It (Eso) – Stephen King

Bajaron por la orilla en fila india y empezaron a cruzar por los secos lomos de las piedras allí plantadas.

—¡Bill! —exclamó Beverly, con urgencia.

Él quedó inmediatamente petrificado, sin mirar atrás, con los brazos tendidos. El agua carcajeaba en derredor.

—¿Qué pasa?

—¡Allí hay pirañas! Hace dos días las vi comerse una vaca entera. El animal cayó y, un minuto después, sólo quedaban los huesos. ¡No vayas a caerte!

—Está bien —dijo Bill—. Con cuidado, hombres.

Avanzaron tambaleándose de piedra en piedra. En el momento en que Eddie Kaspbrak llegaba al medio, un tren de mercancías pasó por el terraplén y el súbito soplo de su silbato lo hizo vacilar, casi perdido el equilibrio. Miró el agua brillante y, por un momento, entre los destellos de sol que arrojaban dardos de luz a sus ojos, creyó ver las pirañas. No eran parte de la mentira que componía la fantasía selvática de Bill: de eso estaba seguro. Los peces que veía eran como grandes carpas, con feas mandíbulas de bagre. De entre los labios gruesos asomaban dentaduras de serrucho; al igual que las carpas, eran naranja. Tan naranja como los pompones que solían lucir los payasos en sus trajes.

Y nadaban en círculos en el agua poco profunda, dando dentelladas.

Eddie agitó los brazos. Me caigo —pensó—, me voy a caer y me comerán vivo.

En eso, Stanley Uris lo sujetó con firmeza por la muñeca y lo devolvió al centro de gravedad.

—Te salvaste por poco —dijo—. Si te hubieras caído, tu madre te habría dado una buena.

Por una vez, nada estaba tan lejos de la mente de Eddie como su madre. Los otros ya habían llegado a la ribera opuesta y contaban los vagones del tren. Eddie miró a Stan a los ojos, fijamente, como enloquecido. Después volvió la vista al agua. Vio una bolsa de patatas fritas que pasaba danzando, pero nada más. Miró otra vez a Stan.

—Stan, he visto…

—¿Qué?

Eddie sacudió la cabeza.

—Nada, supongo. Estoy sólo un poco

(pero estaban allí, si que estaban, yo los vi y me habrían comido vivo)

sobresaltado. El tigre, supongo. Sigamos.

Esa ribera occidental del Kenduskeag, la de Old Cape, era un pantano durante la estación lluviosa y el deshielo de primavera, pero no se habían producido lluvias fuertes en las últimas dos semanas y el barro se había secado formando una extraña superficie resquebrajada, de la que brotaban varios de esos cilindros de cemento, arrojando pequeñas sombras. A unos veinte metros de distancia, una tubería de cemento sobresalía sobre la corriente vertiendo un fino chorro de agua parda, de feo aspecto.

Ben dijo, en voz baja:

—Esto da miedo.

Y los otros asintieron.

Bill los condujo por la ribera seca hasta los densos matorrales, donde se oía el zumbido de los insectos. De vez en cuando, un fuerte batir de alas anunciaba el despegue de un pájaro. Una ardilla se les cruzó en el camino. Unos cinco minutos después, cuando se acercaban al pequeño barranco que custodiaba el lado ciego del vertedero, pasó una rata grande con un trozo de celofán prendido de los bigotes; cruzó frente a Bill y siguió en su carrera secreta por una microcósmica espesura que le pertenecía sólo a ella.

El olor del vertedero les llegaba ahora claro y penetrante. Una columna de humo negro se elevaba al cielo. La tierra, aún muy cubierta de vegetación, excepto el sendero estrecho, empezó a cubrirse de desechos. Bill llamaba a eso «caspa de vertedero», cosa que encantaba a Richie. Al oírlo por primera vez, había reído casi hasta las lágrimas. «Deberías anotarlo, gran Bill; es realmente buenísimo».

Trozos de papel, prendidos en las ramas, ondulaban y flameaban como estandartes baratos. Aquí se veía el destello plateado del sol estival, reflejado en varias latas que cubrían el fondo de un hoyo verde y enredado; allá, otros rayos, más cálidos, rebotaban en una botella de cerveza. Beverly divisó una muñeca de plástico, tan rosado que casi parecía hervido. Lo recogió, pero volvió a arrojarlo con un gritito al ver los escarabajos grisáceos que pululaban bajo su falda mohosa y por sus piernas podridas. Se frotó los dedos en el vaquero.

