It (Eso) – Stephen King

El payaso había desaparecido. En los alto de la escalera izquierda estaba Drácula, pero no un Drácula de película (no era Bela Lugosi ni Christopher Lee ni Frank Langella ni Francis Lederer ni Reggie Nalder). Era un anciano, con la cara parecida a una raíz retorcida, mortalmente pálido; sus ojos eran rojos, purpúreos, del color de los coágulos de sangre. Cuando abrió la boca, dejó al descubierto un montón de hojas de afeitar, dispuestas en ángulos en sus encías; era como mirar un mortífero laberinto de espejos donde un solo paso en falso podría cortarlo a uno en dos.

—¡KIII-RUNCH! —aulló.

Y sus mandíbulas se cerraron. La sangre manó de su boca en una inundación rojo-negruzca. Algunos trozos de sus labios cortados cayeron sobre la seda blanca de su fina camisa deslizándose por la pechera; dejaban atrás sangrientas huellas de caracol.

—¿Qué vio Stan Uris antes de morir? —preguntó el vampiro a gritos, riendo por el agujero ensangrentado de su boca—. ¿Vio a Tío Pepe en botella de litro? ¿A David Crockett, rey de la frontera salvaje? ¿Qué vio, Ben? ¿Quieres verlo tú también? ¿Qué vio? ¿Qué vio?

Y otra vez la risa estridente. Ben comprendió que él también iba a gritar, sí, no había modo de contener el grito, iba a surgir. La sangre estaba goteando desde el descansillo de la escalera en una horrible ducha. Una gota había caído en la artrítica mano de un viejo que leía The Wall Street Journal. Le corría por los nudillos, sin que él la viera, sin que la sintiera.

Ben tomó aliento, seguro que a continuación vendría el grito, inconcebible en el silencio de esa lluviosa tarde primaveral, tan chocante como el corte de un cuchillo… o una boca llena de hojas de afeitar.

En cambio, lo que surgió en un torrente desigual, tembloroso, balbuceando y no gritando, como en plegaria, fueron estas palabras:

—Hicimos balines con él, por supuesto. Convertimos el dólar de plata en balines de plata.

El caballero de la gorra de chófer, que había estado estudiando los dibujos de Vargas, levantó ásperamente la vista.

—Tonterías —dijo.

Ahora sí, la gente levantó la mirada. Alguien chistó al viejo.

—Perdón —dijo Ben, en voz baja y temblorosa. Tenía la vaga conciencia de que el sudor le corría por la cara y de que tenía la camisa pegada al cuerpo—. Estaba pensando en voz alta…

—Tonterías —repitió el anciano caballero, levantando un poco el tono—. No se pueden hacer balas de plata con dólares de plata. Es un error. Cosa de historietas. El problema es la gravedad específica…

De pronto apareció la mujer, la señorita Danner.

—Tendrá que guardar silencio, señor Brockhill —dijo, con bastante amabilidad—. La gente está leyendo…

—Ese hombre está enfermo —dijo Brockhill, abruptamente, mientras volvía a su libro—. Dele una aspirina, Carole.

Carole Danner miró a Ben con expresión preocupada.

—¿De veras se siente mal, señor Hanscom? Sé que es una terrible descortesía decir esto, pero se le ve muy mal.

Ben dijo:

—Almorcé… comida china. No creo que me haya caído bien.

—Si quiere echarse, en la oficina del señor Hanlon hay un catre. Podría…

—No. Gracias, pero no.

Lo que deseaba no era tumbarse, sino salir volando de la biblioteca pública. Levantó la vista hacia el descansillo. El payaso había desaparecido. El vampiro había desaparecido. Pero había algo atado a la barandilla de hierro forjado que rodeaba el descansillo: un globo. Y en su abultada superficie se leía una frase: ¡QUE TE DIVIERTAS! ¡ESTA NOCHE MORIRÁS!

—Su carnet ya está listo —dijo ella, apoyándole una mano en el brazo—. ¿Todavía lo quiere?

—Sí, gracias —dijo Ben. Aspiró profunda, trémulamente—. Lamento mucho este problema.

—Espero que no sea botulismo —se alarmó ella.

—No daría resultado —dijo el señor Brockhill, sin levantar la vista de los dibujos ni quitarse la pipa apagada de la boca—. Invento de las malas novelas. Las balas saldrían a tumbos.

