It (Eso) – Stephen King

Ese día, el chico se enamoró un poquito de ella; el pelo rubio, brillante, caía hasta los hombros de su vestido con falda pantalón, de un azul fresco. Greta miró alrededor y, por un momento, Eddie pensó que lo había visto. Pero no era así, porque cuando él levantó la mano en un tímido saludo, ella no respondió a su gesto; se limitó a enviar su pelota otra vez hacia el césped trasero y corrió tras ella. Eddie siguió caminando, sin resentimiento por el saludo no correspondido (estaba convencido de que ella no lo había visto) ni por el hecho de que nunca lo invitaran a uno de esos partidos de críquet los sábados por la tarde. ¿Qué interés podría tener una chica tan hermosa como Greta Bowie en invitar a un chico como él, de pecho hundido, asmático y con cara de rata ahogada?

—pensó, caminando sin rumbo fijo por Kansas Street—, debería haber ido a Broadway Oeste para contemplar otra vez aquellas casas… la de los Mueller, la de los Bowie, la del doctor Hale, la de los Tracker…

Ante ese último apellido, sus pensamientos se interrumpieron abruptamente, porque… ¡hablando del demonio!, allí estaba, frente al garaje de camiones de Tracker Hnos.

—Todavía sigue aquí —pensó Eddie, en voz alta y se echó a reír—. ¡Qué cabrón!

Phil y Tony Tracker, dos solterones de toda la vida, tenían en Broadway Oeste la casa más hermosa, probablemente, entre todas las de esa calle: una impecable mansión victoriana, con verdes prados y grandes canteros de flores que se alborotaban (a la manera ordenada de un jardín inglés) durante la primavera y el verano. Cada otoño se sellaba la carretera de entrada, para que estuviera siempre negra como un espejo oscuro. Las tejas del techo a varias aguas tenían el verde perfecto de la menta que coincidía casi con el del prado; a veces, la gente se detenía a fotografiar las ventanas de la buhardilla, muy antiguas y notables.

—Cuando dos hombres se toman el trabajo de mantener tan bien una casa, tienen que ser invertidos —había dicho una vez la madre de Eddie, con expresión gruñona, sin que el chico se atreviera a pedir aclaraciones.

El garaje de camiones era el polo opuesto de la casa. Era una estructura de ladrillos, de poca altura. Los ladrillos estaban viejos y en algunas partes se desmoronaban con su tono naranja sucio pasando a negro hollín en la parte inferior del edificio. Las ventanas estaban uniformemente mugrientas, excepto un pequeño círculo abierto en la parte baja de la ventana que correspondía a la oficina del gerente. Ese vidrio permanecía impecable gracias a los niños, porque el gerente tenía un almanaque de Playboy en su escritorio. Ninguno de los chicos que iban a jugar al béisbol en la parte trasera dejaba de detenerse a limpiar el vidrio con su guante para contemplar la modelo del mes.

El parque estaba rodeado por una extensión de gravilla por tres lados. Los camiones de larga distancia, con el letrero TRACKER HNOS. DERRY-NEWTON-PROVIDENCE-HARTFORD-NUEVA YORK pintado en el flanco, solían estar estacionados allí, en desordenada abundancia. A veces, armados, a veces sólo cabinas o remolques, silenciosamente erguidos sobre las ruedas traseras y los soportes.

Los hermanos Tracker mantenían los camiones en la parte trasera del edificio, dentro de lo posible, pues ambos eran fanáticos del béisbol y les gustaba que los chicos fueran a jugar allí. Phil Tracker conducía camiones, así que los chicos lo veían rara vez, pero Tony, hombre de enormes brazos y barriga haciendo juego, llevaba los libros y administraba. Eddie (que nunca jugaba porque la madre lo habría matado si él se hubiera atrevido a arriesgar sus delicados pulmones con el polvo, buscándose fracturas, conmociones cerebrales y Dios sabía qué cosas) se acostumbró a verlo allí. Era parte del verano; su voz constituía un elemento del juego. Tony Tracker, fantasmal a pesar de su corpulencia, con la camisa blanca centelleante entre la luz del crepúsculo y las luciérnagas, chillaba:

—¡Tienes que ponerte bajo la p’lota para atajarla, Rojo! ¡No apartes los ojos de esa p’lota, Mediometro! ¡No vas a pegarle nunca si no la miras! ¡Corre, Pata de Elefante! ¡Pon esas zapatillas en la cara del segunda base!

