It (Eso) – Stephen King

—Vamos —dijo, con voz no muy firme—. Vamos, antes de que me acobarde.

Bill hizo un gesto de asentimiento y clavó la mirada en Eddie.

—¿Po-po-p-podrás, E-e-eddie?

El chico asintió.

—Por supuesto. La última vez estaba solo. Esta vez estoy con mis amigos, ¿me explico?

Los miró, sonriendo un poquito. Su expresión era tímida, frágil y muy hermosa.

Richie le dio una palmada en la espalda.

—Así me gusta, señorrr. Si alguien quiere robarrrle el inhaladorrr, lo matamos. Pero lo matamos poquito a poco.

—Qué mal te sale el tono mexicano, Richie —rió Bev.

—Deb-debajo del p-p-porche —dijo Bill—. Se-se-guidme todos. Después, al s-s-sótano.

—Si tú vas delante y esa cosa salta sobre ti, ¿qué hago? —preguntó Beverly—. ¿Disparo a través de ti?

—Sí, si es n-n-necesario. P-p-pero su-sugiero q-q-que trates pri-primero de dar la vu-vuelta.

Richie rió nerviosamente.

—R-r-revis-revisaremos toda la c-c-casa, s-s-si hace f-f-falta. —Bill se encogió de hombros—. Q-q-quizá no haya n-n-nada.

—¿Te parece? —preguntó Mike.

—No —dijo Bill—. Es-s-so está a-a-aquí.

Ben también estaba seguro. La casa de Neibolt Street parecía envuelta en un vaho venenoso. No estaba a la vista, pero se lo podía percibir. Se humedeció los labios con la lengua.

—¿Li-listos? —preguntó Bill.

Todos se volvieron para mirarle.

—Listos, Bill —dijo Richie.

—V-v-vamos. Síg-sígueme de ce-cerca, B-Beverly.

Se dejó caer de rodillas y avanzó a rastras por entre los rosales marchitos hasta meterse debajo del porche.

8

Entraron por este orden: Bill, Beverly, Ben, Eddie, Richie, Stan y Mike.

Las hojas, debajo del porche, crepitaban dejando escapar un olor viejo y agrio. Ben arrugó la nariz. ¿Alguna vez había percibido ese olor en las hojas muertas? Estaba seguro de que no. Y entonces lo asaltó una idea desagradable. Esas hojas olían como debían de oler las momias un momento después de que el arqueólogo abriese el ataúd: a polvo y a amargo ácido tánico.

Bill había llegado a la ventana rota del sótano y estaba mirando hacia dentro. Beverly se arrastró hasta su lado.

—¿Ves algo?

Bill sacudió la cabeza.

—P-p-pero eso n-n-no qui-quiere decir n-n-nada. M-m-mira: ahí est-t-tá el carbón p-p-por donde salimos Ri-Ri-Richie y yo.

Ben, que miraba por entre ambos, vio la montaña. Además del susto, sentía cierta excitación que recibió de buen grado al reconocerla instintivamente como arma. Ese montón de carbón era como una señal distintiva en el paisaje, que uno sólo conocía por los libros o por las conversaciones ajenas.

Bill giró en redondo y se deslizó por la ventana. Beverly entregó el tirachinas a Ben plegándole los dedos sobre la honda y la bolita acurrucada en ella.

—Dámela en cuanto llegue abajo —le recomendó—. Inmediatamente.

—Entendido.

Ella se dejó caer, con agilidad, fácilmente. Para Ben, por lo menos, hubo un instante deslumbrador cuando los faldones de la blusa se le escaparon de los vaqueros, descubriendo un vientre blanco y plano. También la emoción de sentir sus manos al recibir el Bullseye.

—Ya la tengo. Baja tú.

Ben giró en redondo y empezó a retorcerse para pasar por la ventana. Habría debido prever lo que ocurrió de inmediato; era casi inevitable que se atascara. Su trasero chocó con el marco de la ventana y no le permitió avanzar más. Trató de salir y se dio cuenta, horrorizado, de que podía ir hacia fuera, pero con grave peligro de que los pantalones (y quizá también los calzoncillos) se le bajaran hasta las rodillas. Y allí quedaría, con su enorme trasero prácticamente en la cara de su amada.

—¡Date prisa! —dijo Eddie.

Ben tironeó ceñudamente con ambas manos. Por un momento le fue imposible moverse, pero al fin sus posaderas atravesaron el agujero. Los vaqueros se le clavaron dolorosamente en las ingles estrujándole los testículos. La parte alta de la ventana le enroscó la camisa hasta los omóplatos. Ahora era la barriga lo que le impedía seguir.

—Húndela, Parva —dijo Richie entre risitas histéricas—. Si no la hundes, tendremos que enviar a Mike por el tractor de su padre para sacarte de ahí.

