It (Eso) – Stephen King

Los interrogó con cautela, oficialmente, registrando las respuestas en su libretita negra, pero ellos tenían poco que decirle, al menos con respecto a Jimmy Cullum. Y el señor Nell se fue otra vez, tras recordarles, una vez más, que no debían jugar solos en Los Barrens… jamás. Richie supone que el señor Nell les habría ordenado, simplemente, salir de allí, si algún policía hubiese creído que Jimmy Cullum (o cualquiera de los otros) había muerto en Los Barrens. Pero la policía estaba bien informada: debido al sistema de cloacas y desagües, ése era, simplemente, el sitio al que los restos iban a parar.

El señor Nell había aparecido el día 16, sí, un día también caluroso y húmedo, pero soleado. El 17, el cielo estuvo cubierto.

—¿Nos cuentas o no Richie? —pregunta Bev. Sonríe un poquito, con los labios plenos y rosados, los ojos encendidos.

—Es que no sé por dónde empezar —dice Richie.

Se quita las gafas, las limpia con la camisa y, de pronto, sabe por dónde. Por el momento en que la tierra se abrió ante sus pies y los de Bill. Ellos sabían dónde estaba la casita, por supuesto, pero aun así lo asustó el ver que la tierra se abría súbitamente en una ranura de oscuridad.

Recuerda que Bill lo llevó en Silver hasta el sitio acostumbrado de Kansas Street y escondió su bicicleta bajo el puentecito. Recuerda que los dos caminaron por el sendero hacia el claro; a veces tenían que apartarse porque la maleza era muy densa. Era pleno verano y Los Barrens estaban en el apogeo de su fertilidad. Recuerda haber dado manotazos a los mosquitos que zumbaban, enloquecedoramente, cerca de sus oídos. Hasta recuerda que Bill dijo (oh, qué claramente lo recuerda ahora, no como si hubiese ocurrido ayer, sino como si estuviese diciendo ahora mismo):

—Qué-qué-quédate quieto un s-s-s…

2

—segundo, Ri-Richie. Tienes uno enorme en el cuello.

—Oh, cielos —dijo Richie, que odiaba a los mosquitos. Bien miradas las cosas, eran como vampiros diminutos—. Mátalo, Gran Bill.

Bill dio una palmada en el cuello de Richie.

—¡Ay!

—M-m-mira.

Bill puso la mano frente a la cara de su amigo. En el centro de una mancha de sangre irregular había un cadáver de mosquito aplastado. Mi sangre —pensó Richie—, vertida por vosotros y por muchos más.

—Ajjj —protestó

—N-n-no te preocupes. El muy m-m-maldito no v-v-volverá a joder a nadie más.

Siguieron caminando, dando manotazos a los mosquitos y espantando nubes de jejenes atraídos por algo en el olor de su sudor, algo que, años más tarde, sería identificado como, «feromonas», fueran lo que fuesen.

—Bill, ¿cuándo vas a contar a los otros lo de las balas de plata? —preguntó Richie, al acercarse al claro. En ese caso, «los otros» significaba Bev, Eddie, Mike y Stan, aunque este último debía de tener una buena idea de lo que ellos estaban estudiando en la biblioteca pública. Stan era inteligente, demasiado, pensaba Richie, a veces. El día en que Mike llevó el álbum de su padre a Los Barrens, Stan había estado a punto de volverse loco. En realidad, Richie quedó medio convencido de que no volvería a ver a Stan y que el Club de los Perdedores se convertiría en sexteto (palabra que a Richie le gustaba usar con frecuencia, aunque la acentuaba en la primera sílaba). Pero el chico había vuelto al día siguiente y Richie lo respetaba aún más por eso—. ¿Se lo contarás hoy?

—Ho-o-oy no —dijo Bill.

—Crees que no dará resultado, ¿verdad?

Bill se encogió de hombros. Richie, que quizá entendía a Bill Denbrough como nadie lo conocería hasta la llegada de Audra Phillips, intuyó todo lo que su amigo habría dicho de no ser por el bloqueo de su impedimento verbal: que sólo en los comics se veía a los chicos haciendo balas de plata. En suma, era pura idiotez. Idiotez peligrosa. Podrían intentarlo, sí. Hasta era posible que Ben Hanscom lo consiguiera, sí. En una película daría resultado, sí. Pero…

—¿Y entonces?

—Tengo una idea —dijo Bill—. Más sencilla. Pero solo si Be-be… Beverly…

—¿Si Beverly qué?

—De-dejémoslo a-a-así.

Y Bill no quiso decir nada más al respecto.