Nunca llamaba a nadie por su nombre. Era siempre: eh, Rojo; eh, Rubio; eh, Cuatroojos; eh, Mediometro. Y nunca decía pelota; siempre p’lota.

Eddie, sonriente, se acercó un poquito más… y entonces se evaporó su sonrisa. El largo edificio de ladrillos, donde se recibían las cargas, se reparaban los camiones y se almacenaba mercadería por poco tiempo, estaba en ese momento oscuro y silencioso. Crecían las hierbas por entre la grava y ya no había camiones en los patios laterales: sólo una cabina, herrumbrosa y opaca.

Al acercarse un poco más, distinguió un cartel de empresa inmobiliaria, SE VENDE, en la ventana.

Tracker Hermanos se fundió, se dijo, sorprendido ante la tristeza que le causaba la idea, como si alguien hubiera muerto. Entonces se alegró de no haber ido a Broadway Oeste. Si la empresa de transportes, que parecía eterna, se había acabado, ¿qué habría sido de esa calle por la que tanto le gustaba caminar de niño? Comprendió, intranquilo, que prefería no saberlo. No quería ver a Greta Bowie con el pelo encanecido y las caderas engrosadas por exceso de silla, de bebida y de comida. Era mejor, más seguro, mantenerse lejos.

Eso es lo que todos deberíamos haber hecho: mantenernos lejos. No tenemos nada que hacer aquí. Volver al sitio donde uno ha crecido es como hacer una de esas descabelladas pruebas de contorsionista: meterse los pies en la boca y tragarse a uno mismo, de algún modo, hasta que nada queda. No se puede hacer, y cualquiera en su sano juicio debería alegrarse de que no sea posible. De cualquier modo, ¿qué habrá sido de Tony y Phil Tracker?

En el caso de Tony, un ataque cardiaco, tal vez. Tenía unos treinta y cinco kilos de más. Y con el corazón había que tener cuidado. Los poetas escribían mucho sobre los corazones deshechos y Barry Manilow los nombraba en sus canciones; a Eddie le parecía bien (él y Myra tenían todos los discos de Barry Manilow), pero él, por su parte, prefería hacerse un buen electrocardiograma todos los años. Sí, seguro: el corazón de Tony habría renunciado a ese mal empleo. ¿Y Phil? Mala suerte en las carreteras, quizás. Eddie, que también se ganaba la vida conduciendo (antes, al menos; últimamente sólo conducía para los famosos y pasaba el resto de sus días conduciendo un escritorio) conocía bien la mala suerte que acecha en las rutas. El viejo Phil podía haber caído por un barranco, en Nueva Hampshire o en los bosques de Tainesville, al norte de Maine, ya por hielo en la carretera, ya por haberle fallado los frenos bajo la lluvia. Eso, o cualquiera de las cosas que se cantaban en las canciones country sobre camioneros. Conducir escritorios podía ser un trabajo solitario, pero Eddie, que había estado tras el volante más de una vez, con el inhalador en el tablero, reflejado fantasmagóricamente en el parabrisas (y un bote de píldoras en la guantera) sabía que la verdadera soledad era un borrón rojizo: el color de las luces traseras del coche que iba delante, reflejadas en el pavimento mojado por una lluvia torrencial.

—Oh, Dios, cómo pasa el tiempo —dijo Eddie Kaspbrak en un susurro suspirante. Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado en voz alta.

Sintiéndose enternecido y triste al mismo tiempo (estado más común en él de lo que habría podido creer), rodeó el edificio. Sus costosos mocasines crujían en la grava. Por fin estuvo frente al terreno donde se jugaba al béisbol cuando él era niño… cuando, al parecer, el noventa por ciento del mundo estaba hecho de niños.

El lugar no había cambiado mucho, pero bastó un vistazo para convencerlo, sin lugar a dudas, de que ya no se jugaba allí; la tradición había muerto, simplemente, en algún momento de los años transcurridos, por sus propias razones.