Subieron a lo más alto del barranco para mirar el vertedero.

—Oh, mierda —dijo Bill, hundiendo las manos en los bolsillos, mientras los otros se reunían alrededor.

Ese día estaban quemando el extremo norte, pero allí, en esa parte, estaba el encargado, (era Armando Fazio, «Mandy» para los amigos, hermano soltero del portero de la escuela municipal) arreglando la excavadora D-9 de la Segunda Guerra Mundial que usaba para amontonar la basura antes de quemarla. Se había sacado la camisa. La gran radio portátil, instalada bajo la lona que sombreaba el asiento, transmitía los prolegómenos del partido Red Sox – Senators.

—Por aquí no se puede bajar —reconoció Ben.

Mandy Fazio no era mala persona, pero cuando veía a algún chico en el vertedero, lo ahuyentaba de inmediato: por las ratas, por el veneno que sembraba periódicamente para disminuir su procreación, por la posibilidad de cortes, caídas y quemaduras…, pero, sobre todo, porque el vertedero no le parecía buen sitio para los niños.

«¡Qué buenos que sois! —gritaba a los chicos que iban al vertedero con sus rifles para disparar contra las botellas (las ratas o las gaviotas) o atraídos por la exótica fascinación de los hallazgos: se podía encontrar un juguete que aun funcionara, una silla remendable para un club infantil o un televisor viejo que aún tuviese el tubo intacto; cuando se lo rompía con una piedra, la explosión era muy satisfactoria—. ¡Qué buenos que sois! —aullaba Mandy, no porque estuviese furioso, sino porque era sordo, y no usaba audífono—. ¿No os enseñan vuestros padres a ser buenos? ¡Los niños buenos no juegan en el vertedero! ¡Id al parque! ¡Id a la biblioteca! ¡Id al centro municipal a jugar al hockey! ¡Sed buenos!».

—No —dijo Richie—. Parece que en el vertedero no se puede.

Se sentaron por un rato, para ver cómo trabajaba Mandy en su excavadora, con la esperanza de que se fuera, pero sin tomarla en serio; la presencia de la radio sugería que Mandy pensaba quedarse allí toda la tarde. Eso habría fastidiado al mismo Papa, pensó Bill, porque no había mejor sitio para disparar cohetes. Se los podía poner bajo envases de hojalata y ver cómo volaban por el aire, o encender las mechas y dejarlos caer en una botella, y de inmediato poner pies en polvorosa. Las botellas no siempre estallaban, pero habitualmente sí.

—Ojalá tuviésemos algunos cohetes M-80 —suspiró Richie, sin saber que muy pronto le arrojarían uno a la cabeza.

—Dice mi madre que la gente debe conformarse con lo que tiene —dijo Eddie, con tanta solemnidad que todos rieron.

Cuando pasó la risa, todos volvieron la vista hacia Bill.

Él pensó por un rato y dijo:

—C-c-conozco otro l-lugar. En el e-e-extremo de Los Ba-barrens, junto a las ví-vías del f-f-ferrocarril, hay un fo-foso de g-g-grava…

—¡Sí! —exclamó Stan, levantándose—. ¡Lo conozco! ¡Eres un genio, Bill!

—Allí sí que harán eco —dijo Beverly.

—Bueno, vamos —dijo Richie.

Y los seis, faltando uno para el número mágico, caminaron a lo largo del barranco que rodeaba el vertedero. Mandy Fazio levantó la vista y los vio recortados contra el cielo azul, como indios que salieran de cacería. Pensó darles un grito porque Los Barrens no eran buen lugar para los chicos, pero volvió a su trabajo. Por los menos, no estaban en su vertedero.

