It (Eso) – Stephen King

Nunca hizo pregunta alguna a Patrick.

Patrick nunca volvió a hacer nada parecido, aunque no habría sido incapaz de repetirlo, si se hubiera presentado la oportunidad. No sentía remordimientos ni tenía pesadillas. Con el correr del tiempo, sin embargo, fue cobrando conciencia de lo que le habría pasado si lo hubieran descubierto. Había reglas. Si uno no las respetaba, le ocurrían cosas desagradables… si a uno lo pescaban desobedeciéndolas. A uno podían encerrarlo o sentarlo en la silla eléctrica.

Pero el recuerdo de aquel entusiasmo, aquella sensación de color y calidez, era demasiado poderosa, demasiado maravillosa, para renunciar por completo a ella. Patrick mataba moscas. Al principio se limitaba a aplastarlas con el matamoscas de su madre; más adelante descubrió que podía matarlas eficazmente con una regla de plástico. También descubrió la diversión del papel cazamoscas. Se podía comprar una larga cinta pegajosa en el mercado de la avenida Costello, por sólo dos centavos. A veces, Patrick pasaba hasta dos horas en el garaje, observando a las moscas que aterrizaban y forcejeaban por liberarse, las miraba con la boca abierta y los ojos polvorientos encendidos por ese raro entusiasmo; el sudor le corría por la cara redonda y el cuerpo gordo. Patrick mataba escarabajos, pero cuando era posible los capturaba con vida. A veces robaba una aguja larga del alfiletero de su madre, clavaba con ella a un escarabajo y se sentaba en el jardín, cruzado de piernas, para ver cómo moría. En esas ocasiones, su expresión era la de un niño leyendo un libro muy interesante. Cierta vez había descubierto a un gato atropellado que agonizaba contra la acera de Main Street; se sentó a observarlo hasta que una anciana lo vio empujar con el pie a la pobre bestia gemebunda. Entonces le pegó con la escoba que estaba usando para barrer su acera, gritándole: «¡Vete a tu casa! ¿Estás loco o qué?». Patrick volvió a su casa sin enfadarse con la anciana. Lo habían pillado faltando a las reglas, eso era todo.

Por fin, el año anterior (ni a Mike Hanlon ni a ninguno de los otros les habría sorprendido, a esa altura, saber que había sido el mismo día en que George Denbrough fuera asesinado) Patrick había descubierto la herrumbrada nevera Amana en el vertedero.

Al igual que Bev, había oído la advertencia sobre esos artefactos abandonados, en los que treinta millones de estúpidos se ahogaban año a año. Patrick pasó largo rato mirando la nevera, jugando ociosamente con las manos en el bolsillo. Había vuelto ese entusiasmo, más fuerte que nunca, exceptuando el momento en que arregló lo de Avery. El entusiasmo volvía porque en los gélidos pero humeantes páramos que componían su mente, Patrick Hockstetter había tenido una idea.

Una semana después, los Luce, que vivían a tres puertas de los Hockstetter, notaron la falta de Bobby, el gato. Los chicos de Luce, que habían jugado con él desde siempre, pasaron horas buscándolo en todo el vecindario. Hasta reunieron sus ahorros para sacar un aviso en la columna de «Hallazgos y Extravíos» del Derry News. En vano. Si alguien hubiera visto a Patrick ese día, más gordo que nunca con su chaqueta de invierno, olorosa a naftalina, cargado con una caja de cartón duro, tampoco habría sospechado nada.

Unos diez días después del de Acción de Gracias, los Engstrom, que vivían en la misma manzana que los Hockstetter, casi directamente atrás, perdieron a su cachorro de cocker. Otras familias perdieron gatos y perros en los siete u ocho meses siguientes. Por supuesto, Patrick se había apoderado de todos ellos, por no mencionar a diez o doce animales callejeros que merodeaban por la Manzana del Infierno.

Los puso en la nevera próxima al vertedero, uno a uno. Cada vez que llevaba otro animal, con el corazón atronándole en el pecho, los ojos calientes y acuosos de entusiasmo, temía que Mandy Fazio hubiera retirado el cerrojo del aparato o hecho saltar las bisagras con su maza. Pero Mandy nunca la tocó. Tal vez ignoraba que estaba allí; tal vez la fuerza de voluntad de Patrick lo mantenía lejos…, o quizá era obra de alguna otra potencia.

