It (Eso) – Stephen King

En realidad, no tenía idea de lo que podía venir después. El vértigo, la sensación de estar en un sitio que era, en verdad, la nada, la amenazaba otra vez. A los diecinueve años había hecho una gira con una pequeña compañía teatral: cuarenta representaciones, no tan maravillosas, de Arsénico y encaje antiguo, en otras tantas poblaciones pequeñas y no tan maravillosas, en cuarenta y siete días no tan espléndidos. Empezaron por el Teatro-comedor Peabody, en Massachusetts, para terminar en Play It Again Sam, en Sausalito. Y en algún punto intermedio, en alguna ciudad del Medio Oeste, como Ames, Iowa, o Grand Isle, Nebraska, o quizá Jubilee, Dakota del Norte, había despertado así, en medio de la noche, asustada por la desorientación, sin saber en qué ciudad estaba, qué día era ni por qué estaba allí, dondequiera que fuese. Hasta su nombre le resultaba irreal.

Y esa sensación volvía ahora. Su mal sueño se prolongaba en la vigilia haciéndole experimentar un horror alucinante de caída libre. La ciudad parecía haberla envuelto como una pitón y la sensación que le provocaba no tenía nada de agradable. Se descubrió lamentando no haber seguido el consejo de Freddie. Habría debido quedarse.

Su mente se fijó en Bill aferrándose a la idea de él tal como una mujer que se estuviera ahogando se aferraría a un madero, a un salvavidas, a cualquier cosa que

(aquí abajo todos flotamos, Audra)

flotara.

La recorrió un escalofrío; cruzó los brazos sobre los pechos desnudos, estremecida, y vio que tenía la piel de gallina. Por un momento le pareció que una voz había hablado dentro de su cabeza, como si allí hubiera una presencia extraña.

¿Me estaré volviendo loca? Dios mío, ¿es eso?

No —respondió una parte de su mente—. Es sólo desorientación… causada por el viaje… y la preocupación por tu marido. Nadie habla dentro de tu cabeza. Nadie…

—Aquí abajo todos flotamos, Audra —dijo una voz desde el baño. Era una voz real, real como las casas. Y astuta. Astuta, sucia, maligna—. Tú también flotarás.

La voz emitió una risita, que bajó de tono hasta parecer un burbujeo en un desagüe tapado. Audra gritó… y se cubrió la boca con las manos.

—No he oído eso.

Lo dijo en voz alta. Desafiando a la voz a contradecirla. No pasó nada. La habitación estaba silenciosa. En algún lugar, lejos, un tren silbó en la noche.

De pronto sintió tal necesidad de Bill que le pareció imposible esperar a que amaneciera. Estaba en un cuarto de motel, exactamente igual a otros treinta y nueve, pero aquello era demasiado. Todo. Cuando una empieza a oír voces, todo es demasiado. Demasiado escalofriante. Le parecía estar deslizándose otra vez hacia la pesadilla de la que acababa de escapar. Se sentía asustada y terriblemente sola. Peor aún —pensó—. Me siento muerta. De pronto, su corazón se detuvo por dos segundos haciéndole soltar una tos sobresaltada. Tuvo un instante de claustrofobia dentro de su propio cuerpo y se preguntó si ese terror no tenía, después de todo, una raíz estúpida y vulgarmente física. Si no estaría a punto de sufrir un ataque al corazón. O si no lo había tenido ya.

Su corazón se asentó, pero intranquilo.

Audra encendió el velador y miró su reloj. Las tres y doce. Él estaría durmiendo, pero eso no le importaba; ya no importaba sino oír su voz. Quería terminar la noche con él. Si Bill estaba a su lado, su reloj físico se ajustaría al de él, asentándose, y no habría pesadillas. Él vendía pesadillas a los otros (ésa era su profesión), pero a ella no le había dado otra cosa que paz. Por fuera de esa nuez extraña, fría, incrustada en la imaginación de Bill, él parecía creado y planeado para la paz. Tomó la guía amarilla y buscó el número del «Town House».

—Hotel «Town House».

—Por favor, ¿quiere llamar a la habitación del señor Denbrough? El señor William Denbrough.

—Pero ¿ese hombre nunca recibe llamadas de día? —dijo el empleado.

