It (Eso) – Stephen King

Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en la barra y siempre se marchaba tal como había venido, aunque bien sabía Dios, que, en esa parte de Nebraska, había muchas mujeres que habrían dado cualquier cosa por follar con él hasta dejarlo seco. De regreso en su granja, después de dormir seis horas, el proceso se invertía.

Ricky nunca había dejado de impresionar a un parroquiano contándole esa historia. A lo mejor es gay, había sugerido una mujer, cierta vez. Ricky le echó una breve mirada apreciando su cuidadoso peinado, sus ropas hechas a medida, sin duda por diseñadores finos, sus pendientes de brillantes, la expresión de sus ojos, y comprendió que venía del Este, probablemente de Nueva York, para hacer una breve y obligatoria visita a un pariente, tal vez a una antigua compañera de estudios, y no veía la hora de regresar. No, había contestado, el señor Hanscom no era ningún marica. Ella había sacado un paquete de cigarrillos para ponerse uno entre los labios rojos, lustrosos, a la espera de que él se lo encendiera. ¿Cómo lo sabe?, había preguntado, con una sonrisita. Pues lo sé, había contestado él. Y así era. Pensó decirle: Creo que es el hombre más solitario que he visto en mi vida, pero no iba a decir una cosa así a esa neoyorquina que lo miraba como si fuera un ejemplar raro y divertido.

Esa noche, el señor Hanscom parecía algo pálido, algo distraído.

—Hola, Ricky Lee —dijo, sentándose. Después se dedicó a estudiarse las manos.

Ricky Lee sabía que iba a pasar los seis, siete u ocho meses siguientes en Colorado Springs, supervisando la construcción de un Centro Cultural, amplio complejo de seis edificios insertado en la ladera de una montaña. Cuando esté terminado, la gente dirá que parece como si un niño gigantesco hubiera dejado sus bloques de juguete sembrados en una escalera —había dicho Ben a Ricky Lee—. Bueno, no todos, pero sí algunos y tendrán razón a medias. Pero creo que va a funcionar. Es lo más grande que he intentado y hacerlo va a dar mucho miedo, pero creo que va a funcionar.

Ricky Lee se dijo que, probablemente, el señor Hanscom tenía un poco de ese miedo que sienten los actores al salir al escenario. No tenía nada de asombroso ni de malo. Cuando uno llega tan alto como para llamar la atención, llega tan alto como para atraer los tiros. O a lo mejor le había picado el bicho de la gripe. El bicho ese estaba muy activo por ahí.

Ricky Lee sacó una jarra para cerveza y estiró la mano hacia el grifo.

—De eso no, Ricky Lee.

Ricky Lee se volvió sorprendido… y cuando Ben Hanscom levantó los ojos de sus manos, se sintió súbitamente asustado. Porque el señor Hanscom no parecía tener miedo al escenario, ni a la gripe que amenazaba por ahí ni a nada de eso. Parecía haber recibido un golpe terrible, como si aún estuviera tratando de entender qué diablos le había caído encima.

Murió alguien. Aunque no sea casado, todo el mundo tiene familia. Seguro que alguien la palmó en la suya. Es eso, tan seguro como que la mierda baja del retrete.

Alguien echó una moneda en el tocadiscos automático y Barbara Mandrell comenzó a cantar algo sobre un hombre ebrio y una mujer solitaria.

—¿Se siente bien, señor Hanscom?

Ben Hanscom miró a Ricky Lee con ojos que, de pronto, parecían diez… no, veinte años más viejos que el resto de su cara, y Ricky Lee se quedó atónito al observar que el señor Hanscom estaba encaneciendo. Hasta entonces no le había visto canas.

Hanscom sonrió. Fue una sonrisa espantosa, horrible. Como ver sonreír a un cadáver.

—Creo que no, Ricky Lee. No, señor. Esta noche no me siento nada bien.

Ricky Lee dejó la jarra y se acercó a él. El bar estaba tan desierto como si fuera un lunes por la noche, bien lejos de la temporada de campeonatos. No había siquiera veinte parroquianos de los que pagan. Annie estaba sentada junto a la puerta de la cocina jugando a las cartas con la cocinera.