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, apretando los dientes.

Hundió el estómago tanto como pudo, luchando contra el pánico y la claustrofobia. Su cara se había puesto roja, brillante de sudor. El agrio olor de las hojas seguía en su nariz, sofocante.

—¡Bill! ¿No podéis tirar de mí?

Sintió que Bill lo sujetaba por un tobillo y Beverly por el otro. Volvió a hundir el estómago y, un momento después, caía a tumbos por la ventana. Bill lo sostuvo y ambos estuvieron a punto de caer. Ben no se atrevía a mirar a la chica. Nunca en su vida se había sentido tan avergonzado como en ese momento.

—¿E-e-estás bien, tío?

—Sí.

Bill soltó una risa temblorosa. Beverly se le agregó y un momento después Ben también pudo reír un poco, aunque pasarían años antes de que pudiese ver algo remotamente divertido en lo que acababa de ocurrir.

—¡Eh! —llamó Richie desde arriba—. Eddie necesita ayuda, ¿entendéis?

—Va-vale —dijo Bill.

Él y Ben se colocaron bajo la ventana. Eddie entró deslizándose sobre la espalda. Bill le cogió las piernas por encima de las rodillas.

—Cuidado —pidió el chico, con voz quejumbrosa y asustada—. Tengo cosquillas.

—Ramón tiene cosquillas, señorrr —anunció la voz de Richie, convertida en la de Pancho Villa,

Ben sujetó a Eddie por la cintura tratando de no tocar el yeso ni el cabestrillo. Entre él y Bill lograron pasar a Eddie por la ventana del sótano como si se tratara de un cadáver. Eddie soltó un grito, pero eso fue todo.

—¿E-e-eddie?

—Sí —dijo el chico—. Está bien. No hay problema.

Pero de la frente le brotaban grandes gotas de sudor y respiraba con alientos breves, rápidos. Sus ojos recorrieron el sótano.

Bill volvió a retroceder. Beverly estaba a poca distancia, con el tirachinas listo para disparar en caso necesario. Sus ojos no dejaban de recorrer el sótano. Richie bajó a continuación seguido por Stan y Mike. Todos ellos se movían con una suave gracia que Ben les envidió profundamente. Por fin estuvieron todos en el sótano donde Bill y Richie habían visto a Eso sólo un mes antes.

La habitación estaba en penumbras, pero no a oscuras. Por las ventanas se filtraba una luz crepuscular que formaba charcos en el sucio suelo. El sótano pareció muy grande a los ojos de Ben, casi demasiado grande, como si estuviese presenciando algún tipo de ilusión óptica. Por arriba se entrecruzaban vigas polvorientas. Las tuberías de la caldera estaban herrumbradas. Una especie de trapo blanco, polvoriento, pendía de los caños de agua en mugrientos cordeles. El olor se percibía también allí abajo, un olor amarillo, sucio. Ben pensó: Eso está aquí, sin duda. Oh, está, claro que sí.

Bill echó a andar hacia la escalera y los otros lo siguieron. Se detuvo ante el primer escalón para mirar abajo. Metió el pie y sacó algo. Todos miraron aquel objeto sin decir palabra: era un guante blanco de payaso, ya sucio de polvo.

—A-a-arriba —ordenó.

Al subir, salieron a una cocina mugrienta. Había una sola silla, de respaldo recto, en el centro del linóleo irregular. Era todo el mobiliario. En un rincón se amontonaban botellas de vino vacías. Ben vio otras en la despensa. Allí se olía a alcohol y a cigarrillos rancios. Ésos eran los olores que dominaban, pero el otro olor también estaba allí, cada vez más fuerte.

Beverly se acercó a los armarios y abrió uno. De inmediato soltó un grito penetrante: una rata noruega, de color negro pardusco, le saltó casi a la cara. Golpeó en la mesa con un plop y los fulminó a todos con sus ojos negros. Beverly, sin dejar de gritar, levantó el tirachinas y tensó la honda.

—¡NO! —rugió Bill.

Ella se volvió para mirarlo, pálida y aterrorizada. Por fin hizo un gesto de asentimiento y aflojó el brazo sin haber disparado. Pero Ben comprendió que había estado a punto de hacerlo. La chica retrocedió lentamente, tropezó con Ben y dio un respingo. Él la rodeó con un brazo, estrechándola.

La rata se escabulló por la mesa hasta el extremo, saltó al suelo y desapareció por la despensa.

—Quería hacerme disparar —dijo Beverly, con voz débil—. Para que usara una de nuestras dos únicas municiones

—Sí —confirmó Bill—. Es c-c-como ese c-c-campo de ad-diestramiento del FBI. T-t-te hacen ca-caminar p-p-por una c-c-calle de d-d-decorado, por d-d-donde salen b-blancos. Si di-disparas contra la g-g-gente hon-honrada y no sólo c-c-contra los ma-maleantes, pi-pierdes p-p-puntos.

