It (Eso) – Stephen King

8

El día era claro y fresco; había brisa. Richie caminaba casi bailando por Center Street hacia el Aladdin chasqueando los dedos y canturreando Rockin’ Robin por lo bajo. Se sentía muy bien. Ir al cine siempre lo hacía sentir bien; le encantaba ese mundo mágico, esos sueños mágicos. Sintió pena por todos los que tuvieran algo que hacer en un día tan bonito: Bill, con su terapia; Eddie, con sus tías; y el pobre Stan el Galán, que pasaría la tarde fregando los escalones del porche o barriendo el garaje sólo porque su platillo volador había girado a la derecha cuando debía hacerlo a la izquierda.

Richie sacó el yo-yo que llevaba en el bolsillo trasero y trató, nuevamente, de hacer el dormilón. Ansiaba adquirir esa habilidad, pero hasta el momento no había tenido éxito. Ese maldito chisme se negaba a hacer el truco: o bajaba en cuanto llegaba abajo o se detenía en la punta del cordel.

De pronto, en medio de la colina de Center Street vio a una chica de falda tableada beige y blusa blanca, sin mangas, sentada en un banco ante la tienda de Shook. Estaba tomando algo que parecía un helado de pistacho. El pelo castaño-rojizo, brillante, cuyos reflejos parecían cobrizos y a veces casi rubios, le llegaba a los omóplatos. Richie sólo conocía a una chica con ese color de pelo: Beverly Marsh.

A Richie le gustaba mucho Bev. Bueno, le gustaba, sí, pero no de ese modo. La admiraba por su aspecto (y sabía que no era el único; las chicas como Sally Mueller y Greta Bowie odiaban a Beverly como a la peste; aún eran demasiado jóvenes para comprender que, teniéndolo todo con tanta facilidad, tuvieran que competir en materia de aspecto con una chica que vivía en esos apartamentos horribles de la parte baja de Main Street), pero sobre todo porque era fuerte y poseía un agudo sentido del humor. Además, solía tener cigarrillos. Le gustaba, en resumen, porque era un buen colega. De cualquier modo, una o dos veces se había sorprendido preguntándose qué color de bragas llevaría bajo sus escasas faldas algo desteñidas. Y uno nunca piensa ese tipo de cosas sobre los colegas, ¿no?

Y Richie tuvo que admitir que para ser buen colega, era muy bonita.

Al acercarse al banco donde ella comía su helado, Richie cerró el cinturón de su invisible impermeable, se bajó un invisible sombrero y fingió ser Humphrey Bogart. Agregando la voz correcta, se convirtió en Humphrey Bogart… al menos a su modo de ver. Para cualquier otro, parecía Richie Tozier con un leve resfriado.

—Hola, teshoro —dijo, deslizándose hacia el banco donde ella, sentada, contemplaba el tráfico—. A qué eshperar aquí el autobúsh. Los nazish nosh han cortado la retirada. El último avión shale a medianoche. Tú viajarásh en él, él te neceshita, teshoro. Y también yo…, pero ya me las arreglaré.

—Hola, Richie —dijo Bev.

Cuando giró hacia él se le vio un moretón purpúreo en la mejilla derecha, como la sombra del ala de un cuervo. Una vez más, Richie quedó asombrado ante su tipo…, pero en ese momento se le ocurrió que era realmente bella. Nunca se le había ocurrido que pudiera haber chicas bellas fuera de las películas, ni que él pudiera conocer a una. Tal vez era ese moretón lo que le hacía ver la posibilidad de su belleza: un contraste esencial, un defecto peculiar que primero atraía la atención hacia sí y después, de algún modo, definía el resto: los ojos azul-grisáceos, los labios naturalmente rojos, la piel de niña, cremosa e impecable. Había una salpicadura de diminutas pecas en su nariz.

—¿Se te ha perdido algo? —preguntó ella, sacudiendo la cabeza con arrogancia.

—Tú, teshoro. Te hash puesto verde como quesho gruyère. Pero cuando shalgamosh de Cashablanca irásh al mejor shanatorio. Te volveremosh blanca otra vesh. Lo juro por mi shanta madre.

—No seas idiota, Richie. No te pareces en nada a Humphrey Bogart.

Pero al decirlo sonrió un poquito. Richie se sentó a su lado.

—¿No vas al cine?

