It (Eso) – Stephen King

—No sé de qué estás hablando, pero será mejor que vengas. No lo voy a repetir.

—No —repitió ella, volviendo a llorar.

—No hagas que vaya a buscarte, Bevvie, o lo lamentarás. Ven aquí.

—Dime quién te fue con ese cuento. Entonces iré.

El padre saltó hacia ella con agilidad felina, a tal punto que, si bien ella estaba esperando algo así, estuvo a punto de dejarse atrapar. Buscó a tientas el pomo de la puerta, la abrió apenas lo suficiente para pasar y corrió por el vestíbulo hacia la puerta de entrada en una pesadilla de pánico, tal como huiría de la señora Kersh, veintisiete años después. Detrás de ella, Al Marsh se estrelló contra la puerta, cerrándola de un golpe que la partió por el medio.

—¡VUELVE AQUÍ INMEDIATAMENTE, BEVVIE! —aulló, abriendo la puerta de un tirón para seguirla.

La entrada principal estaba con cerrojo porque ella había entrado por la trasera. Una de sus manos temblorosas manipuló el cerrojo mientras la otra tiraba inútilmente del pomo. Atrás, el padre volvió a aullar como

(quítate esos pantalones te estuviste revolcando)

un animal. Ella corrió el cerrojo y logró, por fin, abrir la puerta principal. El aliento, ardoroso, bombeaba en su garganta. Al mirar sobre el hombro lo vio justo atrás, alargando la mano para apresarla, sonriente, gesticulante; sus dientes de caballo eran una trampa para osos.

Beverly huyó por la puerta y sintió que unos dedos le tocaban la espalda sin poder sujetarla. Bajó al vuelo los escalones, pero perdió el equilibrio y cayó espatarrada en la acera de cemento despellejándose las rodillas.

—VUELVE AHORA MISMO, BEVVIE, O VOY A DESPELLEJARTE A LATIGAZOS.

Mientras él bajaba los escalones, ella se levantó con sendos agujeros en las perneras de los pantalones

(sácate los pantalones)

y las rodillas manando sangre. Las terminales nerviosas cantaban Adelante, soldados cristianos. Miró otra vez sobre el hombro.

Allí venía otra vez Al Marsh, portero y custodio, hombre canoso, vestido con uniforme caqui de grandes bolsillos, con un llavero sujeto al cinturón, el pelo arrebatado por el viento. Pero él no estaba en sus ojos. No estaba allí ese él esencial que le había lavado la espalda o golpeado en el estómago porque ella le preocupaba, le preocupaba mucho; ese él que una vez, teniendo ella siete años, había tratado de trenzarle el pelo y acabó riendo con ella por el desastre resultante; ese él que sabía hacer batido de huevos con canela los domingos, más ricos que cuanto vendían en la heladería. El él-padre, figura masculina de su vida. En sus ojos no había en ese momento nada de todo eso. Sólo un vacío asesino. Sólo Eso.

Beverly corrió. Huía de Eso.

El señor Pasquale alzó la vista, sorprendido, dejando de regar su escuálido césped y de escuchar el partido de los Red Sox transmitido por la radio portátil desde el porche. Los chicos Zinnerman se apartaron del viejo Hudson Hornet que habían comprado por veinticinco dólares y que lavaban casi todos los días. Uno de ellos sostenía la manguera; el otro, un balde de agua espumosa. Ambos estaban boquiabiertos. La señora Denton miró desde su ventana del primer piso, con un vestidito y el resto de la ropa para remendar en el regazo, llena la boca de alfileres. El pequeño Lars Theramenius apartó rápidamente su camioncito de la acera y se refugió en el césped moribundo de Bucky Pasquale, bañado en lágrimas al ver que Bevvie, la misma que había pasado toda una mañana enseñándole a atarse las zapatillas, pasaba como un rayo, gritando, con los ojos dilatados. Un momento después pasó el padre, aullando. Lars, que por entonces tenía tres años y que moriría doce años después en un accidente de motocicleta, vio en la cara del señor Marsh algo terrible e inhumano. Tuvo pesadillas durante tres semanas; veía al señor Marsh convertido en araña dentro de su ropa.

