It (Eso) – Stephen King

—De nada te servirá correr, Eddie —anunció.

El chico había llegado al otro extremo del porche, donde había una verja de madera a través de la cual pasaba el sol imprimiendo diamantes de luz en su frente y sus mejillas. Bajó la cabeza y se arrojó contra ella sin vacilar, arrancando la verja con un chirrido de clavos herrumbrosos. Detrás había una maraña de rosales y Eddie pasó por ella, levantándose a tropezones, sin sentir las espinas que le abrían leves cortes en los brazos, la cara y el cuello.

Giró en redondo y retrocedió sobre sus piernas flojas, sacando el inhalador del bolsillo para aplicárselo. Todo eso no podía estar ocurriendo. Él había estado pensando en el vagabundo y su mente…, bueno…

le había montado un numerito

le había mostrado una película, una película de terror, como las de la matinée del sábado, con Frankenstein y el Hombre Lobo, de las que daban a veces en el Bijou, el Gem o el Aladdin. Seguro, eso era todo. ¡Se había asustado solo! ¡Qué tonto!

Tuvo tiempo hasta de emitir una risa temblorosa ante la insospechada vividez de su imaginación, antes de que las manos podridas salieran disparadas de bajo el porche, lanzando zarpazos a los rosales con demencial ferocidad, arrancándolos, imprimiendo en ellos gotas de sangre.

Eddie lanzó un chillido.

El leproso estaba saliendo. Vestía un traje de payaso, un traje de payaso con grandes botones naranja en la pechera. Al ver a Eddie, sonrió. Su semiboca se abrió dejando salir la lengua. Eddie volvió a chillar, pero nadie hubiera podido oír su chillido sofocado por el estrépito de la locomotora diesel en las vías. La lengua del leproso no se había limitado a asomar. Medía casi un metro y se desenroscaba como los cornetines de papel que reparten en las fiestas. Terminaba en una punta de flecha que se arrastraba por la tierra. Por ella corría una espuma espesa y viscosa, amarillenta. La recorrían varios bichos.

Los rosales, que al pasar Eddie mostraban los primeros toques de verde primaveral, adquirieron un color negro muerto y hojaldroso.

—Te la chupo —susurró el leproso, mientras se levantaba.

Eddie corrió a su bicicleta. Fue una carrera igual a la de antes, sólo que ésta tenía algo de pesadilla, como cuando no podemos movernos sino con una torturante lentitud por mucha prisa que nos demos… y en esos sueños, ¿no se oye, no se percibe siempre algo, un eso, que nos va alcanzando? ¿No se huele siempre su aliento hediondo, como Eddie lo estaba oliendo?

Por un momento sintió una descabellada esperanza: tal vez eso era, en verdad, una pesadilla. Tal vez despertaría en su propia cama, bañado en sudor, tal vez hasta llorando… pero vivo. A salvo. Luego apartó la idea. Su encanto era mortífero; su consuelo, fatal.

No trató de subir inmediatamente a su bicicleta; corrió, en cambio, con ella, con la cabeza gacha, empujando el manillar. Se sentía como si se estuviera ahogando, no en agua, sino dentro de su propio pecho.

—Te la chupo —susurró el leproso otra vez—. Vuelve cuando quieras, Eddie. Trae a tus amigos.

Sus dedos podridos parecieron tocarle la parte posterior del cuello, pero tal vez fue sólo un hilo de telaraña desprendido del porche, adherido a su pelo, que rozaba su carne temerosa. Eddie subió de un salto a su bicicleta y se marchó a todo pedal sin importarle que su garganta se hubiera cerrado otra vez, sin importarle un bledo el asma, sin mirar hacia atrás. No miró atrás hasta que se encontró casi en su casa. Y por entonces, por supuesto, ya no había nada a su espalda, salvo dos chicos que iban hacia el parque a jugar a la pelota.

Esa noche, tendido en su cama, tieso como un atizador, con una mano aferrando el inhalador y la mirada perdida en las sombras, oyó otra vez el susurro del leproso: De nada te servirá correr, Eddie.

8

—Caray —dijo Richie, respetuosamente.

Era la primera vez que uno de ellos abría la boca desde que Bill Denbrough terminara su relato.

—¿T-t-t-tienes otro ci-ci-cigarrillo, R-R-Richie?

Richie le dio el último del paquete que había sacado, casi vacío, del escritorio de su padre. Hasta se lo encendió.

—¿No lo soñaste, Bill? —preguntó Stan, súbitamente.

