It (Eso) – Stephen King

Él estaba lo-lo-loco —dice Bill. Y piensa: El solo hecho de que Henry fuese con un chiflado como Patrick Hockstetter al avanzar el verano… es revelador, ¿no? O Henry estaba perdiendo parte de su encanto, de su atractivo, o su propia demencia había progresado tanto que el chico Hockstetter le parecía normal. Ambas cosas llevan a lo mismo: la creciente… ¿degeneración, la llamaríamos?, de Henry. ¿Sirve esa palabra? Sí, teniendo en cuenta lo que le sucedió y dónde terminó.

Hay otra cosa que apoya esa idea, se dice Bill, pero todavía la recuerda apenas vagamente. Él, Richie y Beverly bajaron al local de Tracker Hermanos a principios de agosto; los cursos de verano que habían mantenido a Henry más o menos lejos de ellos estaban a punto de terminar. ¿Y Victor Criss no había ido a hablarles? Sí, en efecto. Por entonces las cosas se acercaban rápidamente a su fin y Bill piensa que todos los chicos de Derry lo presentían; más que nadie, los Perdedores y el grupo de Henry. Pero eso había sido después.

Oh, sí, en eso tienes razón —dice Beverly, secamente—. Patrick Hockstetter estaba chiflado. Ninguna de las chicas quería sentarse a su lado en la escuela. Una estaba tranquilamente sentada, haciendo sus tareas y de pronto sentía una mano… casi tan liviana como una pluma, pero caliente y sudorosa. Carnosa. —Traga saliva y su garganta emite un pequeño chasquido. Los otros la observan con solemnidad, alrededor de la mesa—. Una la sentía en el costado o sobre el pecho. Claro que ninguna de nosotras tenía mucho pecho por aquel entonces. Pero a Patrick no parecía interesarle eso… Una sentía ese… contacto y se apartaba con un movimiento brusco, volviéndose. Y allí estaba Patrick, sonriente, con sus grandes labios gomosos. Tenía una caja para lápices…

—Llena de moscas —dice Richie bruscamente—. Ya sé. Las mataba con una regla grande, verde, y las guardaba en su caja de lápices. Hasta recuerdo cómo era esa caja: roja, con una tapa de plástico con ondas blancas que se abría deslizándose.

Eddie asiente.

—Una se apartaba. Y él, con una gran sonrisa, solía abrir la caja de lápices para que uno pudiese ver esas moscas muertas —prosigue Beverly—. Y lo peor, lo más horrible, era el modo en que sonreía, siempre sin decir nada. La señora Douglas lo sabía, porque Greta Bowie lo había delatado, y creo que también Sally Mueller dijo algo, una vez. Pero… creo que la señora Douglas también le tenía miedo.

Ben se mece hacia atrás, sobre las patas traseras de la silla, con las manos entrelazadas detrás del cuello. Beverly no puede creer que esté tan delgado.

—Estoy seguro de que tienes razón —dice él.

—¿Q-q-qué le p-pasó, Be-beverly? —pregunta Bill.

Ella vuelve a tragar saliva, tratando de luchar contra el poder de pesadilla de lo que vio aquel día, en Los Barrens. Iba con sus patines atados y colgados del cuello sintiendo todavía una punzada en la rodilla que se había golpeado al caer en el pasaje Saint Crispin, otra de las cortas calles arboladas que terminaban, sin salida, allí donde la tierra descendía —y desciende— abruptamente hacia Los Barrens. Recuerda (oh, qué claros y potentes son esos recuerdos cuando vienen) que llevaba puestos unos pantaloncitos cortos, demasiado cortos, en realidad, porque apenas le cubrían el elástico de las bragas. En el último año transcurrido había cobrado mayor conciencia de su cuerpo; en los últimos seis meses, mejor dicho, a medida que sus curvas se acentuaban y se tornaban más femeninas. Uno de los motivos de esa mayor consciencia era el espejo, por supuesto, pero no el principal; el principal era que su padre parecía más áspero, en los últimos tiempos; tendía más a abofetearla, hasta a pegarle con el puño. Parecía inquieto, casi enjaulado, y ella se ponía cada vez más nerviosa cuando lo tenía cerca. Era como si entre los dos provocasen, cierto olor, un olor que no existía cuando ella estaba sola en el apartamento, un olor que no había existido antes, antes de ese verano. Y cuando mamá no estaba todo era peor. Si había un olor, cierto olor, él también debía percibirlo, porque Bev lo veía cada vez menos; en parte, porque su grupo jugaba a los bolos en el verano; en parte, porque él estaba ayudando a su amigo Joe Tammerly a arreglar coches… Pero Beverly sospechaba que también era por ese olor, el que provocaban cuando estaban juntos, sin ninguna intención por parte de ellos, pero tan inevitable como el sudor en verano.