Llegaron al claro. Si uno miraba con atención, podía notar que la hierba, en ese sitio, tenía un aspecto algo apelmazado… algo usado. Hasta podía pensarse que había algo artificial en la distribución de hojas secas y agujas de pino sobre la hierba. Bill recogió una envoltura de caramelos (de Ben, casi con toda certeza) y se la guardó distraídamente en el bolsillo.

Los chicos cruzaron hasta el centro del claro… y un fragmento de suelo, de unos veinticinco centímetros por cinco de anchura, giró hacia arriba con un sucio chirrido de bisagras descubriendo un párpado, negro. De esa negrura asomaron dos ojos que provocaron a Richie un momentáneo escalofrío. Pero eran sólo los ojos de Eddie Kaspbrak. Y fue Eddie, a quien visitaría en el hospital una semana después, quien entonó, con voz hueca:

—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?

Abajo, risitas y el fulgor de una linterna.

—Policías rurales, señorrr —respondió Richie, con la voz de Pancho Villa, mientras se retorcía un invisible bigote.

—¿Ah, sí? —inquirió Beverly, desde abajo—. ¡Documentación!

—¿Documentación? —exclamo Richie, encantado—. ¡No necesitamos ninguna documentación, qué joder!

—Vete al infierno, Pancho —respondió Eddie, cerrando bruscamente el gran párpado.

Abajo hubo más risitas apagadas.

—¡Salid con las manos en alto! —ordenó Bill, con grave y autoritaria voz de adulto. Comenzó a pasearse por la trampilla de la casita, cubierta de hierba. El suelo cedía elásticamente a cada paso, pero sólo un poco porque la construcción era buena—. ¡No tenéis ninguna posibilidad! —bramó, imaginándose como el temerario Joe Friday de la policía de Los Ángeles[21]—. ¡Salid de ahí, vagabundos, o entraremos a tiro limpio!

Para dar énfasis a su amenaza, dio un salto sobre el mismo sitio. Abajo sonaron gritos y risas. Bill sonreía, sin darse cuenta de que Richie lo observaba con aire sabio, no como un chico mira a otro, sino, por un breve momento, como un adulto mira a un chico.

No sabe que no siempre lo hace, pensó.

—Déjalos entrar, Ben, antes de que rompan el techo —dijo Bev.

Un momento después se abrió una trampilla, como la escotilla de un submarino. Ben se asomó por ella, ruborizado, y Richie comprendió que había estado sentado junto a Beverly.

Bill y Richie, se dejaron caer por la escotilla y Ben volvió a cerrar. Allí estaban todos, cómodamente sentados contra las paredes de madera, con las piernas recogidas; las caras apenas eran visibles a la luz de la linterna.

—¿Q-q-qué hay de nuevo? —preguntó Bill.

—Poca cosa —dijo Ben. En verdad, estaba sentado junto a Beverly y su rostro lucía tan feliz como arrebatado—. Estábamos…

—Cuéntales, Ben —interrumpió Eddie—. ¡Cuéntales la historia y veremos qué opinan!

Richie se sentó entre Mike y Ben, rodeando sus rodillas con las manos entrelazadas. Allí abajo hacía un fresco delicioso… y había un secreto delicioso. Siguiendo el rayo de la linterna, que pasaba de cara a cara, olvidó momentáneamente lo que tanto lo había asombrado un minuto antes.

—¿De qué estáis hablando?

—Oh, Ben estaba contándonos cierta ceremonia de los indios —dijo Bev—. Pero Stan tiene razón, Eddie: te haría nada bien para el asma.

—A lo mejor no me hace nada —replicó Eddie (y Richie notó que el chico, para crédito suyo, sólo parecía levemente inquieto)—. Habitualmente, me pasa sólo cuando me pongo nervioso. Y me gustaría probar.

—¿P-p-probar q-q-qué? —preguntó Bill.

—La ceremonia del pozo de humo —dijo Eddie.

—¿Y e-e-eso qué es?

El rayo de la linterna de Ben derivó hacia arriba y Richie lo siguió con los ojos. Vagaba sin sentido por el techo de madera de la casita mientras Ben les explicaba. Cruzó los paneles astillados de la puerta de caoba que tres días antes habían traído entre los siete desde el vertedero. Había sido justo el día antes de que se descubriera el cadáver de Jimmy Cullum. Lo único que Richie recordaba de Jimmy Cullum, un chiquillo tranquilo que también usaba gafas, era que le gustaba jugar al escondite en los días de lluvia. Ya no volverá a jugar, pensó Richie, algo estremecido. En la penumbra, nadie notó el estremecimiento, pero Mike Hanlon, que estaba sentado junto a él, hombro contra hombro, le echó una mirada de curiosidad.

