It (Eso) – Stephen King

Debo ser la excepción que confirma la regla, Gran Bill.

¿Estás seguro de que no hubo nada, Richie? ¿Nada en absoluto?

Junto al Centro Municipal… creí ver…

Un dolor agudo le aguijoneó los ojos por segunda vez en el día. Levantó las manos para apretárselos con un quejido sobresaltado. Un segundo después, el dolor había desaparecido tan inesperadamente como había llegado. Pero también había olido algo, ¿no? Algo que no estaba allí, en realidad, pero sí algo que había estado allí, algo que le hacía pensar en

(estoy aquí contigo, Richie, sujeta mi mano, puedes sujetarte)

Mike Hanlon. Era humo lo que le había hecho arder los ojos y lagrimear. Veintisiete años antes había respirado ese humo; al final, sólo habían quedado allí Mike y él mismo y había visto…

Pero ya no estaba.

Dio un paso más hacia la estatua de plástico, tan sorprendido por su alegre vulgaridad como de niño se había sentido abrumado por su tamaño. El mítico Paul Bunyan medía seis metros de altura; la base le agregaba un metro ochenta adicional. Sonreía al tránsito de Canal Street desde el prado del Centro Municipal.

El Centro Municipal había sido edificado entre 1954 y 1955 para un equipo de baloncesto que nunca llegó a materializarse. Un año después, en 1956, el Concejo Municipal de Derry aprobó una asignación de fondos para la estatua. Fue un acalorado debate, tanto en las reuniones públicas del concejo como en las cartas de lectores al Derry News. Muchos pensaban que sería una estatua encantadora, que no dejaría de atraer al turismo. Otros consideraban que un Paul Bunyan de plástico sería horrible, de mal gusto e increíblemente vulgar. Según Richie recordaba, la profesora de artes visuales de la secundaria había escrito al News diciendo que, si llegaba a erigirse en Derry semejante monstruosidad, la haría volar. Richie, sonriendo, se preguntó si le habrían renovado el contrato.

La controversia (que él reconocía ahora como típica de ciudad pequeña, una tempestad en un vaso de agua) duró seis meses, aunque carecía de importancia, naturalmente, porque la estatua ya había sido comprada. Aún si el Concejo Municipal hubiera decidido algo tan aberrante (sobre todo, tratándose de Nueva Inglaterra) como no utilizar un objeto en el que se habla invertido dinero, ¿dónde cuernos iban a guardarla? Por fin, la estatua, moldeada en alguna planta de plásticos de Ohio, fue puesta en su lugar, aún envuelta en una lona tan grande que habría podido servir de vela a un clíper. Se la descubrió el 13 de mayo de 1957, sesquicentenario del municipio. Una facción emitió previsibles gemidos de ira; la otra, gemidos de embeleso igualmente previsibles.

Aquel día, al ser descubierto, Paul lucía un mono y una camisa a cuadros rojos y blancos. Su barba era espléndidamente negra, espléndidamente poblada, espléndidamente leñadora. Apoyada contra un hombro, llevaba su hacha de plástico, sin duda la mejor de todas las hachas de plástico; sonreía sin cesar a los cielos septentrionales que ese día eran tan azules como la piel de su famoso compañero; sin embargo, Babe no estaba presente en la ceremonia; el costo calculado de agregar a la estatua un buey azul se había considerado prohibitivo.

Los niños que asistieron a la ceremonia (había cientos, entre ellos Richie Tozier, de diez años, en compañía de su padre) quedaron totalmente encantados ante el gigante de plástico. Los padres levantaban a los más pequeños hasta el pedestal para tomarles fotos; después observaban, entre divertidos y temerosos, a los niños que trepaban y se arrastraban, riendo, sobre las enormes botas negras de Paul (corrección: las enormes botas negras de plástico).

Fue en marzo del año siguiente cuando Richie, exhausto y aterrorizado, acabó en uno de los bancos situados frente a la estatua, después de eludir, por estrechísimo margen, a los señores Bowers, Criss y Huggins en una persecución que partió desde la escuela primaria municipal, cruzando la mayor parte del centro de la ciudad. Por fin los había esquivado en el departamento de juguetería de Freese’s.

La sucursal de esa gran tienda era poca cosa, comparada con la de Bangor, pero Richie no estaba como para preocuparse por esas nimiedades; por entonces, era cuestión de encontrar cualquier puerto en la tormenta. Henry Bowers venía pisándole los talones y, por entonces, él empezaba a flaquear lastimosamente. Como último recurso, se zambulló en la puerta giratoria de la tienda. Henry, que parecía no entender las leyes físicas de ese artefacto, estuvo a punto de perder la punta de los dedos en un intento por atrapar a Richie, que pasaba al interior del negocio.

