It (Eso) – Stephen King

Dejó morir la voz, sintiendo que el horror penetraba en ella. Con los ojos de la mente veía a aquellos chicos patalear como cachorrillos empapados. Se sumergían y volvían a salir, escupiendo. Manoteaban más y nadaban menos, según el pánico se iba imponiendo. Las zapatillas se cargaban de agua. Los dedos arañaban inútilmente las paredes de acero pulido, buscando asidero. Oyó los ecos inexpresivos de sus gritos. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quince minutos, media hora? ¿Por cuánto tiempo, hasta que los gritos cesaron y ellos quedaron flotando, simplemente, boca abajo, como extraños peces que el encargado encontraría a la mañana siguiente?

—Dios mío —dijo Stan, secamente.

—Oí decir que una mujer perdió también a su bebé —agregó Eddie, súbitamente—. Fue entonces cuando cerraron la torre para siempre. Al menos, eso me dijeron. Sé que antes la gente podía subir. Pero una vez subió esa señora con su bebé; no sé qué tiempo tenía el bebé. Pero esa plataforma sale directamente al agua. Y la señora fue hasta la barandilla con el bebé en brazos. No se sabe si lo dejó caer o si se le escapó. Me contaron que un hombre quiso salvarlo, haciéndose el héroe, ya me entendéis. Se arrojó de cabeza, pero el bebé ya no estaba. A lo mejor tenía un abrigo o algo así. Cuando la ropa se moja, tira hacia abajo.

Abruptamente, Eddie metió la mano en el bolsillo para sacar un frasquito pardo. Lo abrió, extrajo dos píldoras blancas y se las tragó en seco.

—¿Qué es eso? —preguntó Beverly.

—Aspirinas. Me duele la cabeza.

La miró con expresión defensiva, pero Beverly no dijo nada más.

Ben terminó el relato. Después del incidente del bebé (él, por su parte, había oído que se trataba de una niña de tres años, más o menos), el Concejo municipal había resuelto cerrar la torre-depósito, tanto abajo como arriba, y prohibir las excursiones a la galería. Desde entonces permanecía clausurada. El encargado iba y venía; de vez en cuando la visitaban los empleados de mantenimiento y, una vez por temporada, se organizaban visitas con guía. Los ciudadanos interesados podían seguir a una señora de la Sociedad Histórica por la escalera de caracol hasta la galería de la cima, donde podían llenarse de exclamaciones ante el panorama y sacar fotografías para mostrar a los amigos. Pero la puerta de la plataforma estaba siempre con candado.

—¿Todavía está llena de agua? —preguntó Stan.

—Creo que sí —dijo Ben—. He visto que las autobombas cargan allí durante la temporada de incendios. Conectan una manguera a la tubería del fondo.

Stanley estaba mirando otra vez la secadora, donde los trapos giraban y giraban. El manojo se había separado; algunos trapos flotaban como paracaídas.

—¿Qué viste tú allí? —preguntó Bev, suavemente.

Por un momento él no pareció dispuesto a responder. Luego aspiró profundamente, estremecido, y dijo algo que, en un principio, les pareció muy alejado del tema.

—Le pusieron Memorial Park por el 23º regimiento de Maine, en la guerra civil. Los llamaban los Azules de Derry. Antes había una estatua, pero se vino abajo por una tormenta, en el cuarenta y pico. Como no había dinero para reparar la estatua, la reemplazaron por el baño para pájaros. Un gran baño para pájaros.

Todos lo estaban mirando. Stan tragó saliva. Su garganta emitió un chasquido audible.

—Yo soy observador de aves, ¿sabéis? Tengo un álbum, un par de binoculares y todo. —Miró a Eddie—. ¿Te queda alguna aspirina?

Eddie le entregó el frasquito. Stan tomó dos y tras una breve vacilación, sacó otra. Devolvió el frasquito y tragó las píldoras, una tras otra, haciendo muecas. Luego prosiguió con su historia.

10

El encuentro de Stan se había producido en una lluviosa tarde de principios de primavera, dos meses antes. Con el impermeable puesto, el libro de aves y los binoculares guardados en una bolsa impermeable, cerrada por un cordel, se había puesto en marcha hacia el Memorial Park. Él y su padre solían ir juntos, pero su padre tenía que «quedarse trabajando» esa noche y a la hora de la cena había llamado especialmente para hablar con Stan.