Bill sacudió la cabeza.

—N-no fue ningún s-s-sueño.

—Real —agregó Eddie, en voz baja.

Bill lo miró duramente.

—¿Q-qué?

—Real, dije. —Eddie lo miraba casi con resentimiento—. Eso ocurrió de verdad. Fue real.

Y, sin poder contenerse, aun antes de que supiera que iba a decirlo, se encontró narrando la historia del leproso que había salido del sótano en Neibolt, 29. A mitad de la historia tuvo que usar el inhalador. Y al final estalló en estridentes lágrimas, con el flaco cuerpo estremecido.

Todos lo miraban como si estuvieran incómodos. Por fin, Stan le apoyó una mano en la espalda. Bill le dio un abrazo torpe, mientras los otros apartaban la vista, abochornados.

—Es-s-s-está bien, Eddie. N-n-no imp-importa.

—Yo también lo vi —dijo Ben Hanscom, súbitamente, con voz seca, áspera, asustada.

Eddie levantó la vista con el rostro todavía anegado en lágrimas, los ojos enrojecidos y al descubierto.

—¿Qué?

—Vi al payaso —dijo Ben—. Pero no era como tú has dicho… al menos, cuando yo lo vi. No estaba todo viscoso. Estaba…, estaba seco. —Hizo una pausa, con la cabeza gacha y la vista fija en sus manos, pálidas sobre sus muslos elefantiásicos—. Creo que era la momia.

—¿Como en las películas? —preguntó Eddie.

—Como esas, pero no igual —aclaró Ben, lentamente—. En las películas se nota el truco. Da miedo, pero uno se da cuenta de que es todo montaje, ¿no? Todos esos vendajes están demasiado bien puestos, como quien dice. Pero este tipo… creo que así deben ser las momias de verdad. Si uno encontrara alguna en un cuarto, bajo una pirámide. A excepción del traje.

—¿Q-q-qué t-tra-traje?

Ben miró a Eddie:

—Un traje plateado, con grandes botones naranja en la pechera.

Eddie quedó boquiabierto. Cerró la boca y dijo:

—Si estás bromeando, dilo. Todavía…, todavía sueño con ese tío del porche.

—No bromeo —aseguró Ben.

Y comenzó a contar su historia. La contó con lentitud, comenzando con su ofrecimiento voluntario para ayudar a la señora Douglas con los libros y terminando con sus propias pesadillas. Hablaba despacio, sin mirar a los otros, como si estuviera profundamente avergonzado de su propia conducta. No levantó la cabeza hasta haber terminado.

—Seguramente fue un sueño —dijo Richie, por fin. Vio que Ben hacía una mueca de dolor y se apresuró a agregar—: No te lo tomes a mal, Big Ben, pero tienes que comprenderlo: los globos no pueden ir contra el viento…

—Las fotografías tampoco pueden hacer guiños —apuntó Ben.

Richie paseó su mirada entre Ben y Bill, preocupado. Acusar a Ben de soñar despierto era una cosa, pero acusar a Bill, otra muy distinta. Bill era el líder, el tío a quien todos miraban con respeto. Nadie lo expresaba en voz alta, porque no hacía falta. Pero Bill era el de las ideas, el que siempre tenía algo que hacer en los días aburridos, el que recordaba juegos olvidados por los otros. Y de un modo muy extraño, todos sentían algo reconfortantemente adulto en Bill, tal vez era un sentido de responsabilidad. Todos presentían que Bill se haría cargo de la responsabilidad, cogería las riendas cuando hiciera falta. La verdad es que Richie creía la historia de Bill, por descabellada que fuera. Y tal vez no quería creer en la de Ben… ni en la de Eddie, en todo caso.

—A ti nunca te pasó nada de eso, ¿eh? —le preguntó Eddie.

Richie hizo una pausa, comenzó a decir algo, sacudió la cabeza y se detuvo otra vez. Por fin dijo:

—Lo más espantoso que he visto últimamente fue a Mark Prenderlist echándose una meada en el parque McCarron. Tiene la polla más asquerosa del mundo.

Ben dijo:

—¿Y tú, Stan?

—No —contestó Stan, apresuradamente.

Pero apartó la vista. Su cara estaba pálida; sus labios, de tan apretados, habían quedado blancos.

—¿T-t-t-te p-pasó algo, S-St-Stan? —preguntó Bill.

—¡No, te digo que no!

