It (Eso) – Stephen King

En el segundo estante, las vitaminas: allí tenemos la E, la C, la C con escaramujo. Hay B simple, complejo B y B-12. Hay L-Lysine, que se supone sirve para esos molestos problemas de la piel, y lecitina, que sirve para ese molesto colesterol acumulado dentro y alrededor del Gran Motor. Hay hierro, calcio y aceite de hígado de bacalao. Hay Myadec múltiples, Centrum múltiples y, en la cima del botiquín, solitaria, una enorme botella de Geritol, por las dudas.

Si avanzamos hasta el tercer estante de Eddie, encontraremos la flor y nata de los medicamentos comerciales. Ex-Lax, las pildoritas de Carter. Son para que Eddie Kaspbrak no deje de entregar la correspondencia. Aquí, a poca distancia, Pepto-Bismol y Estreptocarbocaftiazol, por si la entrega es demasiado abundante o dolorosa. También unos hisopos, en frasco con tapa de rosca, para mantener todo higienizado una vez que se ha cumplido el reparto, ya se trate de una simple circular o de una gran encomienda certificada. Hay Fórmula 44 para la tos, Dristán para los resfriados, y un gran frasco de aceite de castor. Una latita de Sucrets, por si a Eddie le duele la garganta, y un cuarteto de enjuagues bucales: Chloraseptic, Cepacol, Cepestal en inhalador y, por supuesto, el viejo Listerine, imitado con frecuencia, pero jamás igualado. Visine y Murine para los ojos. Quadriderm y Neosporin para la piel (segunda línea de defensa, por si el L-Lysine no responde a las expectativas), y algunas píldoras de tetraciclina.

Y a un lado, arracimados como amargos conspiradores, hay tres frascos de champú de brea.

El estante inferior está casi desierto, pero las cosas que hay allí son realmente serias: con esto se puede volar al espacio, sí. Con esto se puede volar más alto que el jet de Ben Hanscom y estrellarse con más fuerza que el de Thurman Munson. Allí hay Valium, Percodan, Elavil y Darvon Compound. También hay otra caja de Sucrets, pero sin Sucrets: si la abrimos, encontraremos en ella seis quaaludes.

Eddie Kaspbrak creía en el lema de los boy scouts.

Entró en el baño balanceando un bolso azul. Lo puso sobre el lavabo, descorrió la cremallera y, con manos estremecidas, empezó a echarle botellas, frascos, tubos, pomos y rociadores. En otras circunstancias, los habría tomado en cautelosos puñados, pero no había tiempo para sutilezas. Tal como Eddie veía las cosas, la alternativa era tan simple como brutal: avanzar y seguir avanzando o quedarse en un mismo sitio por el tiempo suficiente para empezar a pensar de qué se trataba y, sencillamente, morir de miedo.

—¿Eddie? —llamó Myra desde la planta baja—. Eddie, ¿qué estás haciendo?

Eddie dejó caer en el bolso la caja de Sucrets que contenía los estimulantes. El botiquín ya estaba casi vacío, descontando el Midol de Myra y un pomito de Blistex, casi agotado. Después de una breve pausa, tomó el Blistex. Cuando iba a cerrar el bolso, pensó un segundo más y dejó caer también el Midol[10] dentro del bolso. Ella podía comprar otro.

—¿Eddie?

La voz sonaba en ese momento desde la escalera.

Eddie terminó de cerrar la cremallera y salió del baño balanceando el bolso a su costado. Era un hombre bajito, de cara tímida y aconejada. Había perdido gran parte del pelo; el resto crecía en parches inquietos, multicolores. El peso del bolso lo escoraba notoriamente hacia un lado.

Una mujer extremadamente voluminosa estaba ascendiendo lentamente de la planta baja. Eddie oyó el crujido de la escalera, que protestaba bajo su peso.

—¿Qué estás hacieeeendo?

Eddie no necesitaba consultar con un psiquiatra para saber que, en cierto sentido, se había casado con su madre. Myra Kaspbrak era enorme. Al casarse con Eddie, cinco años antes, era sólo corpulenta, pero él solía pensar que su inconsciente había visto la enormidad potencial de esa mujer. Bien sabía Dios que su propia madre había sido una mole. Y Myra se las compuso para parecer más enorme que nunca al llegar a la planta alta. Llevaba puesto un camisón blanco, que se henchía como una colmena en el busto y en las caderas. Su cara, sin maquillar, era blanca y reluciente. Parecía muy asustada.