Un cliente de la agencia, también observador de aves, había distinguido un ejemplar que parecía un cardenal macho, Fingillidae richmondena, bebiendo en el baño de pájaros del Memorial Park. A esas aves les gustaba comer, beber y bañarse hacia el crepúsculo. Era muy raro encontrar un cardenal tan al norte de Massachusetts. ¿Iría Stan a ver si podía divisarlo? El tiempo no acompañaba, pero…

Stan dijo que sí. Su madre le hizo prometer que no se bajaría la capucha del impermeable, pero Stan no necesitaba la recomendación; era muy pulcro. Nunca había problemas para hacerle usar las botas de goma o los pantalones para la nieve.

Caminó los dos kilómetros y medio hasta el Memorial Park bajo una llovizna tan fina y vacilante que ni siquiera era llovizna; parecía, más bien, una niebla constante. El aire estaba opaco, pero excitante. A pesar de los últimos montones de nieve que desaparecían bajo la hierba y los bosquecillos (Stan los vio como montones de fundas sucias) había olor a brotes nuevos. Mientras miraba las ramas de olmos, arces y robles bajo el cielo de plomo, Stan pensó que sus siluetas lucían misteriosamente engrosadas. Estallarían en una o dos semanas desplegando hojas de un verde delicado, casi transparente.

«Esta tarde el aire huele a verde», pensó, sonriendo un poco.

Caminaba deprisa, porque sólo quedaba una hora de luz. Era tan meticuloso con respecto a sus avistamientos como en cuanto a su vestimenta y a sus hábitos de estudio; si no disponía de luz suficiente para estar del todo seguro, no anotaría al cardenal, aunque supiera, en el fondo, que realmente lo había visto.

Cruzó el Memorial Park en diagonal. La torre-depósito era una gran silueta blanca a la izquierda, pero Stan apenas le echó una mirada. No tenía el menor interés en ella.

Memorial Park era un rectángulo que se inclinaba colina abajo. El césped, blanco y muerto a esa altura del año, se mantenía bien cortado durante el verano y con canteros circulares llenos de flores. Pero no había juegos infantiles. Se lo consideraba plaza para adultos.

En el otro extremo, la pendiente se suavizaba antes de caer abruptamente hasta Kansas Street y Los Barrens. En ese sector nivelado estaba el baño de pájaros que su padre le había mencionado. Se trataba de un cuenco de piedra de poca profundidad, fijado a un pedestal de mampostería, demasiado grande para las humildes funciones que cumplía. Según el padre de Stan, antes de que se acabara el dinero pensaban volver a instalar allí la estatua del soldado.

—Prefiero el baño para pájaros, papá —había dicho Stan.

El señor Uris le revolvió el pelo.

—También yo, hijo. Más baños para pájaros y menos balas; ese es mi lema.

En la parte alta de ese pedestal había una frase tallada en la piedra. Stanley no le encontró sentido; las únicas palabras latinas que entendía eran las clasificaciones de géneros de su libro sobre aves.

Apparebat eidolon senex

Plinio

rezaba la inscripción.

Stan se sentó en un banco, sacó su álbum de aves y volvió las páginas hasta encontrar, una vez más, la fotografía de esa variedad de cardenales; la repasó hasta familiarizarse con los detalles distintivos. Era difícil confundir al macho con otro pájaro, pues era rojo como un coche de bomberos, aunque no tan grande. Pero Stan era persona de hábitos y convenciones; esas cosas lo reconfortaban y fortalecían su sensación de pertenecer al mundo. Por eso estudió la fotografía durante tres minutos largos antes de cerrar el libro (la humedad del aire estaba enroscando las esquinas de las hojas) y ponerlo otra vez en la bolsa. Sacó los binoculares del estuche y se los llevó a los ojos. No había necesidad de ajustarlos, ya que los había usado por última vez en ese mismo sitio.