Stan se puso de pie y caminó hasta la orilla con las manos en los bolsillos, para mirar el curso de agua por encima del dique original.

—¡Vamos, Stanley! —clamó Richie, en agudo falsete.

Era otra de sus voces: la abuelita gruñona. Cuando hablaba como abuelita gruñona, Richie caminaba encorvado, con un puño contra la parte baja de la espalda y reía mucho entre dientes. De cualquier modo, se parecía más a Richie Tozier que a otra cosa.

—Confiesa, Stanley, cuéntale a tu abuelita de ese payaso malo-malo-malote y te daré una pastita de chocolate. Tú cuenta…

—¡Cállate! —chilló Stan, súbitamente, girando hacia Richie, que retrocedió un paso o dos, atónito—. ¡A ver si te callas!

—Sí, amo —dijo Richie, y se sentó.

Miraba a Stan Uris con desconfianza. Las mejillas del chico judío se habían encendido con dos manchas de color, pero aun así parecía más asustado que furioso.

—Bueno, bueno —dijo Eddie, en voz baja—. No importa, Stan.

—No fue un payaso —dijo Stanley.

Sus ojos los recorrieron uno a uno. Parecía estar debatiéndose consigo mismo.

—P-p-puedes c-c-contar —dijo Bill, también en voz baja—. N-n-nosotros lo hem-mos contado.

—No era un payaso. Era…

Fue entonces cuando los interrumpió la voz poderosa, enronquecida por el whisky, del señor Nell, que los hizo saltar como ante un disparo:

—¡Jesucristo en carroza de los cielos! ¡Miren que desastre! ¡Jeee-su-criiisto!

VIII. LA HABITACIÓN DE GEORGIE YLA CASA DE NEIBOLT STREET

1

Richard Tozier apaga la radio que ha estado bramando con Like a Virgin, de Madonna, en WZON (una emisora que declara, con algo de histérica frecuencia, ser la ¡AM estéreo rockera de Bangor!), sale al arcén y apaga el motor del Mustang que la gente de Avis le alquiló en el aeropuerto de Bangor. Baja del coche. Oye en sus oídos el tira y afloja de su propia respiración. Ha visto un letrero que le erizó la piel de la espalda.

Camina hasta la parte delantera del coche y apoya una mano en el capó. Oye que el motor tintinea suavemente, como para sus adentros, al enfriarse. Oye también el graznido breve de un arrendajo. Hay grillos. Eso es todo lo que hay de banda sonora.

Ha visto el cartel, lo deja atrás y, de pronto, está otra vez en Derry. Después de veinticinco años, Richie Bocazas Tozier ha vuelto a la ciudad natal. Ha…

Un ardoroso tormento le aguijonea los ojos cortándole limpiamente el aliento. Deja escapar un gritito estrangulado mientras sus manos vuelan a la cara. Sólo una vez sintió algo remotamente parecido a ese dolor quemante: en la universidad, cuando una pestaña se metió bajo una de sus lentillas, pero aquello fue en un solo ojo. Este dolor terrible es en los dos.

Antes de que pueda acercar las manos a la cara, el dolor ha desaparecido.

Baja otra vez las manos, lenta, pensativamente y contempla la carretera 7. Ha salido de la autopista de peaje en Etna-Haven, ya que, por algún motivo que no comprende, no desea llegar por la autopista de peaje que estaba en construcción en la zona de Derry cuando él y sus padres se sacudieron de los zapatos el polvo de esa pequeña y extraña ciudad para mudarse al Medio Oeste. No, la autopista de peaje habría sido un atajo, pero también un error.

Así que había conducido por la carretera 9 cruzando el soñoliento manojo de viviendas que componen Heaven Village, para coger luego la carretera 7. A medida que avanzaba, la luz del día se hacía más intensa.

Y ahora, esta señal. Es la misma clase de señal que marca los límites de seiscientas ciudades, en el estado de Maine, pero ¡cómo le ha estrujado el corazón!

Condado de

Penobscot

D
E
R
R
Y

Maine

Más allá, un letrero de los Elks, otro del Rotary Club y, para completar la trinidad, uno que proclama: ¡LOS LEONES DE DERRY RUGEN POR EL FONDO UNIDO! Más allá está sólo la carretera 7, que continúa en línea recta entre abultados grupos de pinos y abetos. Bajo esa luz silenciosa, mientras el día se va afirmando, esos árboles parecen tan soñadores como humo de cigarrillo, acumulado en el aire inmóvil de una habitación herméticamente cerrada.

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