Voló por la escalera hacia abajo, con los faldones de la camisa ondeando, mientras la puerta giratoria dejaba oír una serie de ruidos casi tan fuertes como disparos televisados; comprendió que Larry, Moe y Curly[20] aún lo seguían. Mientras bajaba hacia el primer sótano, reía pero era sólo un efecto de los nervios: estaba tan aterrorizado como un conejo en una trampa. Esos tres chiflados tenían toda la intención de darle una buena paliza. (Richie no tenía idea de que, unas diez semanas después, consideraría a ese grupo y a Henry en especial, capaces de cualquier cosa cercana al asesinato; sin duda se habría puesto lívido de terror si hubiera previsto la apocalíptica pelea a pedradas de julio, momento en que hasta la última cláusula restrictiva desaparecería de su mente). Y el episodio era total, típicamente idiota.

Richie había entrado en el gimnasio con los otros niños de quinto curso en el momento en que un grupo de sexto, entre quienes Henry sobresalía como un buey entre las vacas, salía de él. Henry todavía estaba en quinto, pero hacía gimnasia con los del curso siguiente. Las tuberías del techo habían estado goteando otra vez, pero el señor Fazio aún no había tenido tiempo de poner su cartel de ¡CUIDADO! ¡SUELO MOJADO!, en su pequeño caballete. Henry resbaló en un charco y aterrizó de culo.

Antes de que Richie pudiera impedirlo, su boca traidora espetó:

—¡Bien, talón de plátano!

Hubo un estallido de risa, tanto entre los compañeros de Henry como entre los de Richie, pero la cara de Henry no reía al levantarse; tenía, eso sí, el color de los ladrillos recién horneados.

—Ya te arreglaré después, cuatro ojos —dijo y siguió caminando.

La carcajada cesó de inmediato. Los chicos presentes miraron a Richie como si ya estuviera muerto. Henry no se detuvo a comprobar las reacciones: se fue, simplemente, con la cabeza gacha, los codos enrojecidos por el golpe y los fondillos del pantalón mojados. Al contemplar ese sitio mojado, Richie sintió que su boca, suicidamente ingeniosa, volvía a abrirse…, pero en esa oportunidad la cerró con fuerza, tan rápidamente que estuvo a punto de amputarse la punta de la lengua con la guillotina de sus dientes.

Bueno, pero ya lo olvidará —se dijo, intranquilo, mientras se cambiaba—. Lo olvidará, claro. El viejo Henry no tiene tantos circuitos de memoria en funcionamiento. Probablemente, cada vez que echa una cagada tiene que releer el manual de instrucciones, ja-ja.

Ja-ja.

—Date por muerto, Bocazas —le dijo Vince Boogers Taliendo, mientras se cubría con el slip un miembro con forma y tamaño de un cacahuete anémico. Pero lo dijo con cierto respeto entristecido—. No te preocupes. Te llevaré flores.

—Córtate las orejas y lleva coliflores —replicó Richie, vivaz.

Y todos rieron, hasta el viejo Boogers Taliendo. ¿Por qué no? Bien podían reír. ¿Preocuparme yo? Todos estarían en casa viendo a Jimmy Dodd y los Mosqueteros, El club de Mickey Mouse o a Frankie Lymon cantando «No soy un delincuente juvenil» en Bandas de América, mientras Richie volaba por el departamento de lencería femenina hacia el de juguetes derramando sudor por la espalda hasta la raja del culo, con sus aterrorizadas pelotas tan subidas que parecían colgarle del ombligo. Oh, sí, bien podían reír. Ja, ja, jajá.

Henry no se olvidó. Richie había salido por la puerta del parvulario, por si acaso, pero Henry tenía apostado a Belch Huggins allí, también por si acaso. Ja, ja, ja-já.

Richie vio a Belch primero; de lo contrario no habría existido carrera alguna. Belch estaba mirando hacia el parque de Derry, con un cigarrillo apagado en una mano, mientras se despegaba soñadoramente del culo los fondillos del pantalón con la otra. Richie, palpitante el corazón, cruzó silenciosamente el patio. Había caminado casi una manzana por Charter Street cuando Belch giró la cabeza y lo vio. Llamó a gritos a Henry y Victor y desde entonces se prolongaba la persecución.

