It (Eso) – Stephen King

Tercera parte
ADULTOS

El descenso
hecho de desesperaciones
y sin logros
realiza un nuevo despertar:
que es un reverso
de la desesperación.
Por lo que no podemos lograr, lo que
se niega al amor
lo que hemos perdido en la anticipación…
sigue un descenso,
infinito e indestructible.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson

¿No te dan ganas de ir a casa, ahora?
¿No te dan ganas de ir a casa?
Todos los hijos de Dios se cansan de vagabundear,
¿No te dan ganas de ir a casa?
¿No te dan ganas de ir a casa?

JOE SOUTH

X. LA REUNIÓN

1

Bill Denbrough coge un taxi

Estaba sonando el teléfono que lo arrancaba de un sueño demasiado profundo para soñar. Lo buscó a tientas, sin abrir los ojos, sin despertar sino a medias. Si hubiera dejado de sonar en ese momento, él habría podido volver a dormir sin pausa, tan fácil y simplemente como antes se deslizaba por las colinas nevadas del parque McCarron, en su Flexible Flyer. Uno corría con el trineo, se arrojaba en él y volaba hacia abajo como si fuera a la velocidad del sonido. De mayor ya no se puede hacer eso, podrías romperte las pelotas.

Sus dedos caminaron por el disco del teléfono, resbalaron y volvieron a trepar. Tuvo la vaga premonición de que sería Mike Hanlon; Mike Hanlon, que lo llamaba desde Derry diciéndole que debía volver, diciéndole que debía recordar, diciéndole que habían hecho una promesa, que Stan Uris les había cortado las palmas con un fragmento de botella y que todos habían hecho una promesa…

Pero todo eso ya había ocurrido.

Bill había llegado el día anterior, ya avanzada la tarde, muy poco antes de las seis, en realidad. Era de suponer que, si Mike lo había llamado el último, todos ellos habrían estado llegando a diversas horas; hasta era probable que alguno hubiera pasado allí la mayor parte del día. Por su parte, no había visto a ninguno, no sentía ninguna prisa por verlos. Después de registrarse en el hotel subió a su habitación y pidió que le subieran la comida allí; una vez que la tuvo ante sí, descubrió que no podía comer. Luego se había dejado caer en la cama para dormir sin sueños hasta ese momento.

Abrió un ojo y buscó torpemente el teléfono. Su mano cayó en la mesilla y él siguió tanteando mientras abría el otro ojo. Sentía la cabeza totalmente en blanco, totalmente desconectada, como si estuviera funcionando a pilas.

Por fin logró levantar el auricular. Se incorporó sobre un codo y se lo puso contra el oído.

—¿Sí?

—¿Bill?

Era la voz de Mike Hanlon; al menos, en eso había acertado. Una semana atrás no recordaba a Mike en absoluto, pero ahora bastaba una palabra para identificarlo. Era maravilloso…, pero de un modo aciago.

—Sí, Mike.

—Te he despertado, ¿no?

—Sí, pero no importa. —En la pared, sobre el televisor, había una pintura abismal de pescadores de langostas con impermeables amarillos y sombreros de lluvia tendiendo trampas. Al mirarlo, Bill recordó dónde estaba, en el «Town House» de Derry, el hotel de Main Street. Unos ochocientos metros más allá, cruzando la calle, estaba el parque Bassey, el puente de los Besos, el canal—. ¿Qué hora es, Mike?

—Diez menos cuarto.

—¿De qué día?

—Del treinta. —Mike parecía algo divertido.

—Sí. Claro.

—He organizado una pequeña reunión —dijo Mike. Sonaba tímido.

—¿Sí? —Bill sacó las piernas de la cama—. ¿Han llegado todos?

—Todos, menos Stan Uris —dijo Mike. De pronto había en su voz algo que no pudo interpretar—. La última fue Bev. Llegó anoche, ya tarde.

—¿Por qué dices que es la última, Mike? Stan podría aparecer hoy.

—Stan ha muerto, Bill.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Acaso el avión…?

—Nada de eso —dijo Mike—. Mira, si no te importa, creo que deberíamos esperar a estar juntos. Sería mejor contarlo a todos al mismo tiempo.

—¿Tiene algo que ver con esto?

—Sí, eso creo. —Mike hizo una breve pausa—. Estoy seguro.

Bill sintió el peso familiar del miedo que se instalaba otra vez en torno a su corazón. Entonces, ¿uno se acostumbraba tan pronto a eso? ¿O lo había llevado siempre consigo, sin sentirlo, sin pensar, como el hecho inevitable de su propia muerte?

Buscó sus cigarrillos, encendió uno y apagó la cerilla con la primera bocanada.

—¿Ayer no se reunió nadie?

—No…, no lo creo.

—Y tú aún no has visto a ninguno de nosotros.

—No, sólo os he hablado por teléfono.