—No tengo pelas —dijo ella—. ¿Me dejas ver tu yo-yo?

Él se lo dio.

—Tendría que arrojarlo al río —le dijo—. Se supone que debe hacer el dormilón, pero no sale. Me estafaron.

Ella pasó el dedo por el anillo del cordel y Richie se levantó las gafas hasta el puente de la nariz para ver lo que hacía. Beverly puso la palma hacia arriba, con el Duncan bien sujeto en el valle carnoso formado por su mano ahuecada y dejó deslizar el yo-yo por el dedo índice. Llegó exactamente hasta el extremo del cordel y quedó en dormilón. Cuando ella recogió los dedos, como para llamar a alguien, el artefacto despertó y trepó por el hilo hasta su mano.

—Jolín, mira eso —se asombró Richie.

—Eso es cosa de niños —dijo Bev—. Mira esto.

Volvió a arrojar el yo-yo. Lo dejó dormir por un momento y luego «paseó el perrito», en una serie de secas ascensiones, hasta subir a su mano otra vez.

—Basta, basta —protestó Richie—. Detesto las exhibiciones.

—¿Y qué te parece esto? —preguntó Bev, con una dulce sonrisa.

Llevó el Duncan rojo hacia atrás y hacia delante, terminando con dos Vueltas al Mundo (con las cuales estuvo a punto de golpear a una anciana, que los fulminó con la mirada). El yo-yo terminó en su palma ahuecada, con el cordel enroscado a su eje. Bev lo devolvió a Richie y se sentó otra vez. El chico se instaló junto a ella, con la boca abierta de una admiración sin afectaciones. Bev soltó una risita.

—Cierra la boca o te tragarás una mosca.

Richie cerró la boca secamente.

—Además, esa última parte fue pura suerte. Es la primera vez en mi vida que hago dos Vueltas al Mundo seguidas sin que se me pare.

Varios chicos pasaban junto a ellos, rumbo al cine. Peter Gordon pasó con Marcia Fadden. Se decía que salían juntos, pero Richie imaginaba que era sólo porque vivían en casas contiguas, en Broadway Oeste, y eran ambos tan tímidos que necesitaban del mutuo apoyo. Peter Gordon ya tenía una buena cosecha de acné, aunque sólo tenía doce años. A veces se juntaba con Bowers, Criss y Huggins, pero no tenía valor para intentar nada por su cuenta.

Echó un vistazo a Richie y a Bev, juntos en el banco, y canturreó:

—¡Richie y Beverly están de novios! Primero de novios, después casados…

—… y aquí viene Richie con un bebé alzado —concluyó Marcia, graznando de risa.

—Sentaos aquí, queridos —dijo Bev, mostrándoles el dedo medio.

Marcia apartó la vista, disgustada, como si no pudiera creer en semejante grosería. Gordon la rodeó con un brazo y dijo a Richie, sobre el hombro.

—A lo mejor nos vemos después, cuatro-ojos.

—A lo mejor ves la faja de tu madre —respondió Richie con picardía, aunque sin mucho sentido.

Beverly se derrumbó de risa. Por un momento se apoyó en el hombro de Richie y el chico tuvo tiempo de pensar que su contacto, la sensación de peso liviano, no era precisamente desagradable. Pero ella se incorporó enseguida.

—Qué par de gilipollas —dijo.

—Sí, creo que Marcia Fadden mea agua de rosas —dijo Richie.

A Beverly le dio otro ataque de risa.

—Chanel Número Cinco —murmuró, con voz apagada por las manos con que se cubría la boca.

—Seguro —confirmó Richie, aunque no tenía la menor idea de lo que era Chanel Número Cinco—. Oye, Bev…

—¿Qué?

—¿Me enseñas a hacer el dormilón?

—Probaré. Nunca he enseñado a nadie.

—Y tú, ¿cómo lo aprendiste? ¿Quién te enseñó?

Ella lo miró con disgusto.

—No me enseñó nadie. Lo imaginé, simplemente. Es como hacer girar un bastón de majorette. Lo hago de maravillas.

—Cuánta humildad —comentó Richie, poniendo los ojos en blanco.

—Bueno, pero es cierto. Y no tomé clases ni nada de eso.

—¿Sabes manejar el bastón?

—Claro.

—Vas a ser majorette en la secundaria, ¿eh?