Antes de que ella pudiera preguntar qué quería decir con eso, había hecho la conexión. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Ella lo imaginó dormido, completamente arrebujado bajo las mantas, salvo la coronilla; imaginó una mano que salía, buscando a tientas el teléfono. Se lo había visto hacer en otras ocasiones y una sonrisita cariñosa afloró a sus labios. Desapareció cuando el teléfono sonó por cuarta vez… por quinta y sexta. Antes de que terminara el séptimo timbrazo, la conexión se cortó.

—Esa habitación no contesta.

—Déjese de bromas, Sherlock —dijo Audra, más asustada que nunca—. ¿Está seguro de que llamó a la habitación correspondiente?

—Por supuesto —aseguró el empleado—. El señor Denbrough recibió una llamada desde otra habitación, hace apenas cinco minutos. Sé que la atendió, porque la luz permaneció encendida en el tablero por un minuto o dos. Seguramente fue a la habitación de la persona que llamó.

—Bueno, ¿qué habitación era ésa?

—No recuerdo. Creo que era del sexto piso, pero…

Dejó caer el teléfono en su horquilla atacada por una certeza descorazonadora. Era una mujer. Una mujer lo había llamado… y él estaba con ella. Bueno, Audra, ¿y ahora? ¿Cómo lidiamos con esto?

Sintió que las amenazaban las lágrimas; ardían en sus ojos y en su nariz; en la garganta sentía el nudo de un sollozo. No había enfado, al menos por el momento, pero sí una enfermiza sensación de pérdida y abandono.

Audra, domínate. Estás sacando conclusiones apresuradas. Estamos en medio de la noche, has tenido una pesadilla y ahora supones que Bill está con otra mujer. Pero no es necesariamente cierto. Lo que vas a hacer es sentarte. De cualquier modo, ya no podrás dormir. Encenderás la luz y acabarás la novela que compraste para leer en el viaje. ¿Recuerdas lo que decía Bill? No hay droga mejor. Un Valium bibliográfico. Basta de miedos, basta de locuras y de oír voces. Dorothy Sayers y Lord Peter: eso es lo que te hace falta. Los nueve sastres. Eso te ayudará a esperar hasta el amanecer. Eso te…

La luz del baño se encendió sin previo aviso; Audra lo vio por debajo de la puerta. El picaporte chascó y la puerta se abrió en un movimiento entrecortado. Audra miraba fijamente todo aquello, con los ojos dilatados y los brazos instintivamente cruzados sobre el pecho. El corazón empezó a golpearle contra las costillas; un agrio gusto a adrenalina le invadió la boca.

La voz, lenta y arrastrada, dijo:

—Aquí abajo todos flotamos, Audra.

Esa última palabra se convirtió en un grito largo, grave, que iba desvaneciéndose: Audraaaaa… y terminó, una vez más, en ese burbujeo ahogado que tanto se parecía a una carcajada.

—¿Quién está ahí? —exclamó. Eso no era mi imaginación, nada de eso, no me vas a decir que…

El televisor se encendió. Audra giró en redondo y vio a un payaso que vestía un traje plateado con grandes botones de color naranja; estaba haciendo cabriolas en la pantalla. En vez de ojos tenía sólo cuencas negras. Cuando estiró sus labios maquillados en una sonrisa, ella le vio dientes que parecían navajas de afeitar. El payaso sostenía una cabeza arrancada, chorreante, con los ojos en blanco y la boca abierta. De cualquier modo, ella reconoció la cabeza de Freddie Firestone. El monigote reía y bailaba, haciendo girar la cabeza de Freddie. Unas gotas de sangre salpicaron el interior de la pantalla. Audra las oyó sisear allí dentro.

Trató de gritar, pero de su boca no surgió sino un débil gemido. Buscó a tientas el vestido que había dejado en el respaldo de la silla. Cogió la cartera. Huyó al pasillo y cerró de un portazo tras de sí, jadeando. Dejó caer el bolso entre los pies y se pasó el vestido por la cabeza.

—Flotamos —dijo una voz baja, carcajeante, detrás de ella.

Un dedo frío le acarició el talón desnudo.

Audra soltó otro grito afónico y se apartó de la puerta, como bailando. Unos blancos dedos de cadáver surgían por abajo, buscando, con las uñas arrancadas y las raíces (blancas, purpúreas, sin sangre) al descubierto. Hacían ruidos susurrantes contra la áspera alfombra del pasillo.