—Tengo que irme por un tiempo —dijo Eddie.

—¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamada telefónica fue ésa?

—Nada —dijo él, huyendo abruptamente por el pasillo hacia el enorme guardarropa.

Dejó en el suelo su bolso, abrió la puerta plegadiza y apartó los seis trajes negros idénticos que pendían allí, tan llamativos como una nube de tormenta contra las otras ropas, más coloridas. Para trabajar usaba siempre un traje negro. Se inclinó hacia el interior del armario, que olía a lana y a naftalina, y sacó de la parte trasera una de las maletas. Después de abrirla, empezó a llenarla de ropa.

La sombra de su mujer cayó sobre él.

—¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas? ¡Dímelo!

—No puedo decírtelo.

Ella permanecía allí, observándolo, tratando de pensar qué decir, qué hacer. Le cruzó por la mente la idea de empujarlo al interior del guardarropa y quedarse allí, con la espalda contra la puerta, hasta que se le hubiera pasado esa locura, pero no se decidió a hacerlo. Sin embargo, le habría sido fácil: medía siete u ocho centímetros más que él y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Pero si no sabía qué decir ni qué hacer era porque Eddie estaba actuando muy en contra de su modo de ser. No se hubiese sentido más horrorizada si, al entrar en el comedor, hubiese encontrado el nuevo televisor de pantalla gigante flotando en el aire.

—No puedes irte —se oyó decir—. Prometiste que me conseguirías el autógrafo de Al Pacino.

Era algo absurdo y Dios lo sabía, pero en ese momento, hasta un absurdo era mejor que nada.

—Ya lo tendrás —repuso Eddie—. Tendrás que procurártelo tú misma, ya que conducirás la limusina.

Un nuevo terror se unía a los que ya circulaban en la pobre cabeza aturdida de Myra. Lanzó un pequeño grito.

—No puedo… Yo nunca…

—Tendrás que hacerlo —dijo él, examinando sus zapatos—. No hay otra persona.

—¡Pero todos los uniformes se me han quedado pequeños! ¡Me ajustan demasiado el busto!

—Pide a Dolores que te agrande uno —sugirió él, implacable.

Descartó dos pares de zapatos, buscó una caja vacía y metió en ella un tercer par. Zapatos negros, de buena calidad, les quedaba mucho uso, pero estaban algo ajados para usarlos en el trabajo. Cuando uno se ganaba la vida paseando a la gente rica por Nueva York, a la gente rica y famosa, todo tenía que lucir a la perfección. Pero servirían para el sitio a donde iba. Y para lo que tuviera que hacer cuando llegara. Tal vez Richie Tozier…

Pero en ese momento lo amenazó la negrura, sintió que comenzaba a cerrársele la garganta. Eddie notó entonces, con verdadero pánico, que había cargado con toda una farmacia, olvidando lo más importante, su inhalador, en la planta baja, sobre el equipo estereofónico.

Cerró la maleta con violencia. Luego se volvió hacia Myra, que seguía allí, en el pasillo, con la mano contra la corta y gruesa columna de su cuello, como si fuera ella la que padecía de asma. Lo miraba fijamente, con la cara llena de perplejidad y de terror. Eddie habría sentido lástima por ella, de no ser porque su corazón ya estaba lleno de terror por sí mismo.

—¿Qué ha pasado, Eddie? ¿Quién era el que te llamó por teléfono? ¿Estás en dificultades? Tienes problemas, ¿no es cierto? ¿Qué problemas son?

Caminó hacia ella con el bolso en una mano y la maleta en la otra, más o menos derecho, ahora que el peso estaba mejor equilibrado. Myra se le puso enfrente bloqueándole el paso hacia la escalera. En un primer momento, pensó que no lo dejaría pasar. Pero, cuando su cara estaba a punto de estrellarse en el blando bloqueo de sus pechos, la mujer se apartó… con miedo. Al pasar Eddie sin detenerse, ella rompió en angustiosas lágrimas.

—¡No puedo llevar a Al Pacino! —baló—. ¡Me estrellaré contra el primer indicador que encuentre! ¡Estoy segura! ¡Eddie, tengo mieeeedo!