—De acuerdo —dijo Bill—. ¿Dónde se hace la reunión?

—¿Recuerdas dónde estaba la vieja fundición?

—Por supuesto. En Pasture Road.

—Estás atrasado, viejo. Ahora se llama Mail Road. Tenemos la tercera galería comercial de este estado. «Cuarenta y ocho tiendas diferentes bajo un mismo techo, para su comodidad al comprar».

—Suena muy n-n-norteamericano, sí.

—¿Bill?

—¿Qué?

—¿Estás bien?

—Sí.

Pero su corazón palpitaba demasiado rápido y la punta del cigarrillo le temblaba un poquito. Había tartamudeado. Mike lo sabía. Hubo un momento de silencio. Luego Mike dijo:

—Pasando la galería hay un restaurante llamado Jade Oriental. Tienen salas privadas para grupos. Ayer reservé una. Podemos ocuparla toda la tarde, si queremos.

—¿Crees que podemos tardar tanto?

—No sé, en realidad.

—Si cojo un taxi, ¿sabrá dónde llevarme?

—Por supuesto.

—Bueno —dijo Bill y anotó el nombre del restaurante en el bloc que había junto al teléfono—. ¿Por qué allí?

—Porque es nuevo, supongo —dijo Mike, lentamente—. Me pareció…, no sé…

—¿Terreno neutral? —sugirió Bill.

—Sí, supongo que eso es.

—¿La comida es buena?

—No lo sé. ¿Cómo está tu apetito?

Bill soltó una bocanada de humo y algo que era a medias una risa, a medias una tos.

—No muy bien, viejo.

—Sí, ya te oigo —dijo Mike.

—¿A mediodía?

—Alrededor de la una, mejor. Dejemos que Beverly ronque un poco más.

Bill apagó el cigarrillo.

—¿Se casó?

Mike volvió a vacilar.

—Ya nos pondremos al día con todo —dijo.

—Como cuando uno vuelve a la reunión de la secundaria, diez años después, ¿no? —comentó Bill—. Hay que ver quién engordó, quién está calvo, quién tiene hij-j-jos.

—Ojalá fuera eso —dijo Mike.

—Sí, ojalá, Mikey, ojalá.

Colgó el teléfono. Se dio una larga ducha y pidió un desayuno que no deseaba. Apenas lo probó. No, su apetito no andaba nada bien, en verdad.

Bill llamó a la Compañía de Taxis Big Yellow y pidió que pasaran a recogerlo a la una menos cuarto pensando que quince minutos sería tiempo más que suficiente como para llegar a Pastare Road (le era totalmente imposible llamarlo Mail Road, aún después de ver, con sus propios ojos, la galería comercial). Pero había subestimado el embotellamiento de tráfico a la hora de comer… y lo mucho que Derry había crecido.

En 1958, Derry era sólo una pequeña ciudad con unos treinta mil habitantes entre los límites del municipio y otros siete mil, quizás, en los suburbios.

Ahora se había convertido en una ciudad importante, muy pequeña todavía, comparada con Londres o Nueva York, pero próspera, considerando el nivel de Maine, donde Portland, la ciudad más grande del estado, apenas podía jactarse de contar con trescientas mil almas.

Mientras el taxi avanzaba lentamente por Main Street («Ahora vamos sobre el canal —pensó Bill—; no se lo ve, pero está allí abajo, corriendo en la oscuridad») y luego tomaba Center, su primer pensamiento fue bastante predecible: cuánto había cambiado todo. Pero el pensamiento predecible vino acompañado de un profundo horror que nunca habría esperado. Recordaba su niñez como un tiempo nervioso, lleno de temores, no sólo por el verano de 1958, en que siete de ellos se habían enfrentado al terror, sino por la muerte de George, el profundo sueño en que sus padres parecían haber caído después de esa muerte, las burlas constantes por su tartamudez, Bowers, Huggins y Criss, que los perseguían continuamente tras la pelea a pedradas en Los Barrens

(Bowers, Huggins y Criss, oh, cielos. Bowers, Huggins y Criss, oh cielos)

y la simple sensación de que Derry era fría, de que Derry era dura, de que a Derry le importaba un cuerno si ellos vivían o morían y, mucho menos, si triunfaban o no sobre el Payaso Pennywise. Los habitantes de Derry llevaban mucho tiempo viviendo con Pennywise, con todos sus disfraces… y tal vez, de algún modo descabellado, habían llegado a comprenderlo. A tenerle simpatía, a necesitarlo. ¿A amarlo? Tal vez. Sí, tal vez eso también.

Entonces, ¿por qué ese horror?

Tal vez porque el cambio, de algún modo, parecía muy opaco. O porque Derry parecía haber perdido, para él, su rostro esencial.