El que más duró fue el cocker de los Engstrom. A pesar del intenso frío, aún estaba vivo cuando Patrick volvió por tercera vez, en otros tantos días, aunque ya había perdido toda su energía. Cuando lo sacó de la caja de cartón para ponerlo por primera vez en la nevera, el animal meneó la cola y le lamió cariñosamente las manos. Un día después, el cachorro había estado a punto de escapársele. Patrick tuvo que perseguirlo casi hasta el vertedero antes de poder arrojarse sobre él y sujetarlo por una pata trasera. El cachorro lo había mordido con sus afilados dientecillos. A Patrick no le importó. A pesar de los mordiscos, llevó al cocker nuevamente a la nevera. Tuvo una erección al meterlo dentro. Eso no era raro.

Al segundo día, el cachorro trató de escapar otra vez, pero se movía con mucha mayor lentitud. Patrick lo metió a empujones, cerró la herrumbrada puerta y se apoyó contra ella. Oía que el perrito rascaba la puerta y gemía.

—Vamos, perrito —dijo Patrick Hockstetter, con los ojos cerrados y la respiración acelerada—. Vamos, perrito.

Al tercer día, al abrirse la puerta, el cachorro sólo pudo girar sus ojos hacia la cara de Patrick. Sus costados palpitaban rápidamente. Un día después, el cocker estaba muerto, con una corona de espuma congelada alrededor del hocico. Patrick, al verla, pensó en un helado de coco; rió con todas sus ganas mientras retiraba el cadáver congelado para arrojarlo entre las matas.

Ese verano, la provisión de víctimas (que Patrick consideraba, si acaso las tenía en cuenta, como «animales de experimentación») había mermado mucho. Dejando a un lado la cuestión de la realidad, tenía muy bien desarrollado el instinto de autoconservación y una intuición exquisita. Sospechaba que sospechaban de él. No sabía de seguro quién: ¿el señor Engstrom? Tal vez. El señor Engstrom se había vuelto a mirarlo con expresión pensativa, un día de esa primavera, en la tienda donde estaba comprando cigarrillos y donde Patrick esperaba para comprar el pan. ¿La señora Josephs? Quizá; a veces se sentaba ante la ventana de su sala con un telescopio y, según la señora Hockstetter, era «una entrometida». ¿El señor Jacubois, que tenía una insignia de la Sociedad Protectora de Animales en el parachoques del coche? ¿El señor Nell? ¿Otra persona? Patrick no lo sabía con seguridad, pero la intuición le decía que alguien sospechaba de él, y él nunca discutía con su intuición. Se limitó a atrapar algunos animales vagabundos entre los derruidos inquilinatos de la Manzana del Infierno, eligiendo sólo los que parecían muy flacos o enfermos, pero eso fue todo.

Sin embargo, descubrió que la nevera había adquirido un extraño poder sobre él. Comenzó a dibujarla en la escuela, cuando estaba aburrido. A veces soñaba con ella y la veía enorme, de unos veinte metros de alto, sepulcro blanqueado, poderosa cripta helada bajo el gélido claro de luna. En esos sueños, la gigantesca puerta se abría. Unos ojos enormes lo miraban fijamente. Entonces despertaba, sudando frío. De cualquier modo, no pudo renunciar del todo a las alegrías del artefacto.

Ese día había descubierto, por fin, quién sospechaba de él: Bowers. Al saber que Henry Bowers conocía el secreto de su cámara de eliminación, Patrick sintió algo tan parecido al pánico como le era posible experimentar. En realidad no era muy parecido, pero de cualquier manera, esa inquietud mental le resultó opresiva y desagradable. Henry lo sabía. Sabía que Patrick, a veces, desobedecía las reglas.

