It (Eso) – Stephen King

Mike se volvió.

—¡Ben! —llamó.

Ben vio la alarma en su rostro.

—¡Acércate! ¡Te estás quedando atrás!

Oyó a duras penas esa última palabra. Se alejaba, como si los otros se estuviesen alejando en un tren expreso.

Súbitamente aterrorizado, echó a correr. Detrás de él, la puerta se cerró con un estallido ahogado. Gritó… y algo pareció barrer el aire a sus espaldas agitándole la camisa. Miró atrás, pero no había nada. Eso no alteró su convencimiento de que algo había pasado por allí.

Alcanzó a los otros, jadeando, sin aliento. Habría jurado que acababa de correr un kilómetro, pero cuando miró atrás, la pared opuesta del vestíbulo estaba apenas a tres metros.

Mike le apretó el hombro con tanta fuerza que le hizo daño.

—Me has asustado, tío —dijo. Richie, Stan y Eddie lo miraban, interrogativamente—. Se le veía pequeño —dijo Mike—. Como si estuviese a un kilómetro de distancia.

—¡Bill!

Bill se volvió a mirarlo.

—Tenemos que asegurarnos de que nadie se aparta —jadeó Ben—. Esta casa… es como la casa embrujada de los parques de diversiones o algo así. Nos perderemos. Creo que Eso quiere que nos perdamos. Que nos separemos.

Bill lo miró por un momento, con los labios apretados.

—E-está bien —dijo—. To-to-todos unidos. N-n-nada de sep-separarse.

Todos asintieron, asustados, arracimados contra la pared del vestíbulo. La mano de Stan buscó a tientas el libro de los pájaros en el bolsillo trasero. Eddie tenía su inhalador en la mano, apretándolo y soltando, apretándolo y soltando, como un alfeñique dedicado a aumentar sus músculos con una pelota de tenis.

Bill abrió la puerta y se encontró con otro vestíbulo más estrecho. El empapelado, que tenía un estampado de rosas y elfos con gorros verdes, se estaba desprendiendo del yeso esponjoso. Las manchas amarillas de la humedad esparcían anillos seniles en el cielo raso. Un chorro de luz mohosa entraba por una ventana sucia, en el otro extremo.

De pronto, el corredor pareció alargarse. El cielo raso se elevó y empezó a estrecharse sobre ellos como un extraño cohete. Las puertas crecieron hacia arriba, alargadas como caramelo blando, las caras de los elfos se volvieron largas y extrañas; sus ojos eran agujeros negros y sangrantes.

Stan soltó un grito y se llevó las manos a los ojos.

—¡N-no no es re-real! —gritó Bill.

—¡Sí que es real! —aulló Stan, a su vez, hundiendo sus pequeños puños contra los ojos—. ¡Es real y tú lo sabes, por Dios, me estoy volviendo loco, esto es una locura, esto es una locura…!

—¡Mi-mi-mira! —vociferó Bill.

Y todos ellos, y Ben, con la cabeza dándole vueltas, vieron que Bill se agachaba, enroscándose, y que se arrojaba súbitamente hacia arriba. Su puño cerrado golpeó contra nada, absolutamente nada, pero se oyó un fuerte ruido de rotura. El yeso cayó de un lugar donde ya no había cielo raso… y de pronto lo vieron. El pasillo volvió a ser un pasillo, estrecho, sucio, de techo bajo, pero cuyas paredes ya no se estiraban hacia la eternidad. Bill los miraba, frotándose la mano lastimada, harinosa de yeso. Arriba se veía la clara marca dejada por su puño.

—N-n-no es re-real —dijo a Stan a todos—. S-s-sólo una fa-f-fa-fachada f-f-falsa.

—Para ti, tal vez —dijo Stan, sombríamente.

Su rostro mostraba espanto y horror. Miró en derredor, como si ya no supiera con seguridad dónde estaba. Al percibir el hedor agrio que rezumaban sus poros, Ben, que se había alegrado demasiado por la victoria de Bill, volvió a asustarse. Stan estaba a punto de derrumbarse. Pronto se pondría histérico, volvería a gritar, tal vez. Y entonces ¿qué pasaría?

—Para ti —repitió Stan—. Pero si yo hubiese intentado eso, no habría pasado nada. Porque… tú tienes a tu hermano, Bill, pero yo no tengo nada.