Beverly corría. Tenía perfecta conciencia de estar corriendo para salvar la vida. En Derry, a veces, la gente hacía cosas raras; no le hacía falta leer los periódicos ni conocer la peculiar historia de la ciudad para entender eso. Si su padre la atrapaba, no le importaría que estuvieran en la calle. Era capaz de estrangularla, de golpearla con el puño o con el pie. Y cuando todo hubiese terminado, alguien arrestaría a su padre para encerrarlo en una celda donde quedaría como el padrastro de Eddie Corcoran, aturdido y sin comprender nada.

Corrió hacia el centro cruzándose cada vez con más gente. Todos los miraban con sorpresa, pero nada más. Después de una mirada, cada cual seguía su camino.

El aire que circulaba en los pulmones de Beverly se estaba volviendo denso.

Cruzó el canal, golpeando con los pies el cemento, mientras los coches atronaban sobre las grandes lajas de madera, en el puente, a su derecha. A la izquierda se veía el semicírculo de piedra donde el canal se hacía subterráneo para pasar por debajo del centro. Se desvió súbitamente hacia Main Street, sin prestar atención a los bocinazos ni al chirriar de frenos. Giró hacia la derecha porque en esa dirección estaban Los Barrens. Aún faltaba casi un kilómetro y medio; si quería llegar, tendría que ganar distancia a su padre en la difícil cuesta de Up-Mile Hill o en las calles laterales aún más empinadas. Pero no había otra cosa.

—VUELVE AQUÍ, PUTILLA, TE LO ADVIERTO.

Al llegar a la acera de el lado opuesto volvió a mirar tras de sí. El padre cruzaba la calle prestando al tránsito tan poca atención como ella, con la cara roja y sudorosa.

Se desvió por un callejón abierto tras los depósitos, en la parte trasera de los edificios que daban a Up-Mile Hill: Frigoríficos Star, Carnes Envasadas Armour, Depósitos Hemphill, Carnes Eagle y Comidas Kosher. La callejuela era estrecha y estaba adoquinada. La cerraban aún más los cubos malolientes de basura. Los adoquines estaban resbalosos por obra de Dios sabía qué desechos. Allí había una mezcla de olores, blandos o penetrantes, a veces titánicos… pero todos hablaban de carnes y matanzas. Las moscas formaban nubes zumbantes. En uno de los edificios sonaba el escalofriante gemir de los serruchos para hueso. Los pies de la chica vacilaban en los adoquines. Golpeó con la cadera un recipiente galvanizado; un montón de tripas, envueltas en periódicos, asomó como un manojo de grandes capullos carnívoros.

—VUELVE AQUÍ, MALDICIÓN, BEVVIE, LO DIGO EN SERIO, NO EMPEORES LAS COSAS.

Dos hombres descansaban en la puerta de descarga de Kirshner, masticando gordos bocadillos, con las cajas del almuerzo abiertas y a mano.

—Triste situación, chiquilla —dijo uno de ellos, mansamente—. Me parece que vas a terminar con tu padre en la leñera.

Los otros se echaron a reír.

Él la estaba alcanzado. Ya se oían sus pasos atronadores y su pesada respiración casi pisándole los talones. A la derecha, el ala negra de su sombra voló sobre la empalizada.

De pronto, con un chillido de furia y sorpresa, Al resbaló y cayó sordamente al adoquinado. Se levantó un momento después. Ya no aullaba; no hacía sino balbucear, lleno de furia incoherente, mientras los hombres sentados ante la puerta reían y se daban mutuas palmadas en la espalda.

El callejón torcía hacia la izquierda… y Beverly se detuvo, deslizándose, con la boca abierta de horror. Ante la boca del callejón había estacionado un camión recolector de residuos. No había siquiera veinte centímetros libres a cada lado. El motor estaba en marcha. Por debajo de ese ruido, apenas audible, se oía el murmullo de una conversación en la cabina del camión. Más hombres almorzando. Faltaban sólo tres o cuatro minutos para el mediodía; pronto, el reloj de los tribunales daría la hora.

Oyó que su padre la seguía otra vez, acercándose. Entonces se arrojó al suelo para pasar por debajo del camión empujándose con los codos y las rodillas heridas. El olor de los gases de escape, mezclado con el de la carne cruda, le dio una especie de náusea. En cierto modo, la facilidad con que avanzaba era peor, porque estaba deslizándose sobre una capa de grasa y desperdicios. Siguió avanzando. En cierta oportunidad se levantó demasiado y su espalda hizo contacto con el tubo de escape del camión; tuvo que morderse los labios para no gritar.