Niño pulcro, niño paciente. No se movió. No se levantó para pasearse ni anduvo apuntando los binoculares de un lado al otro para ver qué otra cosa descubría. Permaneció quieto, con los binoculares enfocando el baño de pájaros mientras la llovizna se juntaba en gordas gotas sobre su impermeable amarillo.

No se aburría. Miraba hacia abajo, hacia aquel equivalente de una convención avícola. Cuatro gorriones pardos estuvieron allí un rato hundiendo el pico en el agua, arrojándose tranquilamente gotas sobre sus lomos. Después vino un azulejo, como un policía que disolviera un grupo de alborotadores. El azulejo era tan grande como una casa en las lentes de Stan y sus gorjeos provocadores sonaban absurdamente débiles en comparación. Los gorriones se alejaron. El azulejo, ya en dominio de todo, se pavoneó en el sitio, bañándose; acabó por aburrirse y alzó el vuelo. Volvieron los gorriones, pero se alejaron otra vez al llegar un par de petirrojos para bañarse y (tal vez) discutir asuntos importantes para el pueblo de los huesos huecos.

El padre de Stan se había reído ante la vacilante sugerencia de Stan en cuanto a que, tal vez, los pájaros hablaban. Seguramente el padre tenía razón al decir que los pájaros no poseían inteligencia suficiente para hablar, que sus cerebros eran demasiado pequeños. Pero, por Dios, parecían estar conversando.

Se les unió un pájaro nuevo. Era rojo. Stan se apresuró a ajustar los binoculares. ¿Era…? No. Era una tanagra escarlata; buen pájaro, pero no el cardenal que él estaba buscando. Se le unió un carpintero que visitaba con frecuencia el Memorial Park. Stan lo reconoció por el ala derecha desgarrada. Como siempre, se preguntó qué podía haberle pasado; una escapada por un pelo de las garras de un gato parecía la explicación más probable. Iban y venían otros pájaros. Stan vio un grajo, torpe y feo como un camión volador, un mirlo, otro carpintero. Por fin, como recompensa, detectó a un pájaro nuevo. No era el cardenal sino un molobro, que parecía vasto y estúpido en la lente de los binoculares. Dejó caer los binoculares contra el pecho y volvió a sacar el álbum de la bolsa rogando por que el molobro no alzara vuelo antes de que él pudiera confirmar el avistamiento. Al menos, tendría algo que llevar a su padre. Y ya era hora de irse. La luz se estaba apagando rápidamente. Sentía frío y estaba mojado. Verificó los datos en el libro y volvió a mirar por los binoculares. Aún estaba allí; no se bañaba; no hacía más que mirar con cara de tonto. Era un molobro, casi con toda seguridad. Sin señales distintivas (al menos, ninguna que se pudiera individualizar a esa distancia) y con tan poca luz resultaba difícil confirmarlo en un ciento por ciento. Pero tal vez le quedaran tiempo y luz para otra comprobación. Miró la ilustración del libro, estudiándola con fiera concentración, y volvió a tomar los binoculares. Apenas los había fijado en el baño de pájaros cuando un sonoro ¡bum! hizo que el probable molobro agitara las alas. Stan trató de seguirlo con los binoculares, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades de divisarlo otra vez, pero lo perdió. Emitió un siseo de disgusto. Bueno, si había venido una vez, tal vez volvería. Y después de todo, sólo era un molobro

(probablemente un molobro)

no un águila dorada o un pingüino emperador.

Stan guardó sus binoculares en el estuche y apartó su álbum. Después se levantó y miró en derredor tratando de individualizar la causa de aquel brusco ruido. No había sonado como un disparo ni como el estallido de un tubo de escape. Antes bien, como una puerta abierta de golpe en una película de terror, llena de castillos y mazmorras, hasta con efectos sonoros.

No vio nada.

Se levantó y echó a andar hacia la cuesta, rumbo a Kansas Street. En ese momento tenía la torre-depósito a su derecha. Era un cilindro blanco, fantasmal entre la llovizna y la penumbra. Era como si… flotara.

¿Flotara? Qué pensamiento extraño. Seguramente había venido de su propia cabeza (¿de qué otra parte podía venir un pensamiento?) pero no le parecía suyo, en absoluto.

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