It (Eso) – Stephen King

—Está bien —dijo Mike—. Yo vivo en pasaje Palmer, sesenta y uno. Te convendría subir por Main…

—Sé llegar.

—Está bien, allí nos veremos. ¿Te gustaría cenar?

—Me encantaría. ¿Puedes dejar tu trabajo?

—No hay problema. Carole me reemplazará. —Mike volvió a vacilar—. Dice que hace una hora, antes de que yo volviera, vino un fulano y se fue como si fuera un muerto viviente. Por su descripción era Ben.

—¿Seguro?

—Sí. Y la bicicleta. Es parte del asunto, también, ¿no?

—No me extrañaría —dijo Bill, sin apartar la vista del propietario, que parecía absorto en su libro.

—Nos veremos en casa —dijo Mike—. No olvides: número sesenta y uno.

—Está bien. Gracias, Mike.

—No tienes por qué, Gran Bill.

Bill colgó. El propietario se apresuró a cerrar su libro.

—¿Ha encontrado dónde guardarla, amigo?

—Sí.

El escritor sacó sus cheques de viajero y firmó uno de veinte. El propietario examinó las dos firmas con un cuidado que, en circunstancias mentales menos distraídas, a Bill le habría parecido insultante. Por fin, el hombre garabateó una factura de venta y plantó el cheque de viajero en su vieja registradora. Se levantó con las manos en la parte baja de la espalda, estirándose, y se fue hacia el frente del local, zigzagueando entre las montañas de trastos viejos con una delicadeza distraída que a Bill le resultó fascinante.

Levantó la bicicleta, la hizo girar y la llevó hasta el espacio libre. Mientras Bill sujetaba el manillar para ayudarlo, otro estremecimiento lo fustigó, Silver. Silver. Otra vez. Tenía a Silver en sus manos y

(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto espectros)

tuvo que desechar la idea por la fuerza porque lo hacía sentir mareado y raro.

—Esa rueda trasera está un poco baja —dijo el propietario.

En realidad, estaba plana como un crêpe. La delantera no, pero la cubierta, a fuerza de gastada, dejaba ver la tela.

—No hay problema —dijo Bill.

—¿Podrá llevarla desde aquí a pie?

Antes me arreglaba bien con ella; ahora no sé, pensó.

—Creo que sí. Gracias.

—Y si quiere hablar de ese poste de barbería, no deje de volver.

El propietario le sostuvo la puerta abierta. Bill sacó la bicicleta, tomó por la izquierda y echó a andar hacia Main Street. La gente miraba, entre divertida y curiosa, a aquel hombre calvo que llevaba una enorme bicicleta a pie, con la rueda trasera pinchada, pero Bill no prestó atención. Le maravillaba lo bien que sus manos adultas se ajustaban aún a las empuñaduras de goma. Recordó que siempre había tenido intención de anudar varias cintas plásticas de diferentes colores en el agujero de cada una para que flamearan al viento, pero nunca había llegado a hacerlo.

Se detuvo en la esquina de Main y Center ante una librería y apoyó la bicicleta contra el edificio, para quitarse la chaqueta. No era fácil llevar una bicicleta con una rueda pinchada y la tarde se había vuelto calurosa. Arrojó la chaqueta al cestillo y continuó.

La cadena está herrumbrada —pensó—. El que la tenía no se ocupaba mucho de ella.

(de esta cosa)

Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido, tratando de recordar qué había sido de Silver. ¿La había vendido? ¿Regalado? ¿Perdido, tal vez? No recordaba. Pero volvió esa frase idiota

(el poste tosco y recto e insiste)

extraña y fuera de lugar como mecedora en campo de batalla, como tocadiscos en una estufa, como hilera de lápices en la acera.

Bill sacudió la cabeza. La frase se dispersó como el humo. Siguió empujando a Silver hacia la casa de Mike.

6

Mike Hanlon establece una relación

Pero antes preparó la cena: hamburguesas con cebolla y champiñones salteados, acompañadas con ensalada de espinaca. Por entonces, habían terminado de arreglar a Silver y estaban más que dispuestos a comer.

La casa era una pulcra vivienda al estilo Cape Cod, blanca, con detalles verdes. Cuando Bill apareció por el pasaje Palmer, Mike acababa de llegar, sentado tras el volante de un viejo Ford que tenía marcas de herrumbre en la carrocería y una rotura en la ventanilla posterior. Bill recordó entonces lo que el bibliotecario había señalado tan serenamente: de los miembros del Club de los Perdedores, los que habían abandonado Derry habían dejado de ser perdedores. Mike, por haber permanecido en la ciudad, se había quedado atrás.

