It (Eso) – Stephen King

15

No ocurrió así, dijo Hagarty, cuando le dieron a leer la declaración de Chris Unwin. El payaso no había arrastrado a Adri hasta la ribera contraria; al menos, él no lo había visto. Y podía asegurar que, a esas alturas, había sido algo más que un observador desinteresado. A esas alturas estaba fuera de sí, qué coño.

El payaso, dijo, estaba de pie cerca de la ribera opuesta con el cuerpo chorreante de Adrian entre los brazos. El brazo derecho de Adri asomaba, tieso, por detrás de la cabeza del payaso. Y era cierto que la cara del payaso estaba contra la axila derecha de Adri, pero no lo mordía: estaba sonriendo. Hagarty le vio mirar por debajo del brazo de su amigo, sonriendo.

El payaso apretó los brazos de Adrian y Hagarty oyó un crujir de costillas.

Adri gritó.

—Flota con nosotros, Don —dijo el payaso, con su boca roja y sonriente.

Y entonces señaló con una mano enguantada hacia debajo del puente.

Contra la parte inferior del puente flotaban globos: no diez ni cien sino miles, rojos, azules, verdes, amarillos. Y en cada uno se leía, impreso: I ♥ DERRY!

16

—Bueno, parece que había muchos globos —dijo Reeves, dedicando otro guiño a Harold Gardener.

—Ya sé lo que puede pensar —reiteró Hagarty con la misma voz cansada.

—Y usted vio todos esos globos —dijo Gardener.

Don Hagarty levantó lentamente las manos hasta ponerlas frente a su cara.

—Los vi con tanta claridad como veo mis propios dedos en este momento. Miles de globos. Ni siquiera se podían ver los pilares del puente. Ondulaban un poco y parecían saltar. Se oía un ruido. Un ruido extraño, grave, chirriante. Era el que hacían al frotarse entre sí. Y cordeles. Había una selva de cordeles blancos colgando. Parecían blancas hebras de telaraña. El payaso se llevó a Adri allá abajo. Vi que su traje rozaba aquellos cordeles. Adri estaba haciendo unos ruidos horribles, como si se ahogara. Eché a andar hacia él… y el payaso volvió la cabeza. Entonces le vi los ojos y de inmediato comprendí quién era.

—¿Quién era, Don? —preguntó Harold Gardener, suavemente.

—Era Derry —dijo Don Hagarty—. Era esta ciudad.

—¿Y qué hizo usted entonces? —quiso saber Reeves.

—Eché a correr, pedazo de idiota —respondió Hagarty. Y estalló en lágrimas.

17

Harold Gardener se mantuvo tranquilo hasta el 13 de noviembre, un día antes de que John Garton y Steven Dubay fueran juzgados en el tribunal de Derry por el asesinato de Adrian Mellon. Ese día fue a ver a Tom Boutillier, fiscal auxiliar. Quería hablar de ese payaso. Boutillier no. Pero cuando vio que Gardener podía cometer alguna estupidez si no se le aconsejaba un poco, lo hizo.

—No había ningún payaso, Harold. Los únicos payasos, esa noche, eran esos tres muchachos. Lo sabes tan bien como yo.

—Pero hay dos testigos…

—Oh, esas chorradas. Unwin decidió sacar a relucir al Manco, con lo de «Nosotros no matamos al marica, pobrecito, fue el manco», en cuanto se dio cuenta de que se había metido en aguas profundas. En cuanto a Hagarty, estaba histérico. Había visto asesinar a su mejor amigo. No me sorprendería que hubiese visto ovnis.

Pero Boutillier tenía otras ideas. Gardener se lo leyó en los ojos. Eso de que el fiscal auxiliar esquivara la responsabilidad, lo irritó.

—Vamos —dijo—. Estamos hablando de dos testigos independientes. No me vengas con mierda.

—Ah, ¿quieres que hablemos de mierda? ¿Vas a decirme que crees en la existencia de un payaso vampiro bajo el puente de Main Street? Porque, para mí, eso sí que es una mierda.

—Bueno, no es eso lo que quiero decir, pero…

—¿O que Hagarty vio un billón de globos allá abajo, todos con la misma leyenda que llevaba su amante en el sombrero? Porque eso también es mierda, para mí.

—No, pero…

—Entonces, ¿para qué le das vueltas a todo esto?

—¡A ver si dejas de interrogarme a ! —rugió Gardener—. ¡Los dos describieron lo mismo, y ninguno de ellos sabía lo que el otro estaba diciendo!