—¿Beverly? ¿Estás ahí? —Cada palabra, separada de la anterior por un jadeo.

Ella miró hacia atrás y se encontró con los ojos de su padre, agachado junto al camión.

—¡Déjame.. en paz! —logró protestar.

—Putilla —replicó él, ahogándose en saliva.

Y también se arrojó al suelo, con un tintinear de llaves, para arrastrarse tras ella con grotescas brazadas.

Beverly salió a manotazos de debajo del camión aferrándose a una enorme rueda para incorporarse. Se golpeó las últimas vértebras con el parachoques delantero, pero un momento después corría de nuevo rumbo a Up-Mile Hill, con la ropa manchada de grasa y apestando hasta los cielos. Al mirar hacia atrás vio que las manos de su padre, sus brazos pecosos, salían de debajo de la cabina del camión como garras de algún monstruo de la niñez por debajo de la cama.

A toda prisa, casi sin pensar, Beverly se arrojó por el espacio abierto entre el depósito Feldman y el anexo de Tracker Hermanos. Ese pasaje, demasiado estrecho para merecer el nombre de callejón, estaba lleno de cajones rotos, hierbas, girasoles y más basura, por supuesto. Beverly se zambulló tras un montón de cajones y permaneció allí, agazapada. Pocos momentos después vio que su padre pasaba por la boca del pasaje subiendo la loma.

Se levantó y corrió hacia el otro extremo del pasaje donde había un alambrado. Trepó por allí como un mono y bajó por el otro lado. Ahora estaba en terrenos del Seminario Teológico de Derry. Corrió por el pulcro césped trasero y dio la vuelta al edificio. Alguien, dentro, estaba tocando en el órgano una pieza clásica. Las notas parecían grabar en el aire quieto su agradable calma.

Entre el seminario y Kansas Street había un seto alto. Beverly miró a través de él y vio a su padre al otro lado de la calle, jadeante, con manchas de sudor oscureciéndole la camisa bajo los brazos. Miraba en derredor, con los brazos en jarras. El llavero chisporroteaba bajo el sol.

Beverly lo observó, también jadeante, con el corazón latiendo como el de un conejo en su garganta. Tenía mucha sed y la asqueaba el hedor que despedía. Si me dibujaran en un comic —pensó, distraída—, me rodearían de líneas onduladas.

El padre cruzó lentamente hacia el lado del seminario.

Beverly dejó de respirar.

Dios mío, por favor, no puedo seguir corriendo. Ayúdame, Dios mío. No dejes que me encuentre.

Al Marsh caminó lentamente por la acera; pasó frente al sitio donde su hija se había acurrucado, al otro lado del seto.

¡Dios bendito, no dejes que me huela!

Él no la olió, tal vez porque, después de su caída en el callejón y su travesía por debajo del camión de residuos, apestaba tanto como su hija. Siguió caminando. Ella le vio bajar otra vez por Up-Mile Hill hasta perderse de vista.

Entonces se levantó lentamente. Tenía la ropa cubierta de basura y la cara sucia; le dolía la espalda por la quemadura del tubo de escape. Esos detalles palidecían ante el confuso torbellino de sus pensamientos. Se sentía como si hubiera navegado hasta franquear el borde del mundo; ninguna de las normas de conducta habituales parecía tener aplicación. No se imaginaba volviendo a casa, pero tampoco se imaginaba no volviendo. Había desafiado a su padre, lo había desafiado…

Tuvo que apartar ese pensamiento porque la hacía sentir débil, temblorosa, enferma. Quería a su padre. ¿Acaso no lo ordenaba uno de los Diez Mandamientos? «Honrarás a tu padre y a tu madre, para que tus días sean largos sobre la tierra». Sí, pero él no era su padre, sino alguien muy diferente. Un impostor. Eso

De pronto sintió frío, asaltada por una pregunta terrible: ¿A los otros les estaría ocurriendo lo mismo? ¿O algo parecido? Tenía que avisarles. Los Perdedores le habían hecho daño y en ese momento tal vez Eso tomaba medidas para asegurarse de que no se repitiera. Y en realidad, ¿a qué otro lugar podría ir? No tenía otros amigos. Bill sabría qué hacer. Bill le diría qué hacer. Bill le llenaría el y-ahora-qué.

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