—¿Malas noticias, señor Hanscom?

—Malas noticias, eso es. Malas noticias de casa.

Miraba a Ricky Lee. Miraba a través de Ricky Lee.

—Lo siento, señor Hanscom.

—Gracias, Ricky Lee.

Quedó en silencio. Ricky Lee iba a preguntarle si podía ayudarlo en algo cuando él dijo:

—¿Qué whisky sirves aquí, Ricky Lee?

—Para los demás, Four Roses. Pero para usted tengo Wild Turkey.

Hanscom sonrió un poquito.

—Muy amable de tu parte, Ricky Lee. Creo que debes darme esa jarra, después de todo. Lo que harás será llenarla de Wild Turkey.

¿Llenarla? —repitió Ricky Lee, francamente atónito—. ¡Coño, voy a tener que sacarlo de aquí rodando! —O llamar a una ambulancia, pensó.

—Esta noche, no —dijo Hanscom—. No creo.

Ricky Lee miró cautelosamente al señor Hanscom a los ojos, para ver si tal vez bromeaba. Le llevó menos de un segundo comprobar que no. Así que sacó la jarra del bar y la botella de Wild Turkey de la estantería. Cuando comenzó a servir, el cuello de la botella repiqueteaba contra el borde de la jarra. Contempló el gorgoteo del líquido, fascinado a pesar suyo. Ricky Lee decidió que el señor Hanscom tenía, después de todo, bastante de tejano. Nunca en su vida había servido ni volvería a servir semejante medida de whisky.

Qué llamar a una ambulancia. Si llega a tomarse todo esto, tendré que llamar a Parker & Walters en Swedholm para que me manden una carroza fúnebre.

De cualquier modo, le llevó la jarra y se sentó frente a él. Cierta vez, el padre de Ricky Lee le había dicho que si un hombre estaba en su sano juicio, uno debía darle lo que quisiera y pudiera pagar, fuera meados o veneno. Ricky Lee no sabía si el consejo era bueno o no, pero sí que, cuando uno explotaba un bar para vivir, hacía bastante por evitar que la conciencia lo convirtiera en carnada para caimanes.

Hanscom miró el monstruoso trago por un momento, pensativo. Luego preguntó:

—¿Cuánto te debo por esto, Ricky Lee?

El tabernero meneó lentamente la cabeza, sin apartar la vista de la jarra llena. No quería levantarla y encontrarse con esos ojos fijos, hundidos en las órbitas.

—No —dijo—. Éste corre por cuenta de la casa.

Hanscom volvió a sonreír con más naturalidad.

—Vaya, gracias, Ricky Lee. Ahora voy a mostrarte algo que aprendí en Perú, en 1978, cuando trabajaba con un tipo llamado Frank Billings… estudiando a sus órdenes, podría decirse. Pescó una fiebre y los médicos le inyectaron un millón de antibióticos diferentes, sin que ninguno de ellos le hiciera efecto. Pasó dos semanas ardiendo y al fin murió. Lo que voy a mostrarte es algo que aprendí de los indios que trabajaban en el proyecto. El brebaje local es bastante potente. Si uno toma un trago, le parece suave, no hay problema, pero de pronto es como si alguien hubiera encendido un soldador dentro de la boca apuntándolo hacia la garganta. Sin embargo, los indios lo beben como si fuera Coca-Cola y rara vez vi a alguno borracho, mucho menos con resaca. Nunca tuve valor para intentar lo que ellos hacen, pero creo que esta noche voy a probar. Tráeme unas rodajas de limón, de las que tienes allí.

Ricky Lee le llevó cuatro y las dejó pulcramente en una servilleta junto a la jarra de whisky. Hanscom tomó una, inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a ponerse gotas en los ojos y comenzó a exprimir jugo de limón en su fosa nasal derecha.

—¡Dios! —exclamó Ricky Lee, horrorizado.

La garganta de Hanscom se contrajo. Su rostro enrojeció… y Ricky Lee vio cómo le corrían lágrimas por la cara, hacia las orejas. En ese momento, el tocadiscos automático emitía algo de los Spinners: «Oh, Señor, no sé cuánto más puedo aguantar».