Metió a Silver en el garaje de Mike, que tenía el suelo de tierra batida y todo tan ordenado como la casa. Las herramientas colgaban de sus respectivos clavos; las luces, con pantallas cónicas de lata, se parecían a las que iluminan las mesas de billar. Bill apoyó la bicicleta contra la pared y los dos la miraron por un rato sin decir nada, las manos en los bolsillos.

—Es Silver, sí —dijo Mike por fin—. Pensé que podías haberte equivocado, pero no. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Ni puñetera idea. ¿Tienes un inflador de bicicletas?

—Sí, y también un equipo para emparchar. Esas cubiertas, ¿son sin cámara?

—Siempre lo fueron. —Bill se inclinó para estudiar la cubierta rota—. Sí, sin cámara.

—¿Quieres pedalear otra vez?

—N-ni pensarlo —respondió Bill, de inmediato—. Pero no me gusta verla así, inútil.

—Como te parezca, Gran Bill. Tú mandas.

Bill giró bruscamente la cabeza, pero Mike se había acercado a la pared del garaje y estaba sacando un inflador. De un armario sacó una cajita de lata que entregó a Bill. El escritor la observó con curiosidad: el equipo se parecía a los de su niñez: una pequeña caja de lata, de tapa brillante y granulada con la que se frotaba la goma alrededor del agujero antes de aplicar el parche. Parecía flamante; tenía aún una etiqueta adhesiva con el precio: 7,23. Bill creía recordar que, en su infancia, esos equipos se compraban por un dólar con veinticinco, a lo sumo.

—No me digas que tenías esto porque sí —dijo Bill. No era una pregunta.

—No —reconoció Mike—. Lo compré la semana pasada en las galerías, en realidad.

—¿Tienes bicicleta?

—No —dijo Mike, mirándolo a los ojos.

—Y compraste este equipo porque se te ocurrió.

—Fue un impulso —dijo Mike sin apartar sus ojos de Bill—. Me desperté pensando que podía hacerme falta. Y la idea siguió volviéndome durante todo el día. Así que… compré el equipo. Y ahora te viene bien.

—Ahora me viene bien —repitió Bill—. Pero, como dicen en los seriales de la tele, ¿qué significa todo esto, querido?

—Pregúntaselo a los otros —dijo Mike— esta noche.

—¿Los veremos allí? ¿Qué piensas tú?

—No sé, Gran Bill. —Mike hizo una pausa antes de agregar—: Existe la posibilidad de que no todos se presenten. Quizá uno o dos decidan desaparecer de la ciudad. O… —Se encogió de hombros.

—¿Y qué haremos si pasa eso?

—No sé —repitió Mike, señalando el equipo de emparchar—. Pagué siete pavos por eso. ¿Piensas usarlo o sólo mirarlo?

Bill sacó su chaqueta del cesto y la colgó cuidadosamente de una percha desocupada. Luego puso a Silver sobre el asiento y comenzó a hacer rodar un poco la rueda trasera. No le gustó el chirrido herrumbrado del eje y recordó el chasquido casi silencioso de la tabla de patinar del chico. Lo que le hace, falta es un poco de aceite 3-en-1 —pensó—. Y no le vendría mal engrasar también la cadena. Está mohosa… Y naipes. Le hacen falta naipes en los radios. Seguramente Mike tiene algunos. De los buenos, con cobertura de celuloide, de esos tan resbaladizos que, la primera vez, siempre terminan desparramados en el suelo en cuanto uno intenta barajarlos. Naipes, si, y alfileres para sujetarlos…

Se interrumpió, súbitamente helado.

Por el amor de Dios, ¿qué estás pensando?

—¿Algún problema, Bill? —preguntó Mike, suavemente.

—No, ninguno. —Sus dedos tocaron algo pequeño, redondo, duro. Metió las uñas abajo y tiró de aquello. De la cubierta se desprendió una pequeña chincheta—. Aquí está la culpable —dijo, y en su mente volvió a sonar, extraño, espontáneo y poderoso: Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros. Pero esta vez a la voz, su voz, siguió la de su madre diciendo: Prueba otra vez, Billy. Estuviste muy cerca de decirlo bien.

