It (Eso) – Stephen King

Su mano derecha salió disparada hacia la mesita de noche. Allí había una jarra de plástico y un grueso vaso de vidrio. Su mano se ciñó al vaso. Lamonica percibió el cambio; esa luz soñadora, complacida, desapareció de sus ojos reemplazada por una cautelosa confusión. Retrocedió un poquito. En ese instante, Mike levantó el vaso y se lo clavó en la cara.

Lamonica, con un grito, retrocedió a tropezones dejando caer la jeringuilla. Sus manos se alzaron a la cara lastimada. La sangre le corrió por las muñecas manchando la chaquetilla blanca.

La energía desapareció tan súbitamente como había llegado. Mike miró inexpresivamente los fragmentos de vidrio roto que había sobre la cama, la bata de hospital, su propia mano sangrante. Oyó el ruido rápido y liviano de suelas de goma en el pasillo.

Ahora vienen —pensó—. Oh, sí, ahora. Y cuando se hayan ido, ¿quién se presentará? ¿Quién aparecerá después?

Irrumpieron en su habitación las mismas enfermeras que tan tranquilamente habían permanecido en su sala mientras el timbre sonaba frenéticamente. Mike cerró los ojos y rezó por que todo terminara. Rezó por que sus amigos estuvieran en algún lugar, debajo de la ciudad, por que estuvieran bien, por que pusieran fin a todo.

No sabía con exactitud a quién le rezaba… pero lo hizo, de todas maneras.

13

Bajo la ciudad, 6.54 h.

—E-e-está bi-bien —dijo Bill, por fin.

Ben no habría podido decir cuánto tiempo habían permanecido en la oscuridad, tomados de las manos. Le parecía haber sentido algo, algo que había brotado de ellos, del círculo, y acababa de volver. Pero no sabía a dónde había ido esa cosa, si acaso existía, ni para hacer qué.

—¿Estás seguro, Gran Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí. —Bill soltó las manos de Richie y de Beverly—. P-p-pero tendre-tendremos que terminar esto lo a-a-antes p-posible. V-v-vamos.

Continuaron la marcha. Richie o Bill encendían periódicamente una cerilla. No tenemos siquiera una escopeta de aire comprimido —pensó Ben—. Pero eso es parte del asunto, ¿verdad, Chüd? ¿Qué significa? ¿Qué era Eso, exactamente? ¿Cuál era su cara definitiva? Aun si no lo matamos, lo herimos. ¿Cómo?

La cámara por la que caminaban (ya no podía llamársele túnel) se hacía cada vez más grande. Sus pasos despertaban ecos. Ben recordó el olor, ese fuerte olor a zoológico. Se dio cuenta de que ya no hacían falta las cerillas: había una especie de luz, un resplandor horrible que se tornaba cada vez más potente. En esa luz pantanosa, sus amigos parecían cadáveres ambulantes.

—Allí delante hay una pared, Bill —dijo Eddie.

—Ya lo s-s-sé.

Ben sintió que su corazón volvía a cobrar velocidad. Tenía un gusto agrio en la boca y empezaba a dolerle la cabeza. Se sentía deprimido y asustado. Gordo.

—La puerta —susurró Beverly.

Sí, allí estaba. En otra ocasión, veintisiete años antes, habían cruzado esa puerta con sólo agachar la cabeza. Ahora tendrían que pasar a cuatro patas. Habían crecido; allí estaba la prueba final, por si hacía falta.

Ben sentía los puntos del pulso en la sien y en las muñecas, calientes y llenos de sangre. Su corazón había tomado un palpitar ligero y rápido que se parecía a la arritmia. Pulso de paloma, pensó, sin saber por qué, y se humedeció los labios con la lengua.

Por debajo de esa puerta surgía una luz brillante, entre amarilla y verde; atravesaba el adornado agujero de la cerradura en un rayo retorcido, tan grueso que parecía posible cortarlo.

La marca seguía sobre la puerta y una vez más todos vieron algo diferente en ese extraño diseño. Beverly vio la cara de Tom. Bill, la cabeza cortada de Audra, con ojos inexpresivos que se fijaban en él con horrible acusación. Eddie vio una calavera sonriente, puesta sobre dos tibias cruzadas: el símbolo del veneno. Richie, la cara barbuda de un Paul Bunyan enajenado cuyos ojos estaban convertidos en rendijas de asesino. Y Ben vio a Henry Bowers.

—¿Somos lo bastante fuertes, Bill? —preguntó—. ¿Podemos hacer esto?

—N-n-n-no lo sé —dijo Bill.