Recorrió el entorno con la vista: primero, el salón, que había cobrado una atmósfera parda, sombría, tan densa y neblinosa que apenas se veía la puerta por donde habían entrado. Luego, el pasillo, iluminado pero también oscuro, también mugriento, también completamente inverosímil. Los elfos hacían cabriolas en el papel podrido, bajo las rosas. El sol refulgía en los vidrios de la ventana, en el extremo del pasillo. Y Ben comprendió que si llegaban hasta allí encontrarían moscas muertas…, más vidrios rotos…, ¿y qué más? ¿Las tablas del suelo separadas para hacerlos caer a una mortal oscuridad donde esperaban dedos codiciosos? Stan tenía razón: ¿cómo se les había ocurrido entrar en su Guarida sin más protección que dos estúpidos balines de plata y un inútil tirachinas?

Vio que el pánico de Stan saltaba de uno a otro, como un incendio de prados arrastrado por el viento fuerte. Se ensanchó en los ojos de Eddie, abrió la boca de Bev en una exclamación herida, hizo que Richie se ajustara las gafas con ambas manos para mirar alrededor como si temiera encontrarse con un enemigo pisándole los talones.

Temblaban, al borde de la huida. Casi habían olvidado la recomendación de Bill en cuanto a no separarse. Escuchaban al pánico que, con la fuerza de un vendaval, aullaba entre sus oídos. Como en un sueño, Ben oyó la voz de la señorita Davies, la ayudante de biblioteca, que leía a los pequeños: ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? Y los vio, vio a los niños inclinados hacia adelante, silenciosos y solemnes, reflejando en los ojos la eterna fascinación del cuento de hadas: ¿Sería el monstruo derrotado… o se los comería?

—¡Yo no tengo nada! —gimió Stan Uris. Parecía muy pequeño, casi tanto como para escurrirse entre las rendijas del suelo, como una carta humana—. ¡Tú tienes a tu hermano, tío, pero yo no tengo nada!

—¡S-s-sí ti-ti-tienes! —chilló Bill, a su vez.

Aferró a Stan y Ben, seguro de que iba a darle un golpe, gimió mentalmente: No, Bill, por favor, así actuaría Henry, si actúas así Eso nos matará a todos ahora mismo.

Pero Bill no golpeó a Stan. Lo hizo girar con mano ruda y le arrancó el librito del bolsillo trasero.

—¡Dame eso! —vociferó Stan, echándose a llorar.

Los otros, asustados, se apartaron de Bill, cuyos ojos parecían despedir llamas. Su frente relumbraba como una lámpara. Presentó el libro a Stan como un sacerdote presenta la cruz a un vampiro.

—T-t-tienes tus pá-p-p-p-pa…

Giró la cabeza hacia arriba con los tendones del cuello salientes, la nuez de Adán como una punta de flecha sepultada en su garganta. Ben estaba lleno de miedo y piedad por su amigo, Bill Denbrough; pero también experimentaba una fuerte sensación de maravilloso alivio. ¿Cómo había dudado de Bill? ¿Cómo había podido alguno de ellos dudar de Bill? Oh, Bill, dilo, por favor, ¿no puedes decirlo?

Y Bill, de algún modo, lo dijo:

—Tienes tus pa-pa-pa-p… ¡PÁJAROS!

Arrojó el libro a Stan. El niño judío lo tomó mirando a Bill sin decir palabra. En las mejillas le relucían las lágrimas. Apretó el libro hasta que los dedos se le pusieron blancos. Bill lo miró. Luego miró a los otros.

—V-v-vamos —ordenó.

—¿Crees que los pájaros servirán de algo? —preguntó Stan, en voz baja y ronca.

—En la torre-depósito te sirvieron, ¿no? —apuntó Bev.

Stan la miró, inseguro. Richie le dio una palmada en el hombro.

—Vamos, Stan, amigo —lo alentó—. ¿Eres hombre o ratón?

—Debo de ser hombre —respondió Stan, tembloroso, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Que yo sepa, los ratones no se cagan en los pantalones.

Rieron, y Ben habría jurado que la casa se apartaba de ellos, de ese sonido alegre. Mike giró.

—Esa habitación grande, la que dejamos atrás. ¡Mirad!

Miraron. El salón estaba ya casi negro. No era humo, no era gas; sólo negrura, una negrura casi sólida. El aire había sido privado de su luz. La negrura parecía rodar y doblarse ante sus miradas, casi coagulada en rostros.

—V-v-vamos.

Volvieron la espalda a lo negro y siguieron caminando por el pasillo. Había tres puertas en él: dos con sucios pomos de porcelana blanca; la tercera, con un simple agujero donde hubiera debido estar el pomo. Bill hizo girar el picaporte y empujó para abrir. Bev, pegada a él, levantó el Bullseye.