La imagen de los pájaros, cientos y miles de pájaros que descienden hacia los tejados, los cables telefónicos, las antenas de televisión, vuelve a interponerse.

—Y hiedra venenosa —dice en voz alta.

—¿Q-q-qué? —pregunta Bill.

Algo sobre la hiedra venenosa —repite ella, lentamente, mirándolo—. Pero era Eso. Sólo parecía hiedra venenosa. ¿Mike…?

—No importa —dice Mike—. Ya te vendrá. Cuéntanos lo que ya recuerdes, Bev.

Recuerdo los pantalones cortos, azules —les diría—, y lo desteñidos que estaban; cómo me apretaban a la altura del trasero y las caderas. Tenía medio paquete de Lucky Strike en un bolsillo y el Bullseye en el otro…

—¿Recuerdas el Bullseye? —pregunta a Richie.

Pero asienten todos.

Me lo dio Bill —prosigue ella—. Yo no quería, pero… él… —Sonríe a Bill, algo débilmente—. Al Gran Bill no se le podía decir que no, eso era todo. Así que lo tomé. Y por eso estaba sola aquel día. Para practicar. Aún no creía tener valor para utilizarlo, llegado el caso. Pero… aquel día lo utilicé. Fue preciso. Maté a uno de ellos… a una parte de Eso. Fue terrible. Aun ahora me cuesta pensar en eso. Y uno de los otros me atrapó. Mirad.

Levanta el brazo y lo vuelve para que todos puedan ver una cicatriz hundida en la parte más redonda del antebrazo. Parece producida por la presión de un objeto circular y caliente, del tamaño de un habano. Al mirarla, Mike Hanlon siente un escalofrío. Es una de las partes de la historia que, al igual que el involuntario diálogo íntimo de Eddie con Keene, ha sospechado sin tener confirmación.

—En cierto aspecto tenías razón, Richie —dice—. Ese Bullseye era un arma asesina. Me daba miedo, pero también me gustaba.

Richie ríe y le da una palmada en la espalda.

—Mierda, siempre lo supe, falda tonta —afirma.

—¿Sí? ¿De veras?

—Sí, de veras. Me lo decían tus ojos, Bevvie.

—Es que parecía un juguete, pero era de verdad. Con aquel tirachinas se podían abrir agujeros en las cosas.

—Y aquel día abriste un agujero en cierta cosa —musita Ben.

Ella asiente.

—¿Fue a Patrick a quien…?

—¡No, por Dios! —exclama ella—. Fue al otro… esperad. —Apaga su cigarrillo, bebe un sorbo y logra sosegarse. Bueno, no del todo, pero por el momento, según sospecha, no logrará nada mejor—. Yo había estado patinando. Me caí y me di un buen golpe. Entonces decidí bajar a Los Barrens para practicar. Primero fui a la casita, para ver si estabais allí. No había nadie. Sólo aquel olor a humo. ¿Recordáis lo que tardamos en sacar el olor?

Todos asienten, sonriendo.

—Nunca logramos sacarlo del todo —dice Ben.

—Luego eché a andar hacia el vertedero —prosigue ella—, porque allí era donde hacíamos… las pruebas, creo que las llamabais. Allí había muchas cosas para probar puntería. Hasta ratas, quizá. —Hace una pausa. Su frente se ha cubierto de una fina niebla de sudor—. En realidad, yo quería tirar contra las ratas —dice, por fin—. Contra algo vivo. Contra las gaviotas, no; sabía que no podría matar a una gaviota. Pero una rata… Quería intentarlo.

»Me alegro de haber ido desde Kansas y no desde Old Cape, porque allí, en el terraplén del ferrocarril, no había dónde esconderse. Me habrían visto enseguida y sólo Dios sabe lo que podría haber pasado.

—¿Qui-qui-quiénes te habrían visto?