Ella sonrió. Era una sonrisa que Richie nunca había visto: sabia, cínica y triste, todo al mismo tiempo. El chico retrocedió ante ese poder desconocido, tal como había retrocedido ante la fotografía móvil.

—Eso es para la gente como Marcia Fadden —dijo—. Ella, Sally Mueller y Greta Bowie, las que mean agua de rosas. Los padres ayudan a comprar el equipo de deporte y los uniformes; entonces ellas entran. Yo jamás seré majorette.

—Por Dios, Bev, no exageres.

—Claro que sí, si es la verdad. —Ella se encogió de hombros—. Pero no me importa. ¿A quién le interesa dar tumbos de carnero y enseñar las bragas a un millón de personas? Mira, Richie. Fíjate en esto.

Pasó los diez minutos siguientes mostrando a Richie cómo hacer el dormilón. Al final, el chico empezó a cogerle el truco, aunque sólo podía llevarlo hasta la mitad del cordel al despertarlo.

—Lo que pasa es que no tiras con suficiente fuerza —corrigió ella.

Richie miró el reloj del Trust Merril, al otro lado de la calle, y se levantó de un salto guardándose el yo-yo en el bolsillo trasero.

—Jolín, tengo que irme, Bev. Me espera el viejo Parva. Va a creer que cambié de opinión.

—¿Quién es Parva?

—Oh, Ben Hanscom. Pero yo le digo Parva. Como Parva Calhoun, el luchador, ¿entiendes?

Bev lo miró con el ceño fruncido.

—Eso no está bien. Ben me cae bien.

—¡No me azote, amita! —chilló Richie, con su voz de negrito, poniendo los ojos en blanco y juntando las manos—. No me azote, porque vo’a se’ bueno vo’a se’…

—Richie —dijo Bev, secamente.

Richie abandonó el intento.

—A mí también me cae bien —dijo—. Hace un par de días construimos un dique en Los Barrens y él…

—¿Vais allá abajo? ¿Tú y Ben jugáis allá?

—Sí, con un grupo de chicos. Allá abajo se está bien. —Richie volvió a mirar el reloj—. Tengo que irme, de veras. Ben me está esperando.

—Ya.

Él hizo una pausa, pensó y dijo:

—Si no tienes nada que hacer, ¿por qué no vienes conmigo?

—Ya te he dicho que no tengo dinero.

—Pago yo. Tengo un par de dólares.

Ella arrojó los restos de su barquillo en una papelera. Sus ojos, ese claro tono azul y gris, se volvieron hacia él con tranquila diversión. Fingiendo ahuecarse el peinado, preguntó:

—Oh, caramba, ¿debo tomar eso como una cita?

Por un momento, Richie se sintió extrañamente confundido. Hasta percibió el rubor que le subía a las mejillas. Había hecho la invitación de un modo perfectamente natural, tal como se la había hecho a Ben… aunque, ¿no le había dicho a Ben que podía devolverle el dinero? Sí. Y a Beverly no.

De pronto se sintió un poco raro. Había dejado caer los ojos, retrocediendo ante ese gesto burlón y en ese momento vio que la falda de la chica se había subido un poquito al inclinarse ella hacia la papelera; se le veían las rodillas. Levantó los ojos, pero no sirvió de nada, porque se encontró con la hinchazón de sus nacientes pechos.

Como solía hacer en momentos de confusión, se refugió en el absurdo.

—¡Sí! ¡Una cita! —vociferó, hincándose de rodillas ante ella con las manos entrelazadas—. ¡Dime que si, por favor! Si te niegas me mataré, te lo juro, ¿eh-wot? ¿Wot-wot?

—Oh, Richie, qué loco eres —protestó ella, riendo otra vez. Pero, ¿no estaba también un poco ruborizada? En todo caso, eso la hacía aún más bonita—. Levántate si no quieres que te arrastren.

Él se levantó y volvió a caer a su lado, recuperado el equilibrio. Estaba convencido de que unas pocas tonterías siempre servían contra el mareo.

—¿Quieres venir?

—Claro —aceptó ella—. Muchísimas gracias. ¡Imagínate, mi primera cita! No veo la hora de anotarlo en mi diario esta noche.

Apretó las manos contra el pecho, parpadeando con celeridad. Luego se echó a reír.

—Por qué no dejas de hablar de citas —protestó Richie.

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