.

A Cata le pareció por el eco que el resuello del trompa no era mucho, y que tenía miedo.

Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y la loma, y permitiole ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.

Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.

Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.

Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila.

Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos.

Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.

Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo.

Una de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herida, pero derribándola de costado.

En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.

Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.

En su avance felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.

Oía distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan firme como briosa.

Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aun formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzado o retrocediendo, según las voces imperativas.