Boutillier estaba sentado a su escritorio jugando con un lápiz. En ese momento, dejó el lápiz, se levantó y se acercó a Harold Gardener. Aunque medía doce centímetros menos, Gardener retrocedió un paso ante su enojo.

—¿Quieres perder el caso, Harold?

—No, por sup…

—¿Quieres que esos mierdas vivientes salgan en libertad?

—¡No!

—Bien. Perfecto. Ya que estamos de acuerdo en lo básico, te diré exactamente lo que pienso. Sí, probablemente había un hombre bajo el puente aquella noche. Tal vez hasta sea cierto que vestía de payaso, aunque, con todos los testigos a los que he interrogado, podría decirte que tal vez era un simple borracho o un vagabundo vestido con trapos viejos. Probablemente estaba allí buscando monedas caídas o restos de comida. Sus ojos hicieron el resto, Harold. ¿No crees que eso sí es posible?

—No lo sé —dijo Harold. Quería dejarse convencer, pero dada la exactitud de las dos descripciones… no. No lo creía posible.

—Y aquí vamos al fondo del asunto. No me importa si era Fofito o un tío vestido de Tío Sam. Si introducimos a ese individuo en el caso, el abogado defensor se agarrará a eso con uñas y dientes antes de los que se tarda en decir «Jack Robinson». Dirá que esos dos inocentes corderitos con el pelo recién cortado y los trajes nuevos, sólo arrojaron a ese homosexual de Mellon desde el puente para jugar. Y señalará que Mellon todavía estaba con vida después de la caída; para eso cuenta con el testimonio de Hagarty y con el de Unwin.

»Sus clientes no cometieron asesinato, ¡oh, no! Era un psicópata vestido de payaso. Si introducimos esto, es lo que va a pasar. Y tú lo sabes.

—De todos modos, Unwin hablará de eso.

—Pero Hagarty no —dijo Boutillier—. Porque él sí entiende. Y si Hagarty no lo confirma, ¿quién va a creer lo que diga Unwin?

—Bueno, para eso estamos nosotros —repasa Harold Gardener con una amargura de la que él mismo se sorprendió—. Pero supongo que nosotros tampoco diremos nada.

—¡No la tomes conmigo! —replicó Boutillier levantando las manos—. ¡Ellos lo mataron! No se limitaron a arrojarlo desde el puente. Garton llevaba una navaja. Mellon recibió siete puñaladas incluyendo una en el pulmón izquierdo y dos en los testículos. Las heridas coinciden con el arma. Tenía cuatro costillas rotas; eso lo hizo Dubay con un abrazo de oso. Tenía mordeduras, es cierto, en los brazos, en la mejilla izquierda y en el cuello. Creo que eso fue obra de Unwin y Garton, aunque sólo una coincide claramente y probablemente no sirva como prueba. Y sí, faltaba un gran pedazo de carne en la axila derecha. ¿Y qué? A alguno de ellos le gustaba morder de veras. Probablemente se excitó de lo lindo al hacerlo. Apostaría a que fue Garton, aunque jamás podremos probarlo. Y faltaba el lóbulo de una oreja.

Boutillier se interrumpió fulminando a Harold con la mirada.

—Si dejamos que aparezca esa historia del payaso, será imposible encarcelarlos. ¿Eso es lo que deseas?

—Ya te dije que no.

—El tipo era una loca, pero no hacía daño a nadie —agregó Boutillier—. Y paso a pasito aparecen esas tres lacras sociales, con sus botas militares, y le quitan la vida. Los quiero en la cárcel, amigo. Y si me entero de que les rompen el culo, allá en el correccional de Thomaston, les enviaré una tarjeta diciéndoles que ojalá les hayan contagiado el SIDA.

Muy feroz —pensó Gardener—. Y esas condenas quedarán muy bien en tu currículum cuando te presentes para el puesto máximo dentro de dos años.

Pero se marchó sin decir más, porque él también quería verlos entre rejas.

18

John Webber Garton fue declarado culpable de homicidio premeditado en primer grado y sentenciado a una pena de entre diez y veinte años en el presidio de Thomaston.

Steven Bishoff Dubay, convicto de homicidio en primer grado, recibió una condena de quince años en la cárcel de Shawshank.

Christopher Philip Unwin fue juzgado aparte, como delincuente juvenil y declarado culpable de homicidio en segundo grado. Fue sentenciado a seis meses en el correccional de South Windham, y quedó en libertad provisional, con la sentencia suspendida.

Al escribirse esto, las tres sentencias están bajo apelación. A Garton y a Dubay se les puede ver, en un día cualquiera, mirando a las chicas o jugando con monedas en Bassey Park, no lejos del sitio donde apareció el cadáver desgarrado de Mellon, flotando contra uno de los pilares, bajo el puente de Main Street.