Se estremeció.

(el poste)

Sacudió la cabeza. Ni siquiera ahora podría decir eso sin tartamudear, pensó. Y por un momento se sintió a punto de comprenderlo todo. De inmediato se le borró.

Abrió el equipo de emparchar y puso manos a la obra. Le llevó un rato solucionar el problema. Mientras tanto, Mike, apoyado contra la pared, bajo un rayo del sol tardío, con las mangas enrolladas y la corbata floja, silbaba una melodía que Bill identificó, finalmente, como She Blinded Me with Science.

Mientras esperaba a que se secara el pegamento, Bill (por hacer algo, según se dijo) aceitó la cadena, los ejes y el piñón. Eso no mejoraría el aspecto de Silver, pero, al menos desapareció el chirrido, lo cual lo satisfizo. De cualquier modo, esa bicicleta nunca habría ganado un concurso de belleza; su única virtud era volar como el rayo.

Por entonces, ya eran las cinco y media de la tarde y casi había olvidado la presencia de Mike, absorto como estaba en los pequeños y satisfactorios menesteres de mantenimiento. Por fin atornilló la boquilla del inflador a la válvula de la rueda trasera y vio engordar la cubierta; calculó a ojo la presión correcta y comprobó, complacido, que el parche resistía bien.

Cuando consideró que todo estaba en orden, desenroscó el inflador y, en el momento en que estaba por poner a la bicicleta sobre sus ruedas, oyó el rápido aleteo de unos naipes, a su espalda. Giró en redondo y estuvo a punto de tirar a Silver.

Mike estaba allí, de pie, con un mazo de cartas de dorso azul en una mano.

—¿Las quieres?

Bill soltó un suspiro largo y tembloroso.

—Supongo que también tienes alfileres, ¿verdad?

Mike sacó cuatro del bolsillo de su camisa y se los ofreció.

—Y las tenías por casualidad, ¿no?

—Más o menos —dijo Mike.

Bill tomó las cartas y trató de barajarlas, pero le temblaban las manos y se le escurrieron entre los dedos. Volaron por todas partes… pero sólo dos aterrizaron con la cara hacia arriba. Bill las miró y levantó los ojos hacia Mike. El bibliotecario tenía la vista clavada en los naipes esparcidos, boquiabierto.

Las dos cartas a la vista eran el as de espadas.

—Es imposible —dijo Mike—. Acabo de abrir ese mazo. Fíjate. —Señaló la lata para desperdicios, junto a la puerta, y Bill vio una envoltura de celofán—. ¿Cómo es posible que haya dos ases de espadas en un mazo?

Bill se inclinó para recogerlas.

—¿Cómo es posible que, de todo un mazo esparcido por el suelo, sólo dos caigan cara arriba? —agregó—. Ahí tienes una pregunta aún más…

Miró el dorso de los ases y se los mostró a su amigo. Uno era azul; el otro, rojo.

—Por Dios, Mike, ¿en qué nos has metido?

—¿Qué vas a hacer con ésas? —inquirió Mike, como si estuviera aturdido.

—Ponerlas en la bicicleta, por supuesto. —De pronto, Bill se echó a reír—. Eso es lo que se supone que haga, ¿no te parece? Si existen ciertas condiciones previas para emplear la magia, esas condiciones previas se presentarán inevitablemente por cuenta propia. ¿Me equivoco?

Mike no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo mientras éste sujetaba las cartas a la rueda trasera de Silver. Le costó un poco porque aún le temblaban las manos, pero al fin terminó. Entonces, aspirando profundamente, hizo girar la rueda trasera. Los naipes golpetearon con fuerza contra los radios en el silencio del garaje.

—Vamos —dijo Mike—. Acompáñame, Gran Bill. Prepararé algo para comer.

Ya habían engullido las hamburguesas y en ese momento, fumando, contemplaban el crepúsculo en el patio trasero de Mike. Bill sacó su billetera, extrajo una tarjeta de presentación ajena y escribió en ella la frase que lo acosaba desde que vio a Silver en el escaparate de Rosa de segunda mano, Ropas de segunda mano. La mostró a Mike, que la leyó con atención, ahuecando los labios.

—¿Tiene algún sentido para ti? —preguntó Bill.

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros. —Hizo un gesto de asentimiento—. Sí, ya sé qué es.

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