Ben retrocedió, consciente de que los otros estaban haciendo lo mismo, agrupándose detrás de Bill como perdices asustadas. Aquello era un dormitorio; estaba vacío. Sólo había un colchón manchado. Los herrumbrados fantasmas de los alambres en espiral, que formaban un somier desaparecido mucho tiempo atrás, habían quedado tatuados en el pellejo amarillo del colchón. Ante la única ventana, se balanceaban los girasoles.

—No hay nada… —comenzó Bill.

Y entonces el colchón empezó a inflarse y a desinflarse, rítmicamente. De pronto se desgarró por el medio dejando escapar un líquido negro, pegajoso, que manchó el relleno y corrió por el suelo hacia la puerta en largos cordones.

—¡Cierra, Bill! —gritó Richie—. ¡Cierra esa maldita puerta!

Bill cerró de un portazo y miró a sus compañeros, asintiendo.

—Vamos.

Apenas había tocado el pomo de la segunda puerta, al otro lado del estrecho pasillo, empezó a sonar aquel alarido zumbante detrás de la madera barata.

9

Hasta Bill retrocedió ante ese grito agudo, inhumano. Ben tuvo la sensación de que aquel ruido podía volverlo loco; imaginó un grillo gigantesco detrás de la puerta, como en esas películas donde la radiactividad hacía crecer a todos los bichos. No habría podido correr, aunque ese espanto zumbador hubiese astillado los paneles de la puerta para acariciarlo con sus grandes patas peludas. Notó que, junto a él, Eddie respiraba con jadeos trabajosos.

El grito creció en intensidad sin perder su cualidad de insecto. Bill retrocedió un paso más. Su cara ya no tenía sangre. Bajo los ojos abultados, los labios eran sólo una cicatriz purpúrea.

—¡Dispara, Beverly! —se oyó gritar Ben—. ¡Dispara a través de la puerta! ¡Dispara antes de que nos atrape!

El sol caía por la sucia ventana del extremo con un peso febril.

Beverly levantó el Bullseye como si estuviese dormida, mientras el grito se hacía más alto, más alto…

Pero antes de que ella pudiese tensar la goma, Mike gritó:

—¡No! ¡No! ¡No tires, Bev! Jolín, cómo no me di cuenta…

Increíblemente, Mike estaba riendo. Se adelantó para abrir la puerta de un fuerte empujón. La madera se desprendió de la jamba hinchada con un ruido chirriante.

—¡Es un silbador! ¡Un simple silbador para espantar a los cuervos!

La habitación era una caja vacía. En el suelo había una lata con ambos extremos cortados. En el medio tenía un trozo de cordel encerado, bien tenso y anudado contra los agujeros perforados en la lata. Aunque en la habitación no había brisa alguna (la única ventana estaba cerrada y cubierta con tablas puestas al azar, por donde pasaban ranuras de luz) no cabía duda de que el zumbido provenía de la lata.

Mike se acercó a ella y le soltó una buena patada. El zumbido cesó de inmediato mientras la lata iba a parar al rincón más alejado.

—Sólo un silbador para alejar a los cuervos —explicó a los otros, como excusándose—. No es nada. Sólo un truco barato. Pero yo no soy un cuervo. —Miró a Bill, ya sin reír, pero aún sonriente—. Todavía tengo miedo a Eso, creo que a todos nos da miedo. Pero Eso también nos teme a nosotros. Para ser franco, creo que Eso está muy asustado.

Bill asintió.

—Pi-pi-pienso lo mmmmismo.

Se acercaron a la última puerta del pasillo. Bill pasó el dedo por el agujero donde hubiese debido estar el picaporte. En ese momento, Ben comprendió que allí terminaría todo; detrás de esa puerta no había triquiñuelas. El olor era más potente y también la mareante sensación de dos fuerzas opuestas que se arremolinan en torno a ellos. Echó un vistazo a Eddie, que tenía un brazo en cabestrillo y la mano sana ocupada con el inhalador. Miró a Bev, que estaba al otro lado, muy pálida, sujetando el tirachinas en alto como si fuese un hueso de la suerte. Pensó: Sí tenemos que huir trataré de protegerte, Beverly, lo juro.

Ella debió de captar su pensamiento, porque giró hacia él y le ofreció una sonrisa tensa. Ben se la devolvió.

Bill empujó la puerta. Los goznes pronunciaron un grito sordo y quedaron en silencio. Era un retrete…, pero algo andaba mal allí. ¿Qué han roto aquí adentro? —fue cuanto Ben pudo pensar al principio—. Esto no fue una botella de vino.

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