Don Hagarty y Chris Unwin han abandonado la ciudad.

En el juicio principal, el de Garton y Dubay, nadie mencionó la existencia de un payaso.

III. SEIS LLAMADAS TELEFÓNICAS (1985)

1

Stanley Uris se da un baño

Patricia Uris diría más tarde a su madre que algo iba mal y ella debía haberlo sabido. Debía haberlo sabido, dijo, porque Stanley nunca se bañaba al anochecer. Tomaba una ducha por la mañana temprano y, a veces, un largo baño de inmersión por la noche con una revista en una mano y una cerveza fría en la otra. Pero los baños a las siete de la tarde no eran su estilo.

Además, estaba aquello de los libros. Stanley tendría que haber quedado encantado con eso; sin embargo, por algún motivo oscuro que ella no llegaba a comprender, parecía preocupado y deprimido. Unos tres meses antes de aquella noche terrible, Stanley había descubierto que un amigo de su infancia era escritor, pero no escritor de verdad, dijo Patricia a su madre, sino novelista. El nombre escrito en los libros era William Denbrough, pero Stanley solía referirse a él con el apodo de Bill el Tartaja. Había leído trabajosamente casi todos los libros de ese hombre. Aquella noche, la noche del baño, estaba leyendo el último. Era la noche del 28 de mayo de 1985. También Patty había cogido uno de esos libros, por pura curiosidad, sólo para dejarlo después de tres capítulos.

No era simplemente una novela, dijo a su madre más adelante, era deterror. Lo dijo exactamente así, en una sola palabra, como habría dicho desexo. Patty era una mujer dulce y bondadosa pero no se expresaba demasiado bien; habría querido contar lo mucho que el libro la había asustado y por qué la inquietaba tanto, pero no pudo. «Estaba lleno de monstruos —dijo—. Lleno de monstruos que perseguían a los niños. Había asesinatos y… no sé… sentimientos feos, sufrimientos. Cosas así». En realidad, le había parecido casi pornográfico. Esa palabra se le escapaba, probablemente porque la había pronunciado, aunque nunca sabía lo que significaba. «Pero Stan tenía la sensación de haber redescubierto a un amigo de la infancia… Habló de escribirle, pero yo sabía que no lo haría jamás… Sabía que esas novelas lo habían puesto mal a él también… y… y…».

Y entonces Patty Uris se echó a llorar.

Esa noche, cuando apenas faltaban seis meses para cumplirse veintiocho años desde aquel día de 1957 en que George Denbrough había conocido al payaso Pennywise, Stanley y Patty habían estado sentados en la salita de su casa, en un suburbio de Atlanta, con el televisor encendido. Patty, sentada en el sofá frente al aparato, repartía su atención entre un montón de ropa para repasar y Family Feud, el programa de juegos que tanto le gustaba. Adoraba a Richard Dawson, el presentador. La cadena de su reloj le parecía sumamente sexy, aunque no lo habría admitido ni en el potro de tortura. También le gustaba el programa porque casi siempre adivinaba las respuestas más populares. (En Family Feud[3] no había respuestas acertadas, había que adivinar las más frecuentes). Una vez había preguntado a Stan por qué a las familias del programa les resultaba tan difícil adivinar las respuestas cuando a ella le resultaba tan fácil. «Ha de ser mucho más difícil cuando estás allí, bajo los reflectores —había sugerido Stanley, y ella tuvo la sensación de que le cruzaba una sombra por la cara—. Todo es mucho más difícil cuando es real. Es entonces cuando te ahogas. Cuando es real».

Patty decidió que él debía de tener razón. A veces, Stanley era muy agudo en cuanto a la naturaleza humana. Mucho más que su viejo amigo, William Denbrough, que se había hecho rico escribiendo un montón de libros deterror, que apelaban a lo más bajo de la naturaleza humana.

¡Pero a los Uris no les iba nada mal, por cierto! El barrio donde vivían era de los elegantes. La casa que había comprado en 1979 por 87.000 dólares se podía vender rápidamente y sin dolor, por 165.000. Ella no tenía ningún interés en vender, pero siempre convenía saber ese tipo de cosas. A veces, cuando volvía del supermercado en su Volvo (Stanley tenía un Mercedes diesel, que ella en broma llama Sedanley) y veía su casa, elegantemente retirada tras el seto de tejos, pensaba: ¿Quién vive aquí? ¡Vaya, si soy yo, la señora Uris!

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