Y Ben, hablando otra vez sin saber lo que iba a decir, dijo:

—Eran balines, no balas. Enseguida nos dimos cuenta de que no podríamos hacer balas. Porque éramos niños. Yo tuve la idea de…

—¡Chissst! —dijo alguien, otra vez.

Brockhill clavó en Ben una mirada algo sobresaltada; parecía a punto de decir algo, pero volvió a sus dibujos.

Ya ante el escritorio, Carole Danner le entregó una pequeña tarjeta naranja que tenía, en la parte superior, un nombre impreso: BIBLIOTECA PÚBLICA DE DERRY. Ben, asombrado, se dio cuenta de que era su primer carnet de biblioteca en su vida adulta. El que tenía de niño había sido de color amarillo canario.

—¿Está seguro de que no necesita echarse, señor Hanscom?

—Me siento algo mejor, gracias.

—¿Seguro?

Él consiguió sonreír.

—Seguro.

—Sí, se lo ve un poco mejor —comentó ella.

Pero lo dijo con vacilación, como si comprendiera que era lo correcto, aun sin creerlo.

Un momento después, ella puso un libro bajo el aparato de microfilmación que se usaba en la actualidad para registrar los préstamos de volúmenes. Ben sintió un dejo de diversión casi histérica. Es el libro que tomé del estante cuando el payaso comenzó a hablar con la Voz del Negrito —se dijo—. Ella creyó que yo quería retirarlo. Acabo de retirar mi primer libro de la biblioteca de Derry, después de veinticinco años, y ni siquiera sé cómo se titula. Más aún, no me importa. Sólo quiero salir de aquí, ¿eh? Con eso basta.

—Gracias —dijo, poniéndose el libro bajo el brazo.

—No tiene nada que agradecer, señor Hanscom. ¿Seguro de que no quiere una aspirina?

—Seguro —dijo él. Y entonces vaciló—. Por casualidad, ¿no sabe qué fue de la señora Starrett? Barbara Starrett. Era jefa de la biblioteca infantil.

—Murió —dijo Carole Danner—. Hace tres años. Fue un ataque, por lo que tengo entendido. Una verdadera lástima, porque era relativamente joven… cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años, creo. El señor Hanlon cerró la biblioteca por ese día.

—Oh —dijo Ben.

Sintió que un hueco se le abría en el corazón. Eso era lo que pasaba cuando uno volvía a su «antes era así», como dice la canción. Aunque la tarta estuviera recubierta de dulce, lo de dentro era amargo. La gente se había olvidado de uno, o se moría, o perdía el pelo y los dientes. A veces, uno descubría que hasta había perdido la cabeza. Oh, era grandioso estar vivo. Claro que sí.

—Lo siento —dijo ella—. Usted le tenía aprecio, ¿verdad?

—Todos los chicos queríamos a la señora Starrett —dijo Ben, alarmado al sentir las lágrimas aflorar.

—¿Se sien…?

Si vuelve a preguntarme si me siento bien, voy a gritar de verdad. O cualquier cosa parecida.

Echó un vistazo al reloj, y dijo:

—Tengo que darme prisa, de veras. Gracias por su amabilidad.

—Que se divierta, señor Hanscom.

Claro. Porque esta noche moriré.

Se despidió y volvió a cruzar la sala. El señor Brockhill le observó por un instante, atento, suspicaz.

Ben miró hacia el descansillo de la izquierda. El globo seguía flotando allí, atado con un cordel al hierro forjado. Pero la frase impresa en su curva decía:

¡YO MATÉ A BARBARA STARRETT!

EL PAYASO PENNYWISE

Apartó la vista, sintiendo en su garganta que el pulso volvía a precipitarse. Salió a la calle y se sorprendió al encontrarse con la luz del sol. Arriba, las nubes comenzaban a desenredarse; un cálido sol de mayo bajaba dando a la hierba un tono imposiblemente verde y fértil. Ben sintió que algo comenzaba a aflojarse en su corazón. Tuvo la sensación de que había dejado atrás, en la biblioteca, una carga insoportable…

Entonces miró el libro que había retirado inadvertidamente y sus dientes se apretaron con dolorosa fuerza. Era Bulldozer, de Stephen W. Meader, uno de los volúmenes que había retirado de la biblioteca el día en que se adentró en Los Barrens para huir de Henry Bowers y sus amigos.

Y hablando de Henry, la huella de su bota aún se veía en la cubierta.