—¿Y si está cerrada? —sugirió Beverly con un hilo de voz.

La cara de Tom le hacía burla.

—N-no —afirmó Bill—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-ce-cerrados.

Apoyó los dedos de la mano derecha, bien estirados, contra la puerta (tuvo que agacharse para eso) y empujó. La puerta giró hacia un torrente de luz amarillo-verdosa, enfermiza. Los recibió aquel olor a zoológico, el olor del pasado hecho presente, horriblemente vivo, obscenamente vital.

Gira, rueda, pensó Bill porque sí. Y miró en derredor. Luego se dejó caer sobre manos y rodillas. Beverly lo siguió. Después, Richie. Detrás, Eddie. Ben fue el último; le ardía la piel con el contacto de la vieja suciedad que cubría el suelo. Pasó por el portal y, al incorporarse, el último recuerdo cayó en su sitio con la fuerza de un ariete psíquico.

Lanzó un grito y retrocedió, tambaleándose, con una mano alzada hacia la frente. Su primer pensamiento, desconectado, fue: No me sorprende que Stan se suicidara. ¡Oh, Dios, por qué no me suicidé yo también! Vio la misma expresión de aturdido espanto y la nueva aprensión en los rostros de los otros, en tanto las últimas llaves iban girando en sus correspondientes cerraduras.

Un momento después, Beverly, chillando, se aferraba a Bill: bajando a toda velocidad por la cortina de gasa de su tela venía Eso: una araña de pesadilla surgida de más allá del tiempo y el espacio, una araña que no hubiera podido imaginar el habitante más febril del más profundo infierno.

No —pensó Bill, fríamente—, tampoco es una araña, en realidad, pero esta forma no es algo que Eso haya tomado de nuestra mente; es lo más que nuestra imaginación puede aproximarse a

(los fuegos fatuos)

lo que Eso es.

Medía, tal vez, cuatro metros y medio de alto; era negra como una noche sin luna. Cada una de sus patas era gruesa como el muslo de un levantador de pesas. Sus ojos eran rubíes malévolos y brillantes que abultaban las cuencas, llenas de un fluido chorreante del color del cromo. Sus mandíbulas serradas se abrían y se cerraban, una y otra vez, dejando caer cintas de espuma. Ben, petrificado en un éxtasis de horror, vacilando en el límite de la locura total, observó, con la calma que existe en el ojo de la tormenta, que esa espuma estaba viva al caer en el suelo maloliente, se filtraba en las rendijas retorciéndose como un protozoario.

Pero Eso es otra cosa, una forma final que casi puedo ver, como se puede ver la forma de un hombre moviéndose tras la pantalla cinematográfica, en pleno espectáculo, otra forma. Pero no quiero verla, por favor, Dios mío, no quiero ver a Eso

Y no importaba, ¿verdad? Veían lo que veían y Ben comprendió, de algún modo, que Eso estaba aprisionado en esa forma definitiva, la forma de la Araña, por esa visión del grupo, colectiva, no buscada, sin paternidad. Era contra este Eso que deberían vivir o morir.

La criatura gemía y chillaba. Ben tuvo la seguridad de que estaba oyendo dos veces esos ruidos: en la cabeza y, una fracción de segundo después, en los oídos. Telepatía —pensó—. Le estoy leyendo la mente. Su sombra era un huevo achaparrado que se deslizaba sobre la antigua pared de esa madriguera. El cuerpo estaba cubierto de pelo áspero y Ben vio que poseía un aguijón capaz de ensartar a un hombre. De la punta surgía un fluido transparente que también estaba vivo; como la saliva, el veneno se retorcía hasta escapar por las rendijas del suelo. El aguijón, sí…, pero debajo de él, la barriga de Eso se abultaba grotescamente, casi arrastrándose por el suelo. Eso cambiaba ahora de dirección, encaminándose, sin fallar, hacia el jefe del grupo: hacia Bill.

Es la bolsa de los huevos —pensó Ben y su mente pareció gritar ante las implicaciones de aquella idea—. No importa qué sea Eso más allá de lo que vemos: esta representación es correcta, al menos simbólicamente: Eso es hembra y está preñada. Estaba preñada ya en aquel entonces y ninguno de nosotros se dio cuenta. Excepto Stan, quizá. Oh, Cristo, sí, fue Stan quien lo comprendió, Stan, no Mike. Stan, quien nos dijo… Por eso tuvimos que volver, pasara lo que pasara, porque Eso es hembra y está preñada de algún engendro inconcebible… y está al final de su gestación.

Increíblemente, Bill Denbrough se estaba adelantando para salir al encuentro de Eso.

—¡No, Bill! —gritó Beverly.

—¡Que-que-quedaos atrás! —gritó Bill, sin volverse.

Un momento después, Richie corría hacia él gritando su nombre y Ben descubría que sus propias piernas se habían puesto en movimiento. Le parecía tener una panza fantasmal bamboleándose delante de él; la sensación le resultó agradable: Tener que volver a ser niños —pensó, incoherente—. Es el único modo en que puedo impedir que Eso me vuelva loco. Tengo que convertirme otra vez en niño…, tengo que aceptarlo. De algún modo.

Corría. Gritaba el nombre de Bill. Apenas consciente de que Eddie corría a su lado, balanceando el brazo roto con el cinturón de bata que Bill había usado para atarlo arrastrándose por el suelo. Eddie había sacado su inhalador. Parecía un pistolero desnutrido y demente armado de alguna extraña pistola.

Ben oyó que Bill aullaba:

—¡Tú ma-ma-mataste a mi hermano, hi-i-ija de p-puta!

Entonces Eso alzó las patas frente a Bill sepultándolo en su sombra, pataleando en el aire. Ben oyó un maullido ansioso y miró aquellos ojos malignos, rojos, ajenos al tiempo. Por un instante vio, sí, la forma oculta detrás de la apariencia: vio luces, vio una cosa peluda, reptante, infinita, que estaba hecha de luz y nada más, de luz naranja, una luz muerta que se fingía viva.

El rito se inició por segunda vez.

XXII. EL RITO DE CHÜD

1

En la madriguera de Eso, 1958

Fue Bill quien los retuvo unidos mientras la gran Araña negra bajaba a toda velocidad por su tela provocando una brisa venenosa que les revolvía el pelo. Stan chilló como un bebé, los ojos pardos se le desorbitaban, se arañaba las mejillas con los dedos. Ben retrocedió lentamente hasta que su amplio trasero tocó la pared, a la izquierda de la puerta. Sintió un fuego frío que le quemaba los pantalones y volvió a apartarse, pero como en un sueño. Sin duda, nada de todo eso podía estar ocurriendo; era, simplemente, la peor pesadilla del mundo. Descubrió que no podía levantar las manos. Parecían atadas a grandes pesos muertos.

Richie sintió que los ojos se le iban hacia la tela. Aquí y allá, envueltos, parcialmente en hebras de seda que se movían como si estuvieran vivas, había unos cuantos cadáveres podridos a medio comer. Creyó reconocer a Eddie Corcoran cerca del techo, aunque le faltaban las dos piernas y un brazo.

Beverly y Mike se abrazaron como Hansel y Gretel en los bosques, paralizados, mientras la Araña llegaba al suelo y avanzaba hacia ellos. Su sombra distorsionada corría a su lado, en la pared.

Bill los miró a todos: alto y flaco, con una camiseta sucia de barro y agua residual, que en alguna época había sido blanca; vaqueros y zapatillas cubiertas de mugre. Tenía el pelo sobre la frente y los ojos encendidos. Los miró a todos, como despidiéndose y se volvió hacia la Araña. Increíblemente, echó a andar hacia Eso; en vez de huir, apretaba el paso, con los codos en punta, los puños apretados, las muñecas tensas.

—¡T-t-tú ma-mataste a mi he-e-ermano!

—¡No, Bill! —chilló Beverly, liberándose de los brazos de Mike para correr hacia él, con el pelo rojo ondeando tras ella. Y gritó a la araña—: ¡Déjalo en paz! ¡No lo toques!

¡Oh, mierda, Beverly!, pensó Ben. Y corrió también, con la barriga bamboleándose frente a él, moviendo las piernas con fuerza, apenas consciente de que Eddie corría a su izquierda sosteniendo el inhalador con la mano sana como si fuera una pistola.

Entonces Eso alzó las patas frente a Bill, que estaba desarmado. Lo sepultó en su sombra manoteando en el aire. Ben aferró a Beverly por el hombro, pero la mano se le deslizó. Ella giró hacia él, con los ojos salvajes, descubriendo los dientes en una mueca.

—¡Ayúdalo! —gritó.

—¿Cómo? —gritó Ben, a su vez.

Giró hacia la Araña, oyó su maullido ansioso, miró aquellos ojos malignos, rojos, ajenos al tiempo y vio algo detrás de la apariencia, algo mucho peor que una araña. Algo que era todo luz demencial. Le faltó el valor…, pero era Bev quien se lo pedía. Bev, y él la amaba.

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