Ellos. Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins y Patrick Hockstetter. Estaban en el vertedero y…

De pronto los sorprende a todos con una risa de niña; sus mejillas enrojecen. Ríe hasta que los ojos se le llenan de lágrimas.

—Vamos, Bev —dice Richie—. Coño, cuéntanos el chiste.

—Oh, era un chiste, sí —reconoce ella—. Era un chiste, pero creo que me habrían matado si me hubiesen visto.

—¡Ahora me acuerdo! —exclama Ben, y él también se echa a reír—. Recuerdo que nos lo contaste.

Beverly, riendo como una loca, dice:

—Se habían bajado los pantalones y estaban tirándose pedos.

Hay un instante de pasmado silencio. Después, todos sueltan la carcajada. El sonido retumba en la biblioteca.

Mientras piensa cómo contarles la muerte de Patrick Hockstetter, lo primero que enfoca su atención es el aspecto del vertedero cuando uno llegaba por Kansas Street; era como entrar en un extraño cinturón de asteroides. Había un camino de tierra, con huellas profundas (en realidad, era una carretera de la ciudad que hasta tenía nombre: Old Lyme), que iba desde Kansas Street hasta el vertedero, la única calle que llegaba a Los Barrens; la utilizaban los camiones recolectores de residuos. Beverly caminó cerca de Old Lyme, pero sin pisarla, porque se había vuelto más cautelosa (como todos ellos, probablemente) desde la fractura sufrida por Eddie. Sobre todo, cuando estaba sola.

Avanzó por entre densas matas, esquivando un matorral de hiedra venenosa, cubierto de hojas aceitosas y rojizas, oliendo la podredumbre ahumada del vertedero, oyendo las gaviotas. A su izquierda, por ocasionales aperturas en el follaje, se veía Old Lyme.

Los otros la miran, esperando. Ella hurga en su paquete de cigarrillos y lo encuentra vacío. Richie, sin decir palabra, le pasa uno de los suyos.

Ella lo enciende, mira alrededor y dice:

—Caminar hacia el vertedero desde Kansas Street era, hasta cierto punto, como

2

entrar en un extraño cinturón de asteroides. El cinturón de basuroides. Al principio no había sino matorrales que brotaban del suelo esponjoso. De pronto, uno veía el primer basuroide: una lata oxidada o una botella de gaseosa, llena de bichos atraídos por los restos dulzones de la bebida. Después, un brillante destello de sol, despedido por un trozo de papel de aluminio que colgaba de un árbol. Se podía ver algún somier (o tropezar con él, si uno no andaba con cuidado) o algún hueso llevado por algún perro para mascar hasta el aburrimiento.

El vertedero en sí no era tan feo; por el contrario, tenía cierto interés, pensó Beverly. Lo horrible (lo que daba un poco de miedo) era el modo en que se había extendido, creando aquel cinturón de basuroides.

Ya estaba cerca. Los árboles eran más grandes, casi todos abetos, y los matorrales iban raleando. Las gaviotas graznaban con sus voces agudas y quejosas; el aire estaba denso con el olor a quemado.

De pronto, a la derecha de Beverly, inclinada contra la base de un árbol, apareció una herrumbrada nevera Amana. Beverly le echó un vistazo, recordando vagamente al policía que había ido a darles una charla en tercer grado. Les había dicho que algunas cosas desechadas como las neveras, eran peligrosas; algunos niños solían meterse dentro para jugar al escondite, por ejemplo, y allí podían morir asfixiados. Aunque para qué iba una a esconderse en una mugrienta…

Se oyó un grito, tan cerca que le hizo dar un salto, seguido por risas. Beverly sonrió. Después de todo, estaban allí. Habían dejado la casita por el olor a humo y estaban allí, tal vez rompiendo botellas a pedradas o recogiendo desperdicios.

Empezó a apretar el paso olvidando la raspadura de su rodilla en su ansiedad por verlos…, por verlo a él, el de pelo rojo tan parecido al suyo, por si le sonreía con esa sonrisa unilateral, que tanto la emocionaba. Se sabía demasiado joven como para amar a un chico; a su edad no se podían tener sino «enamoramientos», pero aun así amaba a Bill. Y apretó el paso, balanceando pesadamente los patines en el hombro, mientras la goma del Bullseye marcaba un ritmo suave contra su nalga izquierda.

Estuvo a punto de salirles al encuentro antes de darse cuenta de que no se trataba de su grupo, sino del de Bowers.

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