Cuando Richie llegó al departamento de juguetes estaba total y horriblemente desierto. Ni siquiera quedaba allí algún vendedor retrasado, un bienvenido adulto que pusiera fin a la situación antes de que se les escapara de las manos. El chico oía ya la proximidad de los tres caballos del apocalipsis. Y ya no podía seguir corriendo. Cada inhalación le provocaba una intensa puntada en el flanco.

Su vista se fijó en una puerta que decía SALIDA DE EMERGENCIA SOLAMENTE. ALARMA CONECTADA. En su pecho se renovó la esperanza.

Corrió por el pasillo, atestado de Patos Donald en cajas de sorpresa, tanques del ejército norteamericano fabricados en Japón, pistolas de fulminante y robots a cuerda. Llegó a la puerta y golpeó la barra con todas sus fuerzas. La puerta se abrió dejando entrar el fresco aire de fines de invierno. La alarma se disparó con un relincho estridente. Inmediatamente, Richie giró hacia atrás y se dejó caer, a cuatro patas, en el siguiente pasillo. Desapareció de la vista antes de que la puerta volviera a cerrarse.

Henry, Belch y Victor irrumpieron en el departamento de juguetes en el momento en que la puerta se cerraba, con un chasquido, interrumpiendo la alarma. Corrieron hacia ella, Henry en cabeza, serio y decidido.

Por fin apareció un dependiente, a toda carrera. Llevaba un guardapolvo de nylon azul sobre la chaqueta a cuadros, de una fealdad insoportable y gafas tan rosas como ojos de conejo blanco. Richie le encontró parecido con Wally Cox en el papel del señor Peepers; tuvo que clausurar su boca traidora contra la carne del brazo, para impedir que soltara vendavales de exhausta risa.

—¡Eh, chicos! —exclamó el señor Peepers—. ¡No podéis salir por ahí! ¡Es una salida de emergencia! ¡Vosotros, eh! ¡A vosotros os hablo!

Victor le echó una mirada, algo nervioso, pero Henry y Belch no se apartaron de su camino, así que él acabó por seguirlos. La alarma volvió a bramar, esa vez por más tiempo, mientras ellos salían al callejón. Antes de que cesara de sonar, Richie estaba de pie y trotando otra vez hacia la sección de lencería.

—¡Haré que os prohíban la entrada a la tienda! —chilló el dependiente.

Richie, mirando sobre el hombro, usó su Voz de Abuelita Gruñona:

—¿Nunca le dijeron que es igualito al señor Peepers, joven?

Y así había escapado. Así había terminado a un kilómetro y medio de Freese’s frente al Centro Municipal… y, según sus devotas esperanzas, fuera de peligro. Al menos, por el momento. Estaba agotado. Se sentó en un banco, a la izquierda de la estatua de Paul Bunyan, buscando sólo un poco de paz para recomponerse. Dentro de poco se levantaría para volver a casa, pero por ahora le resultaba demasiado agradable estar así, sentado al sol de la tarde. El día se había iniciado frío, lluvioso y oscuro, pero ahora se podía creer que la primavera ya estaba en camino.

Más allá, en el mismo prado, se veía la marquesina del Centro Municipal, que en ese día de marzo ponía este mensaje en grandes letras azules, translúcidas:

¡CHICOS!

PRÓXIMAMENTE

¡EL ROCK AND ROLL SHOW DE ARNIE GINSBERG!

JERRY LEE LEWIS

THE PENGUINS

FRANKIE LYMON Y LOS TEENAGERS

GENE VINCENT Y LOS BLUE CAPS

FREDDY «BOOM-BOOM» CANNON

28 de marzo

¡UNA NOCHE DE SANO ENTRETENIMIENTO!

Era un espectáculo que Richie tenía muchas ganas de ver, pero sabía que no contaba con la menor posibilidad. Para su madre, una fiesta de sano entretenimiento no incluía a Jerry Lee Lewis diciendo a los jóvenes de América que tenemos una polla en el galpón, qué galpón, cuál galpón, mi galpón. Tampoco incluía a Freddy Cannon, cuya chica de Tallahassee tenía un chasis de alta fidelidad. Estaba dispuesta a admitir que, en sus tiempos de adolescente, se había dejado la garganta frente a Frank Sinatra, pero, tal como la madre de Bill Denbrough, no quería saber nada con el rock and roll. Chuck Berry la aterrorizaba; también declaraban que Richard Penniman, más conocido por sus votantes adolescentes con el apodo de Little Richard, le daba ganas de «ladrar como una gallina».

Autore(a)s: