It (Eso) – Stephen King

Las tazas eran de barquillo blanco, cuidadosamente rodeado con cobertura teñida de azul. Los cuadros de Jesús y de John Kennedy eran creaciones de azúcar casi transparente. Mientras ella los observaba, Jesús le sacó la lengua y Kennedy le dedicó un guiño lascivo.

—¡Te estamos esperando! —aulló la bruja. Sus uñas se clavaron en la mesa trazando profundos surcos en la superficie de chocolate—. ¡Oh, sí, sí!

Las luces que pendían del techo eran glóbulos de caramelo. Bajó la mirada y vio que sus zapatos estaban dejando huellas en las tablas del suelo, que no eran tablas sino barras de chocolate. El olor a dulce era sofocante.

Oh, Dios, es el cuento de Hansel y Gretel. Es la bruja, la que siempre me daba miedo porque se comía a los niños…

—¡A ti y a tus amigos! —vociferó la bruja, riendo—. ¡A ti y a tus amigos! ¡En la jaula! ¡En la jaula hasta que el horno esté caliente!

Mientras ella bramaba de risa, Beverly corrió hacia la puerta, pero corría como en cámara lenta. La carcajada de la vieja se le arremolinaba alrededor de la cabeza, como una nube de murciélagos. Beverly chilló. El vestíbulo hedía a azúcar, chocolate y dulce de café, a horribles fresas sintéticas. El pomo de la puerta, imitación cristal cuando ella entró, era en ese momento un monstruoso diamante de azúcar.

—Me preocupas, Bevvie… Me preocupas mucho.

Giró en redondo, con el pelo rojo ondeando contra su cara. Su padre venía tambaleándose por el pasillo, con el vestido negro de la bruja y su camafeo de calavera; en la cara le pendía la carne deshecha, como masa blanda, negros los ojos como la obsidiana, las manos abriéndose y cerrándose, la boca sonriendo con baboso fervor.

—Te pegaba porque quería FOLLARTE, Bevvie, eso era lo único que yo quería. Quería FOLLARTE, quería COMERTE, quería comerte el conejito, quería chuparte el clítoris, ÑAM-ÑAM, Bevvie, ooohhh, ÑAM EN MI BARRIGA. Quería ponerte en una jaula… y calentar el horno… y sentirte el coño, tu coño gordito y cuando estuviese bien gordito, comer… comer… COMER…

Aullando, Beverly tiró del pegajoso pomo y huyó al porche decorado con praliné y suelo de chocolate duro. Lejos, vagamente, como, nadando en su campo visual, los coches iban y venían; una mujer salió de Costello’s empujando un carrito cargado de provisiones.

Tengo que salir de aquí —pensó, apenas coherente—. Allá fuera está la realidad, con que sólo pueda llegar a la acera…

—Correr no te servirá de nada, Bevvie —dijo su padre, riendo—. Hemos esperado mucho tiempo por esto. Nos vamos a divertir. Vamos a llenarnos la barriga.

Ella volvió a mirar hacia atrás. Su difunto padre ya no lucía el vestido negro de bruja sino el traje de payaso de grandes botones naranja. Y una gorra de mapache al estilo de 1958, cuando Fess Parker las popularizó con la película de Disney sobre David Crockett. En una mano sujetaba un manojo de globos. En la otra, la pierna de una criatura, como si fuera una pata de pollo. Cada globo tenía una leyenda escrita: ESO VINO DEL ESPACIO EXTERIOR.

—Di a tus amigos que soy el último de una raza agonizante —dijo, con aquella sonrisa hundida, mientras avanzaba a tropezones por los peldaños del porche, siguiéndola—. Único superviviente de un planeta moribundo. He venido a robar a todas las mujeres…, a violar a todos los hombres… y a aprender cómo se baila el twist.

Comenzó a retorcerse como un loco, con los globos en una mano, y la sangrante pierna amputada en la otra. El traje de payaso se retorcía y flameaba, pero Beverly no sentía el viento. Sus piernas se enredaron, haciéndola caer al pavimento con las manos tendidas para frenar el golpe. El impacto le subió hasta los hombros. La mujer que pasaba con el carrito de provisiones se detuvo a mirarla, dudando, pero luego apretó el paso.

El payaso se acercaba otra vez, arrojando a un lado la pierna amputada. La presa cayó al césped, con un ruido indescriptible. Beverly sólo permaneció un instante despatarrada en la acera, segura, en el fondo, de que despertaría pronto, de que eso no era real, de que era un sueño, sin duda…

Comprendió que no era así un momento antes de que las garras torcidas del payaso la tocaran. Era real; podía matarla. Tal como había matado a los niños.

—¡Los grajos conocen tu verdadero nombre! —le gritó de pronto.

Eso retrocedió y ella tuvo la impresión, por un instante, de que la sonrisa de sus labios, dentro de la gran sonrisa roja pintada alrededor, se convertía en una mueca de odio y dolor… y tal vez de miedo. Quizá fuera sólo su imaginación; por cierto, ella no tenía idea de por qué había dicho semejante locura, pero le dio un segundo de tiempo.

Estaba de pie y corriendo. Hubo un chirrido de frenos y una voz áspera, a un tiempo furiosa y asustada, chilló:

—¡Por qué no miras por dónde vas, pedazo de estúpida!

Tuvo una borrosa visión del camión de panadería que había estado a punto de atropellarla al lanzarse a la calle como el niño tras una pelota de goma. Un momento después estaba en la acera opuesta, jadeando, con una puntada quemante en el costado. El camión de la panadería siguió por Main Street.

El payaso había desaparecido. La pierna había desaparecido. La casa aún estaba allí, pero ruinosa y desierta, con las ventanas cerradas con tablas, resquebrajados los peldaños que llevaban al porche.

¿Estuve realmente allí o todo fue un sueño?

Pero tenía los vaqueros sucios, la blusa amarilla manchada de polvo, y chocolate en los dedos.

Se los frotó contra el vaquero y se alejó deprisa con el rostro acalorado y la espalda fría como hielo. Sus ojos parecían pulsar en las órbitas con el rápido golpeteo seco de su corazón.

No podemos derrotarlo. Sea Eso lo que sea, no podemos derrotarlo. Hasta quiere que lo intentemos. Eso quiere ajustar la vieja cuenta. No está contento con el empate, supongo. Tendríamos que huir de aquí…, irnos, simplemente.

Algo le rozó la pantorrilla, ligero como la zarpa de un gato.

Se lo sacudió con un pequeño chillido. Al bajar la mirada se echó hacia atrás con una mano contra la boca.

Era un globo, tan amarillo como su blusa. En eléctricas letras azules, se leía: EZO EZ, TEZORO.

Ante sus ojos, el globo se fue calle arriba, rebotando livianamente, arrastrado por la agradable brisa primaveral.

4

Richie Tozier se larga

Bueno, algo pasó el día en que Henry y sus amigos me persiguieron, antes de que terminaran las clases…

Richie iba caminando por Canal Street, más allá del parque Bassey. De pronto se detuvo con las manos en los bolsillos mirando hacia el Puente de los Besos, pero sin verlo del todo.

Escapé por la sección de juguetes de Freese’s.

Desde la descabellada conclusión de la comida caminaba sin sentido, tratando de aceptar las cosas horribles que contenían las galletitas de la suerte… o que parecían contener. Pensó que, con toda probabilidad, de ellas no había surgido nada. Aquello había sido una alucinación en masa provocada por todas las porquerías espeluznantes de las que habían estado hablando. La mejor prueba era que Rose no había visto nada de todo eso. Claro que los padres de Beverly tampoco habían visto la sangre salida del sumidero, pero eso no era lo mismo.

¿No? ¿Por qué?

—Porque ahora somos adultos —murmuró. Y descubrió que el pensamiento no tenía poder ni lógica; era como un estribillo de canción infantil, sin significado alguno.

Volvió a caminar.

Subí por el centro municipal y me senté en un banco del parque, por un rato. Y allí creí ver…

Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido.

¿Qué cosa?

…pero fue sólo un sueño.

¿Lo fue? ¿Fue de veras un sueño?

Miró a la izquierda y vio el gran edificio de vidrio, ladrillo y acero, que tan moderno parecía a fines de los cincuenta y que ahora parecía antiguo y desvencijado.

Heme aquí —pensó—. Otra vez en el maldito centro de la ciudad. Escenario de esa otra alucinación. O sueño. O lo que fuera.

Los otros lo tenían por el payaso de la clase, el loco, y él había vuelto limpia y fácilmente al viejo papel. Ah, todos caemos limpia y fácilmente en nuestros viejos papeles, ¿no lo sabías? Lo mismo pasaba, seguramente, cuando se reunían los egresados de la secundaria, después de diez o veinte años: el comediante de la difusión, que había descubierto en la universidad su vocación por el sacerdocio, después de dos copas volvía casi automáticamente a sus chistes y bromas; el genio de la literatura, que había terminado al volante de un camión, se encontraba de pronto disertando sobre John Irving; el que había tocado con el conjunto Los Perros los sábados por la noche, antes de convertirse en profesor de matemáticas, aparecía de pronto en el escenario, con la orquesta, una guitarra al hombro, cantando una pieza de aquel entonces con alegre y alcohólica ferocidad. ¿Cómo decía la canción de Springsteen? No hay retirada, nena, ni rendición…, pero era más fácil creer en las canciones viejas después de tomar un par de copas o una buena dosis de hierba.

Pero, Richie creía que la alucinación estaba en la reversión y no en la vida actual. Bien podría ser que el niño fuera el padre del hombre, pero padres e hijos suelen tener aficiones muy diferentes y sólo un parecido pasajero. Son…

Pero dijiste adultos, y ahora suena a tontería; suena a cháchara hueca. ¿Por qué, Richie? ¿Por qué?

Porque Derry está más rara que nunca. Dejémoslo así, ¿quieres?

Porque las cosas no eran tan simples, por eso.

En su niñez había sido una máquina de decir sandeces, un cómico a veces vulgar, a veces divertido, porque era un modo de seguir viviendo sin que a uno lo mataran tíos como Henry Bowers y sin enloquecer del todo por aburrimiento y soledad. En ese momento se dio cuenta de que gran parte del problema había sido su propia mente, que habitualmente avanzaba a una velocidad diez o veinte veces superior a la de sus compañeros de clase. Ellos lo tenían por extraño, chiflado y hasta suicida, según la ocurrencia de que se tratara, pero tal vez había sido un simple caso de hiperactividad mental…, si podía ser simple el efecto de estar constantemente en hiperactividad mental.

De cualquier modo, era el tipo de cosas que uno llega a controlar después de un tiempo; uno llega a controlarlo si encuentra salidas para esa hiperactividad, por ejemplo: tipos como Kinki Briefcase o Buford Kissdrivel. Eso había descubierto Richie en los meses posteriores a su aparición, bastante casual, en la emisora de radio de la universidad. En su primera semana tras el micrófono había descubierto todo lo que siempre había deseado. Al principio no fue muy bueno; estaba demasiado entusiasmado como para ser bueno. Pero comprendió que tenía la posibilidad de ser, en ese trabajo, no simplemente bueno, sino grandioso y bastó esa noción para ponerlo en la luna llevado por una nube de euforia. Al mismo tiempo, comenzaba a comprender el gran principio que mueve al universo, al menos, esa parte del universo que se relaciona con las carreras y con el éxito: uno encuentra al tío loco que andaba corriendo por dentro de uno, arruinándole la vida; lo persigue hasta un rincón y lo atrapa. Pero no lo mata, ¡oh, no! La muerte es demasiado piadosa para bichos como ese pequeño bastardo. Se le pone un arnés y se empieza a arar. Una vez que uno lo tiene entre las varas, ese tipejo loco trabaja como un demonio. Y le proporciona a uno unas cuantas risadas, de vez en cuando. A eso se reducía todo, en realidad. Y con eso bastaba.

Él había sido divertido, claro que sí: una risa por minuto. Pero al final había dejado atrás las pesadillas que formaban el lado oscuro de todas esas risas. Al menos, eso creía. Hasta ese momento, momento en el que la palabra adulto dejaba, súbitamente, de tener sentido a sus propios oídos.

Y allí tenía algo más con que entenderse o al menos algo sobre lo que pensar: allí estaba la estatua, enorme y totalmente idiota, de Paul Bunyan, frente al Centro Municipal.

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