El echó un vistazo al reloj que estaba en la mesa, junto a la escalera. Las nueve y veinte. El empleado de Delta le había dicho que ya había perdido el último vuelo a Maine, el que salía de La Guardia a las ocho y veinticinco. Una llamada a Amtrak le había hecho descubrir que había un tren nocturno a Boston, partía de la estación a las once y media. Lo dejaría en South Station, donde podría tomar un taxi hasta las oficinas de Limusinas Cape Cod, en la Arlington Street. Cape Cod y Royal Crest, la compañía de Eddie, trabajaban en útil y recíproco acuerdo desde hacía años. Con una breve llamada a Butch Carrington, de Boston, solucionó su transporte rumbo al Norte. Butch dijo que le tendría un Cadillac listo, con el depósito lleno. Viajaría a lo grande, sin ningún cliente fastidioso sentado en el asiento trasero que le envenenara con su enorme cigarro y preguntara dónde podían encontrarse mujeres, cocaína o ambas cosas.

A lo grande, sí —pensó—. Para viajar a lo grande, tendrías que hacerlo en una carroza fúnebre. Pero no te preocupes, Eddie: así es, probablemente, como volverás si queda algo de ti que puedan recoger.

—¿Eddie?

Nueve y veinte. Tiempo de sobra para hablar con ella, para mostrarse amable. Ah, pero habría sido mejor que aquello hubiese sucedido la noche en que Myra salía para jugar al whist. Entonces él habría podido irse sigilosamente dejando una nota bajo uno de los imanes que había en la puerta de la nevera (era en la puerta de la nevera donde ponía todas las notas para Myra, pues allí no dejaba de verlas). Marcharse así, como un fugitivo, no estaba bien, pero aquello era todavía peor. Era como tener que abandonar el hogar otra vez. Y aquello le había resultado tan difícil que se había visto obligado a repetirlo tres veces.

A veces, el hogar está donde está el corazón —pensó Eddie, al azar—. Eso creo. Bobby Frist decía que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que volver, están obligados a recibirnos. Por desgracia, es también el sitio donde, cuando estamos allí, no quieren dejarnos salir.

De pie en lo alto de la escalera, momentáneamente detenido, lleno de miedo, sibilante la respiración en el tubo capilar al que se había reducido su garganta, contempló a su sollozante esposa.

—Acompáñame a la planta baja y te diré lo que pueda —dijo.

Dejó sus dos maletas en el vestíbulo, junto a la puerta. En ese momento recordó algo más… Mejor dicho, se lo recordó el fantasma de su madre que había muerto hacía varios años, pero que aún le hablaba mentalmente con frecuencia.

Sabes que, cuando te mojas los pies, siempre te resfrías, Eddie. Tú no eres como los otros: tienes un organismo muy débil, debes ser cuidadoso. Por eso debes usar siempre las botas de goma cuando llueve.

En Derry llovía mucho.

Eddie abrió el armario del vestíbulo, sacó las botas de goma del gancho que las sostenía con su limpia bolsa de plástico y las puso en la maleta.

Así me gusta, Eddie.

Había estado mirando la tele con Myra cuando una montaña le cayó encima. Eddie fue al comedor y presionó el botón que bajaba la pantalla de su MuralVision. Tomó el teléfono y pidió un taxi. El empleado le dijo que tardaría unos quince minutos. Eddie le contestó que no había problemas.

Después de colgar, cogió el inhalador que había sobre el costoso equipo Sony. Gasté mil quinientos dólares en un equipo de sonido que es una obra de arte, para que Myra no se perdiera una sola nota de su Barry Manilow y sus «Grandes Éxitos», pensó. De inmediato sintió una oleada de remordimientos. Eso no era justo y él lo sabía muy bien. Myra estaba tan satisfecha con sus viejos discos rayados como con el nuevo equipo de discos compactos, tal como había sido muy feliz en la pequeña casa de Queens, con sus cuatro habitaciones, y habría podido seguir allí hasta que ambos envejecieran (en verdad, ya había algo de nieve en la montaña de Eddie Kapsbrak). Si él había comprado ese equipo de lujo era por la misma razón que lo había hecho adquirir esa casona de Long Island, donde los dos repiqueteaban como dos guisantes olvidados en la lata: porque sus medios se lo permitían y porque era un modo de apaciguar la voz de su madre, suave, asustada, con frecuencia aturdida, siempre implacable. Eran maneras de decir: ¡Lo logré, mamá! Mira todo esto. ¡Lo logré! Ahora, por el amor de Dios, ¿quieres callarte un poco?

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