Audra manoteó la correa de su bolso y corrió, descalza, hacia la puerta que cerraba el pasillo. Ya la cegaba el pánico. Su única idea era encontrar el «Town House», encontrar a Bill. No importaba que estuviese en la cama con diez mujeres; si quería, podía formar un harén. Pero ella lo encontraría para que la sacara de ese algo indecible que había en esa ciudad.

Huyó por el sendero hacia el aparcamiento buscando su coche con la mirada. Por un momento su mente se inmovilizó; ni siquiera recordaba en qué había llegado. Luego vino: un Datsun de color tabaco. Lo vio hundido hasta los ejes en la niebla inmóvil y corrió hacia él.

No podía encontrar las llaves en el bolso. Revolvió con pánico creciente, entre pañuelos de papel, cosméticos, monedas, gafas de sol y chicles formando un enredo incomprensible. No reparó en el maltratado LTD estacionado junto a su coche, ni en el hombre sentado al volante. Tampoco se dio cuenta cuando se abrió la puerta del LTD y aquel hombre bajó. No hacía sino tratar de entendérselas con la maldita certeza de haber dejado las llaves en la habitación. Y le sería imposible volver a entrar.

Por fin, sus dedos tocaron un metal serrado bajo una caja de caramelos de menta. Cogió aquello con un gritito de triunfo. Por un momento terrible pensó que podía ser la llave del Rover, que en ese momento descansaba en el aparcamiento del ferrocarril inglés a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia. Pero entonces palpó la etiqueta plástica de la agencia. Metió la llave en la cerradura respirando en breves jadeos y la hizo girar.

Fue entonces cuando una mano cayó sobre su hombro.

Gritó. Esa vez gritó con todas sus fuerzas. En algún lugar, un perro ladró como respuesta, pero eso fue todo. La mano, dura como el acero, se clavó encarnizadamente y la obligó a volverse.

La cara que tenía ante sí estaba hinchada, llena de chichones. Los ojos centelleaban. Cuando los labios magullados se abrieron en una sonrisa grotesca, ella vio que ese hombre tenía varios dientes rotos. Los muñones parecían mellados y salvajes.

Trató de hablar y no pudo. La mano apretó con más fuerza, clavándose.

—¿No la he visto en el cine? —preguntó Tom Rogan, susurrando.

3

El cuarto de Eddie

Beverly y Bill se vistieron apresuradamente sin hablar y subieron a la habitación de Eddie. Camino del ascensor oyeron que en alguna parte, a sus espaldas, sonaba un teléfono. Era un sonido apagado, como de otro lugar.

—Bill, ¿no era el tuyo?

—P-p-puede ser —dijo él—. Alg-g-guno de los otros q-q-que llam-llamaba, tal vez.

Y pulsó el botón de SUBIR.

Eddie les abrió la puerta, pálido y tenso. Tenía el brazo izquierdo doblado en un ángulo a un tiempo peculiar y extrañamente evocativo de otros tiempos.

—Estoy bien —les dijo—. Tomé dos Darvon. Ahora ya no duele tanto.

Pero era obvio que dolía igual. Sus labios, tan apretados que casi desaparecían, se habían puesto purpúreos por el shock.

Bill miró más allá y vio el cadáver en el suelo. Le bastó una mirada para comprobar dos cosas: que era Henry Bowers y que estaba muerto. Pasó junto a Eddie y se arrodilló junto al cadáver. Tenía el cuello de una botella clavada en el abdomen junto con los jirones de la camisa. Sus ojos vidriosos estaban entreabiertos. La boca, llena de sangre medio coagulada, era una mueca; sus manos, garras.

Una sombra cayó sobre él. Bill levantó la mirada. Era Beverly, que miraba a Henry sin expresión alguna.

—Tantas veces nos persiguió… —murmuró Bill.

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—No parece haber envejecido, ¿verdad, Bill? No parece nada envejecido.

Abruptamente se volvió hacia Eddie, que estaba sentado en la cama. A él sí se le veía envejecido: viejo y ojeroso, el brazo inútil apoyado en el regazo.

—Tenemos que llamar a un médico para Eddie.

—No —dijeron Bill y Eddie al unísono.

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