En 1958, el rombo del terreno de juego no había estado demarcado por líneas de cal, sino por huellas abiertas por los pies al correr. No había bases, en realidad; los niños que iban a jugar allí (todos mayores que los perdedores, aunque Eddie recordó, en ese momento, que Stan Uris jugaba con ellos, de vez en cuando; como bateador era sólo pasable, pero corría mucho y tenía reflejos de ángel) tenían siempre cuatro trozos de lona sucia guardados bajo la plataforma de carga. Cuando se reunía un grupo suficiente, se retiraban esas lonas con aire de ceremonia; al adentrarse el crepúsculo al punto de impedir el juego, se las volvía a guardar con la misma ceremonia.

Eddie no vio rastros de las huellas abiertas. Los hierbajos crecían profusamente entre la grava. Aquí y allá se veían botellas de refrescos y cervezas, rotas y centelleantes. En los viejos tiempos, esos fragmentos de vidrio habrían sido retirados religiosamente. Lo único que permanecía igual era la alambrada de la parte trasera, de tres metros y medio, herrumbrada como sangre seca. Enmarcaba el cielo en muchas hileras de rombos.

Esto era territorio de home-run —pensó Eddie, divertido, con las manos en los bolsillos, ocupando el mismo sitio que había sido la meta, veintisiete años atrás—. Por encima de la alambrada y hacia Los Barrens. Eso se llamaba El Automático.

Rió con ganas y se volvió para mirar, nervioso, como si fuera un fantasma el que reía en voz alta, no un tipo bien vestido, de posición tan sólida como…, como…

Vamos, Eds —pareció susurrar la voz de Richie—. De sólido no tienes nada y en los últimos años las risadas han sido pocas y raras, ¿no?

—Sí, cierto —reconoció Eddie, en voz baja, mientras pateaba algunos guijarros.

En verdad, sólo había visto pasar dos pelotas sobre esa alambrada, ambas lanzadas por el mismo chico: Belch Huggins. Belch era enorme, casi hasta lo ridículo. A los doce años medía ya un metro ochenta y pesaba unos setenta y ocho kilos. Lo llamaban Belch (eructo), porque era capaz de eructar con asombrosa potencia y longitud. En sus mejores momentos parecía un cruce entre rana-toro con cigarra. A veces se golpeaba rápidamente la boca con la mano, mientras eructaba, emitiendo un sonido que parecía un grito indio, pero ronco.

Belch era enorme, sin llegar a gordo, recordó Eddie, pero se hubiera dicho que no era voluntad de Dios que un niño de doce años alcanzara tamaña corpulencia: si no hubiera muerto ese verano, habría llegado al metro noventa y cinco, por lo menos; tal vez habría aprendido, mientras tanto, cómo maniobrar con ese cuerpo descomunal por un mundo de personas más pequeñas. Quizás habría aprendido a moverse con desenvoltura. Pero a los doce años era torpe y perverso; no llegaba a ser retardado pero, casi lo parecía, por la falta de gracia de sus movimientos. No tenía, en absoluto, los ritmos naturales de Stanley; era como si su cuerpo no se hablara con su cerebro y existiera en su propio cosmos de truenos lentos. Eddie recordaba la tarde en que una pelota baja, lenta, larga, había sido lanzada directamente hacia la posición de Belch, en el campo exterior. Belch no necesitaba siquiera moverse. Permaneció mirando hacia arriba, con el guante levantado en un gesto casi sin objetivo y la pelota, en vez de hundirse en su guante, le pegó directamente en la coronilla, produciendo un hueco ¡bonk! Fue como si la hubieran arrojado, desde tres pisos de altura, contra el techo de un automóvil. Rebotó hasta alcanzar más de un metro de altura y bajó limpiamente al guante de Belch. Un desdichado, de nombre Owen Phillips, festejó con una carcajada aquel sonido hueco. Belch se acercó para patearle el culo con tanta fuerza, que el chico Phillips había corrido a su casa, aullando, con un agujero en los fondillos. Nadie más rió, al menos por fuera. Eddie se dijo que, si Richie Tozier hubiera estado allí, no habría podido evitarlo y Belch lo hubiera mandado al hospital.

Belch era igualmente lento como bateador; era fácil ganarle de mano y, si pegaba una, hasta el más torpe de los infielders se le adelantaba sin problemas. Pero cuando pegaba una, la enviaba muy, muy lejos. Las dos veces que Eddie vio a Belch enviar una pelota por encima de la cerca fueron dos maravillas. La primera nunca fue recobrada, aunque diez o doce chicos se pasearon largamente por el terraplén que se hundía en Los Barrens, buscándola.

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