—No puedo hacer esto, Bill —dijo ella—. Voy a arruinarlo todo. Toma. Llévalo tú.

Le tendía el Bullseye, pero Bill sacudió la cabeza.

—D-d-debes ser tú, Be-Beverly.

En otro de los armarios se oyó una especie de maullido.

Richie se acercó.

—¡No te acerques demasiado! —exclamó Stan—. Podría…

Richie echó una mirada adentro y se volvió con expresión de asco. El golpe con que cerró el armario produjo un eco muerto en la casa vacía.

—Una camada de ratas. —Parecía enfermo—. La más grande que he visto. Tal vez la más grande del mundo. —Se frotó la boca con el dorso de la mano—. Hay cientos de crías allí dentro. Las colas… tenían las colas enredadas, Bill. Como atadas. —Hizo una mueca—. Como serpientes.

Todos miraron la puerta del armario; el chillido era apagado pero audible. Ratas —pensó Ben, mirando la cara pálida de Bill, la cenicienta de Mike—. Todo el mundo teme a las ratas. Y Eso también lo sabe.

—V-Vamos —dijo Bill—. Aquí, e-e-en Nei-neibolt Street, la div-diversión nunca se ac-acaba.

Siguieron por el vestíbulo delantero. Allí se entremezclaban los desagradables olores a yeso podrido y orina rancia. Por los vidrios sucios pudieron echar un vistazo a la calle y ver sus bicicletas. Las de Bev y Ben estaban erguidas sobre sus soportes. La de Bill, apoyada contra un arce descopado. A Ben le pareció que esas bicicletas estaban a mil kilómetros de distancia, como si las viera por un telescopio al revés. La calle desierta, con sus escasos parches de asfalto, el cielo húmedo y desteñido, el ding-ding-ding de una locomotora que se desviaba por una vía lateral, todas esas cosas le parecían sueños, alucinaciones. Lo real era ese escuálido vestíbulo con sus hedores y sus sombras.

En un rincón había un montón de fragmentos pardos: una botella de cerveza rota.

En otro, mojada y henchida, una revista con fotografías de mujeres. La chica de la portada se inclinaba sobre una silla con la falda levantada, mostrando la parte alta de sus medias de red y sus bragas negras. La foto no era especialmente sexy, en opinión de Ben; tampoco le molestó que Beverly la viera. La humedad había dado un color amarillento a la piel de la mujer y llenado de arrugas la superficie de su cara. Su mirada salaz se había convertido en la mueca libidinosa de una prostituta muerta.

(Años después, mientras Ben relataba esto, Bev gritó súbitamente, sobresaltando a todos, que no se limitaban a escuchar el relato sino que estaban reviviendo el episodio: «¡Era ella! ¡La señora Kersh! ¡Era ella!»).

Ante los ojos de Ben, la vieja-joven de la revista guiñó el ojo y meneó el trasero en una lasciva invitación.

Frío, pero sudando, Ben apartó la vista.

Bill abrió una puerta a la izquierda y todos lo siguieron a una gran habitación que, antiguamente, podía haber sido la sala. De la lámpara pendía un arrugado par de pantalones verdes. Como el sótano, esa habitación parecía demasiado grande, casi tan larga como un vagón de carga, demasiado para una casa tan pequeña como parecía desde afuera…

Oh, pero eso era afuera, dijo una voz nueva dentro de su mente. Era una voz jocosa y chillona. Ben tuvo la súbita y absoluta certeza de estar oyendo a Pennywise en persona; Pennywise le estaba hablando por algún descabellado aparato de radio mental. Afuera las cosas siempre parecen más pequeñas de lo que son, ¿verdad, Ben?

—Vete —susurró.

Richie se volvió a mirarlo, pálido y tenso.

—¿Has dicho algo?

Ben sacudió la cabeza. La voz había desaparecido. Eso era lo importante. Sin embargo

(afuera)

había comprendido. Esa casa era un sitio especial, una especie de estación, tal vez, uno de los lugares de Derry, uno de los muchos lugares de Derry, por donde Eso encontraba su salida al mundo superior. Esa casa maloliente y podrida en la que todo estaba mal. No sólo porque parecía demasiado grande: también los ángulos estaban mal y la perspectiva no tenía sentido. Ben estaba de pie junto a la puerta que se abría entre la sala y el vestíbulo, mientras los otros se alejaban de él por un espacio que, de pronto, le pareció tan amplio como el parque Bassey. Sin embargo, a medida que se alejaban, parecían tornarse más grandes en vez de más pequeños. El suelo se arqueaba hacia abajo y…

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