El Teatro Bijou había desaparecido reemplazado por un aparcamiento (SÓLO PARA PERSONAS AUTORIZADAS, anunciaba el cartel sobre la rampa. LOS INTRUSOS SERÁN RETIRADOS POR LA GRÚA). El Shoboat y el comedor de Bailley, los locales vecinos, también habían desaparecido dejando lugar a una sucursal del Northern National Bank. De la endeble estructura de hormigón en bloque sobresalía un indicador digital que marcaba la hora y la temperatura en grados Fahrenheit y Celsius. La farmacia Center, cubil del señor Keene, el sitio donde Bill había comprado el medicamento para el asma de Eddie, tampoco estaba. El callejón de Richard se había convertido en un extraño híbrido llamado «minigalería». Cuando el taxi se detuvo ante un semáforo en rojo, Bill miró dentro y pudo ver una tienda de discos, una casa de productos dietéticos y un local de juguetes y juegos electrónicos que anunciaba una liquidación de piezas de Scalectrix.

El taxi reanudó la marcha con una sacudida.

—Vamos a tardar un rato —dijo el conductor—. Me gustaría que todos estos malditos bancos se perdieran a la hora del almuerzo. Perdone mi lengua, si usted es religioso.

—Está bien —dijo Bill. Fuera estaba muy nublado. En ese momento, unas cuantas gotas de lluvia golpearon el parabrisas. La radio murmuraba algo sobre un paciente fugado de un asilo para enfermos mentales, en alguna parte, que parecía ser muy peligroso, después siguió murmurando sobre los Red Sox que de peligrosos no tenían nada. Chaparrones aislados, después aclarando. Cuando Barry Manilow empezó a gemir por Mandy, que venía y daba sin tomar nada, el taxista apagó la radio de un manotazo.

—¿Cuándo los construyeron?

—¿Los bancos?

—Sí.

—A finales de los años sesenta o principios de los setenta, casi todos —dijo el taxista. Era un hombre grande de cuello enrojecido. Llevaba una cazadora a cuadros rojos y negros con una gorra de color naranja fosforescente plantada en la cabeza; tenía manchas de aceite de motor—. Consiguieron ese dinero para renovación y lo usaron para tirar todo abajo. Vinieron los bancos. Creo que eran los únicos que podían venir. Menuda porquería, ¿no? Renovación urbana, lo llaman. Renovación, una mierda, digo yo. Y perdone mi lengua, si usted es religioso. Se habló mucho de que iban a revitalizar el centro de la ciudad. ¡Ja, bonita revitalización! Tiraron casi todos los negocios de antes y pusieron un montón de bancos y aparcamientos. Y nadie encuentra un mísero sitio para aparcar. Habría que colgar a todo el Concejo Municipal de los cojones, eso es lo que habría que hacer. Menos a esa mujer, la Polock, que también es concejal. A ella habría que colgarla de las tetas. Pensándolo bien, creo que no tiene. Es más lisa que una tabla, la hija puta. Y perdone mi lengua, si usted es religioso.

—En realidad, soy religioso —dijo Bill, sonriente.

—Entonces le conviene bajarse de mi taxi y meterse en la iglesia, que joder —dijo el taxista.

Y los dos estallaron en una carcajada.

—¿Hace mucho que vive aquí? —preguntó Bill.

—Toda la vida. Nací en el Hospital Municipal y me echarán a pudrir en el cementerio de Monte Esperanza.

—Qué bien —comentó Bill.

—Psé, qué bien —dijo el taxista. Carraspeó, bajó la ventanilla y escupió al aire lluvioso un larguísimo gargajo verdoso. Su actitud, contradictoria, pero atractiva, casi picante, era de sombrío buen humor—. El que agarre eso no tendrá que comprar chicles por toda una semana, joder. Y perdone mi lengua si usted es religioso.

—No todo ha cambiado —dijo Bill. El deprimente desfile de bancos y parkings se iba deslizando hacia atrás a medida que ascendían por Center. Más allá de la colina y pasando por el First National Bank, empezaron a tomar cierta velocidad—. El Aladdin todavía está.

—Psé —reconoció el taxista—. Pero se salvó, por un pelo, se salvó. Los muy hijos de puta querían tirarlo abajo, también.

—¿Para hacer otro banco? —preguntó Bill.

Una parte de él descubría, divertida, que la otra parte se horrorizaba ante la idea. No podía creer que nadie en su sano juicio quisiera derribar esa majestuosa cúpula de placer, con su centelleante araña de cristal, sus curvas escalinatas y su elefantiásico telón que no se limitaba a abrirse cuando empezaba el espectáculo, sino que se elevaba en mágicos pliegues, pinzas y drapeados, todo iluminado desde abajo en fabulosos tonos de rojo, azul, amarillo y verde, mientras las poleas, arriba, gruñían y repiqueteaban. El Aladdin no —exclamaba esa horrorizada parte de él—. ¿Cómo pudieron siquiera pensar en derribar el Aladdin para hacer un BANCO?

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