Hanscom buscó a tientas en el mostrador, cogió otra rodaja de limón y exprimió el jugo en la otra fosa nasal.

—Se va a matar, coño —susurró Ricky Lee.

Hanscom dejó caer en el mostrador las dos rodajas exprimidas. Tenía los ojos de un color rojo furioso y respiraba en jadeos entrecortados. De la nariz le goteaba el claro jugo de limón hasta las comisuras de la boca. Buscó a tientas la jarra, la levantó y bebió una tercera parte. Ricky Lee, petrificado, observó el subir y bajar de su nuez de Adán.

Hanscom dejó la jarra a un lado, se estremeció dos veces e hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió un poquito. Ya no tenía los ojos enrojecidos.

—El resultado es el que ellos decían. Uno está tan preocupado por la nariz que ni siquiera siente lo que está bajando por la garganta.

—Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.

—¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase, Ricky Lee? La decíamos cuando éramos pequeños, ¿verdad? «Apuesto mi pellejo». ¿Nunca te dije que yo era gordo?

—No, señor, nunca —susurró Ricky Lee. Ya estaba convencido de que el señor Hanscom había recibido una noticia tan horrible que lo había vuelto loco… al menos, momentáneamente.

—Era una verdadera bola de grasa. Nunca jugaba al béisbol ni al baloncesto. Si jugábamos a cogernos, era el primero que atrapaban. Vivía tropezando conmigo mismo. Era gordo, ya lo creo. Y en mi ciudad natal había unos tíos que la tomaban siempre conmigo. Había un individuo llamado Reginald Huggins, al que todo el mundo llamaba Belch[9]. Y otro que se llamaba Victor Criss y algunos más. Pero el verdadero cerebro de la combinación era un tal Henry Bowers. Si alguna vez pisó este mundo un chico auténticamente malo, Ricky Lee, ese chico fue Henry Bowers. Yo no era el único con quien la tomaba. El problema era que yo no podía correr como los otros.

Hanscom se desabotonó la camisa y la abrió. Al inclinarse hacia adelante, Ricky Lee vio una rara cicatriz retorcida en el vientre del señor Hanscom, por encima del ombligo. Blanca, fruncida y vieja. Era una letra. Alguien había dibujado a tajos la letra H en el vientre de ese hombre, probablemente mucho antes de que fuera hombre.

—Esto me lo hizo Henry Bowers. Hace como mil años. Y puedo considerarme afortunado de no llevar todo su nombre grabado aquí.

—Señor Hanscom…

Hanscom tomó las otras dos rodajas de limón, una en cada mano. Inclinó la cabeza hacia atrás y las exprimió como si fueran gotas nasales. Con un estremecimiento desquiciante, las dejó a un lado y bebió dos grandes tragos de la jarra. Volvió a estremecerse, un trago más y luego buscó a tientas el borde acolchado del mostrador, con los ojos cerrados. Por un momento se cogió a él como si fuese en un velero y se estuviese aferrando a la barandilla para buscar apoyo en mar picada. Por fin volvió a abrir los ojos y sonrió al tabernero.

—Podría pasar toda la noche montado en este toro —dijo.

—Señor Hanscom, me haría un favor si dejara de hacer eso —dijo Ricky Lee, nervioso.

Annie se acercó al lugar de las camareras con su bandeja y pidió un par de cervezas. Ricky Lee las puso y se las llevó. Sentía las piernas como de goma.

—¿El señor Hanscom está bien, Ricky Lee? —preguntó Annie.

Estaba mirando por encima del hombro de su patrón, que se volvió para seguir la dirección de su mirada. Hanscom, inclinado sobre la barra, escogía algunas rodajas de limón tomándolas de la bandeja en donde Ricky Lee tenía los ingredientes para dar sabor a las bebidas.

—No lo sé —dijo—. Me parece que no.

—Bueno, deja de rascarte el culo y haz algo. —Annie, como casi todas las mujeres, tenía predilección por Ben Hanscom.

—No sé. Mi padre siempre decía que cuando un hombre está en sus cabales y pide…

—Tu padre tenía menos cabeza que una ardilla —aseguró Annie—. Olvídate de lo que decía tu padre. Tienes que detenerlo, Ricky Lee. Se puede matar.

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