La última víctima había sido una paloma que descubrió dos días antes, en Jackson Street. La paloma había sido golpeada por un coche y no podía volar. Patrick fue a su casa, sacó la caja del garaje y puso a la paloma dentro. El ave le picoteó varias veces el dorso de la mano, dejándole huellas ensangrentadas. A él no le importó. Cuando abrió la nevera, al día siguiente, su víctima estaba bien muerta, pero él no retiró el cadáver. Ahora, teniendo en cuenta la amenaza de Henry, Patrick decidió que le convenía deshacerse de esos restos cuanto antes. Tal vez hasta llevara un cubo de agua y algunos trapos para limpiar el interior de la nevera, que no olía muy bien. Si Henry decía algo y el señor Nell bajaba a investigar, tal vez se diera cuenta de que algo (varios algos, en realidad) había muerto allí dentro.

Si Henry se chiva —pensó Patrick, de pie en el pinar, contemplando la herrumbrada Amana—, yo diré que él le quebró el brazo a Eddie Kaspbrak. —Claro que, probablemente, eso ya se sabía, nadie podía probar nada porque todos ellos habían declarado que habían pasado ese día jugando en la casa de Henry y el padre de Henry, el loco, los había respaldado—. Pero si él se chiva, yo me chivo. Una cosa por otra.

Eso ya no importaba. Lo que correspondía era deshacerse de la paloma. Dejaría abierta la puerta de la nevera y después volvería con trapos y agua para limpiar. Bien.

Patrick abrió la puerta que daba a su propia muerte.

Al principio quedó sólo desconcertado, sin poder captar lo que estaba viendo. Para él no tenía sentido alguno. No había contexto. Se limitó a mirar fijamente, con la cabeza inclinada a un lado y los ojos muy grandes.

La paloma no era sino un esqueleto rodeado por un montón de plumas. En el cadáver no quedaba carne alguna. Y alrededor, pegados a las paredes interiores de la nevera, colgando del congelador, balanceándose de las rejillas, había decenas de cosas color carne que parecían grandes moluscos. Patrick vio que apenas se movían, aleteando, como en una brisa. Pero no había brisa. Frunció el ceño.

De pronto, una de aquellas cosas-moluscos desplegó alas de insecto. Antes de que Patrick pudiese captar el simple hecho, el ser había volado por el espacio abierto entre la nevera y el brazo izquierdo de Patrick. Lo golpeó allí con un sonido hueco. Hubo un instante de ardor que pasó enseguida. Patrick sentía el brazo como siempre…, pero la carne pálida de aquella especie de molusco se puso rosa y luego, con súbita brusquedad, roja.

Aunque Patrick no tenía miedo a casi nada, en el sentido que habitualmente se da a la palabra (es difícil temer a las cosas que no son reales), había una cosa que lo llenaba de asco y repulsión. A los siete años, cierto cálido día de agosto, había descubierto, al salir del lago Brewster, que tenía cuatro o cinco sanguijuelas aferradas a su estómago y sus piernas. Gritó hasta quedar ronco, mientras su padre se las arrancaba.

Ahora, en un mortífero arrebato de inspiración, comprendió que aquello eran extrañas sanguijuelas voladoras. Habían infestado su nevera.

Patrick empezó a aullar mientras golpeaba aquella cosa pegada a su brazo, ya hinchada hasta alcanzar casi el tamaño de una pelota de tenis. Al tercer golpe, la cosa se abrió con un repugnante scutt. La sangre, su sangre, le chorreó desde el codo a la muñeca, pero la cabeza del bicho, una especie de gelatina sin ojos, seguía prendida. En cierto modo, era como la estrecha cabeza de un pájaro que terminaba en una estructura similar al pico; pero ese pico no era plano ni puntiagudo, sino tubular y romo, como la trompa del mosquito. Y esa trompa estaba hundida en el brazo de Patrick.

Sin dejar de gritar, hizo una pinza con los dedos para arrancarse esa cosa reventada. El pico se desprendió limpiamente seguida de un flujo de sangre mezclado con un líquido blanco amarillento, como pus. Había dejado en su brazo un agujero del tamaño de una moneda, aunque indoloro.

Y el bicho, aunque reventado, seguía retorciéndose y buscando en sus dedos.

Patrick lo arrojó, giró sobre sus talones… y más sanguijuelas salieron volando de la nevera y cayeron mientras él buscaba el tirador de la nevera. Se le posaron en las manos, en los brazos, en el cuello. Una lo tocó en la frente. Cuando Patrick levantó la mano para quitársela, vio otras cuatro bajo sus dedos; temblaban apenas, mientras se iban poniendo de color rosa.

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