Estremecido, torpe, le dio la vuelta. La biblioteca podía haber adoptado un sistema microfílmico, pero aún había un bolsillo en la tapa posterior con una tarjeta guardada dentro. En cada línea se veía un nombre escrito y el sello del bibliotecario, indicando la fecha en que debía ser devuelto. Ben leyó lo siguiente:

RETIRADO

FECHA DEVOLUCIÓN

Charles N. Brown

14 mayo 58

David Hartwell

1 junio 58

Joseph Brennan

17 junio 58

Y en la última línea de la tarjeta, su propia firma infantil, escrita con gruesos trazos de lápiz:

Benjamin Hanscom

9 julio 58

Estampado sobre esa tarjeta, sobre la solapa del libro, en el grosor de las páginas, una y otra vez, en borrosa tinta roja que parecía sangre, se leía una sola palabra: Cancelado.

—Oh, Dios bendito —murmuró Ben. No sabía qué otra cosa decir; eso parecía cubrir toda la situación—. Oh, Dios bendito, Dios bendito.

Se detuvo a la nueva luz del sol, preguntándose, inesperadamente, qué le estaría pasando a los otros.

2

Eddie Kaspbrak toma un atajo

Eddie bajó del autobús en la esquina de Kansas Street con el pasaje Kossuth. Kossuth corría cuatrocientos metros colina abajo antes de cortarse abruptamente allí donde la tierra desmoronada se inclinaba hacia Los Barrens. No tenía la menor idea de por qué había escogido ese sitio para bajar del vehículo; el pasaje Kossuth no tenía ningún significado para él. Tampoco conocía a nadie en esa parte de la calle Kansas, en especial. Pero le parecía un lugar adecuado. No sabía más y a esa altura le pareció suficiente. Beverly había bajado del autobús, saludándolo brevemente con la mano, en una de las paradas de Main Street. Mike había vuelto a la biblioteca en su coche.

En ese momento, mientras contemplaba el Mercedes, pequeño y algo absurdo que se alejaba entre el tráfico, Eddie se preguntó qué estaba haciendo allí, exactamente: de pie en una oscura esquina de una oscura ciudad, a ochocientos kilómetros de Myra, que debía de estar preocupada hasta las lágrimas por su causa. De inmediato sintió un vértigo casi doloroso; se tocó el bolsillo de la chaqueta y recordó que había dejado el Dramamine en el hotel con el resto de sus fármacos. Pero tenía aspirinas. No había salido jamás sin aspirinas, así como no salía sin pantalones. Tragó un par en seco y echó a andar a lo largo de Kansas Street, pensando, vagamente, que podría ir a la Biblioteca Pública, o quizá, cruzar a la avenida Costello. Ya comenzaba a aclarar. Podía caminar hasta Broadway Oeste para admirar las viejas casas victorianas que se levantaban allí, en las dos únicas zonas residenciales de Derry que estaban dotadas de verdadera belleza. De niño lo había hecho algunas veces, caminar por Broadway Oeste con aire indiferente, como si fuera camino de otro lugar. Allí estaba la casa de los Mueller, cerca de la esquina de Witcham con Broadway Oeste: una mansión roja, con torrecillas a cada lado y seto al frente. Los Mueller tenían un jardinero que siempre lo miraba con ojos suspicaces cuando él pasaba por allí.

También estaba la casa de los Bowie, a cuatro puertas de distancia de la de los Mueller, en la misma acera. Probablemente era uno de los motivos por los que Greta Bowie y Sally Mueller eran tan amigas en la escuela primaria. Tenía tejado verde y torrecillas también, pero no cuadradas en la parte superior, como las de los Mueller, sino coronadas por extraños conos que parecían bonetes de cumpleaños. En el verano siempre había muebles de jardín en el prado lateral: una mesa con una bonita sombrilla amarilla, sillones de mimbre, un columpio de cuerda tendido entre dos árboles. En la parte trasera a veces jugaban a críquet. Al pasar, como por casualidad (como si fuera camino a otra parte), Eddie oía a veces el chasquido de las pelotas, risas y gruñidos, cuando a alguien «se le escapaba» la pelota. Una vez había visto a la misma Greta, con un vaso de limonada en una mano y el palo de críquet en la otra, delgada y bonita más allá de lo que cualquier poeta habría podido expresar; hasta sus hombros, quemados por el sol, parecían maravillosos a Eddie Kaspbrak, quien por entonces tenía nueve años. Iba detrás de su pelota, que se había «escapado», y así se puso a la vista de Eddie.

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