—Bueno, la semana pasada saque un libro de la biblioteca —estaba diciendo Ben—. Se llamaba Espíritus de las grandes llanuras y trataba de las tribus indias que vivían en el Oeste, hace ciento cincuenta años. Payutes, pauníes, kiowas, otoes y comanches. El libro era muy interesante. Me encantaría ir a la zona donde ellos vivieron, alguna vez: Iowa, Nebraska, Colorado, Utah…

—Cálmate y cuenta lo de la ceremonia del pozo de humo —ordenó Beverly dándole un codazo.

—Sí, enseguida —dijo él

Richie se dijo que habría dado la misma respuesta si Beverly le hubiese dado un codazo, ordenando: «Ahora bébete el veneno, ¿quieres?».

—Casi todos esos indios tenían una ceremonia especial y nuestra casita me hizo pensar en ella. Cuando querían tomar una decisión importante, ya fuese ir tras los rebaños de búfalos, buscar agua fresca o iniciar una guerra contra sus enemigos, cavaban un agujero grande en el suelo y lo cubrían completamente de ramas, dejando una pequeña ventilación.

—El po-po-pozo de humo —dijo Bill.

—La celeridad de tu mente no deja de asombrarme, Gran Bill —dijo Richie, muy serio—. Deberías presentarte a los programas de preguntas y respuestas de la televisión. Estoy seguro de que ganarías una fortuna.

Bill hizo ademán de atacarlo y Richie retrocedió, dándose un buen golpe con el entablado.

—¡Ay!

—T-t-te lo, me-mereces —dijo Bill.

—Te mataré, maldito gringo —repuso Richie—. No necesitamos ninguna do…

—¿Queréis dejarlo? —protestó Beverly—. Esto es muy interesante.

Y favoreció a Ben con una mirada tan cálida que Richie temió ver salir una voluta de humo de las orejas del gordo.

—Bu-bu-bueno, Ben —dijo Bill—. S-s-sigue.

—Está bien —graznó Ben. Tuvo que carraspear para seguir hablando—. Cuando el pozo de humo estaba terminado, encendían fuego en el fondo usando leña verde para conseguir una fogata bien humeante. Después, todos los bravos bajaban a sentarse alrededor del fuego. El lugar se llenaba de humo. El libro dice que era una ceremonia religiosa, pero también era una especie de certamen, ¿sabéis? Al cabo de medio día, la mayor parte de los bravos salían de allí, porque no podían seguir soportando el humo, sólo quedaban dos o tres. Y se suponía que ésos tenían visiones.

—Claro. Y si yo respirara humo por cinco o seis horas, probablemente también tendría visiones —dijo Mike y todos rieron.

—Supuestamente, las visiones indicaban a la tribu qué debía hacer —dijo Ben—. No sé si esta parte es cierta o no, pero el libro dice que casi siempre las visiones eran acertadas.

Se hizo un silencio. Richie miraba a Bill, consciente de que todos estaban mirando a Bill. Y tuvo la sensación, una vez más, de que la historia de Ben sobre el pozo de humo no era, simplemente, algo que uno lee en un libro y quiere probar, como un experimento químico o un truco de magia. Sabía, todos lo sabían. Tal vez Ben lo sabía mejor que nadie: eso era algo que debían hacer.

Se suponía que ésos tenían visiones… Casi siempre las visiones eran acertadas.

Richie pensó: Apostaría a que, si se lo preguntamos, Parva nos dirá que ese libro le vino a las manos, prácticamente solo, como si alguien hubiese querido que él leyese ese libro en especial y nos hablase de la ceremonia. Porque aquí tenemos una tribu, ¿no? Sí. Nosotros. Y sí, creo que necesitamos saber qué va a pasar ahora..

Ese pensamiento llevó a otro. Esto, ¿tenía que suceder? Desde el momento en que Ben tuvo la idea de hacer una casita subterránea en vez de hacerla en un árbol, ¿esto tenía que suceder? ¿Qué parte de todo esto estamos pensando por nuestra cuenta y que parte piensa otra mente por nosotros?

En cierto modo, esa idea habría debido resultarle casi consoladora. Era agradable imaginar que alguien más grande, más inteligente que uno, estaba pensando por uno, como los adultos que planeaban la comida, compraban la ropa y distribuían el tiempo para los chicos. Richie estaba convencido de que la fuerza que los había reunido, la fuerza que había usado a Ben como mensajero para darles la idea del pozo de humo, esa fuerza no era la misma que estaba matando a los chicos. Era una especie de contrafuerza, opuesta a la otra…

(oh bueno, bien puedes decirlo)

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