7

Mike Hanlon pasó corriendo junto a la escuela religiosa sin detenerse y voló por Neibolt Street hacia las vías del ferrocarril. En los ferrocarriles había un portero, pero el señor Gendron era muy viejo y aún más sordo que Mandy Fazio. Además, en verano le gustaba pasar la mayor parte del día durmiendo en el sótano, junto a la caldera silenciosa, tendido en una derrengada tumbona, con el Derry News en el regazo. Mike podía gastarse el puño y la voz golpeando la puerta y llamando al viejo para que le dejase entrar; Henry Bowers lo alcanzaría y le arrancaría la cabeza.

Así que siguió corriendo.

Pero no a ciegas; trataba de hacerlo con ritmo, dominando la respiración, sin exigirse a fondo. Henry, Belch y Moose Sadler no le ofrecían problemas. Aun cuando estaban frescos, corrían como búfalos heridos. Victor Criss y Peter Gordon, en cambio, eran mucho más veloces. Al pasar junto a la casa donde Bill y Richie habían visto al payaso (o al hombre-lobo), echó una mirada atrás y se alarmó al comprobar que Peter Gordon estaba reduciendo la distancia. Le sonreía alegremente, con una sonrisa deportiva y juguetona, y Mike pensó: ¿Sonreiría así si supiera lo que pasaría si me alcanzaran? ¿O cree que no harán sino tocarme, gritar ¡Tú la llevas!, y correr?

Al aparecer la verja con su letrero, PROPIEDAD PRIVADA – PROHIBIDA LA ENTRADA SO PENA DE PROCESO JUDICIAL, Mike se vio obligado a exigirse a fondo. No había dolor, su respiración era rápida, pero controlada, sabía, sin embargo, que empezaría a dolerle todo el cuerpo si tenía que mantener ese ritmo durante mucho tiempo.

La verja estaba abierta a medias. Echó una segunda mirada atrás y vio que había recuperado un poco de ventaja. Victor iba unos diez pasos más atrás que Peter; los otros, cuarenta o cincuenta metros más allá. Pero le bastó ese vistazo para notar la sombría furia en la cara de Henry.

Pasó por la abertura, giró en redondo y cerró la verja oyendo el chasquido del cerrojo. Un momento después, Peter Gordon se arrojaba contra el alambrado; un segundo más tarde, Victor Criss aparecía a su lado. A Peter se le había borrado la sonrisa, reemplazada por una expresión ceñuda. Buscó a manotazos el picaporte pero no lo había sino por dentro, por supuesto.

Increíblemente, dijo:

—Vamos, chico, abre la verja. Eso es jugar sucio.

—¿Y jugar limpio qué es? —jadeó Mike—. ¿Cinco contra uno?

—Juega limpio —repitió Peter, como si no lo hubiera oído.

Mike miró a Victor y lo notó preocupado. Iba a hablar, pero entonces los otros llegaron a la verja.

—¡Abre, negro! —bramó Henry, mientras empezaba a sacudir el alambrado con tal ferocidad que Peter lo miró, sorprendido—. ¡Abre! ¡Abre ahora mismo!

—No voy a abrir —dijo Mike, tranquilamente.

—¡Abre! —gritó Belch—. ¡Vamos, negro de mierda!

Mike se apartó de la verja; el corazón se le sacudía en el pecho. No recordaba haber tenido nunca tanto miedo, haber estado tan inquieto. Todos se alinearon contra la verja, gritándole; Mike nunca había imaginado que existieran tantos sinónimos de «negro». Reparó apenas en que Henry estaba sacando algo del bolsillo, que encendía un fósforo con la uña del pulgar… y de pronto una llama roja y redonda voló por sobre la alambrada. Se apartó por instinto en el momento en que el cohete estallaba a su izquierda, levantando polvo.

El ruido los acalló a todos por un momento; Mike los miraba, incrédulo, a través de la alambrada y ellos hacían otro tanto. Peter Gordon parecía completamente horrorizado; hasta Belch estaba aturdido.

Ahora le tienen miedo, pensó Mike, súbitamente. Y una voz nueva había dentro de él, quizá, por primera vez: una voz perturbadoramente adulta. «Tienen miedo pero eso no los detendrá. Tienes que escapar, Mikey, porque va a pasar algo. Quizá no todos querrán que pase; Victor no y tal vez Peter Gordon tampoco; pero pasará igual, porque Henry hará que pase. Vete, vete pronto».

Retrocedió dos o tres pasos más. Entonces, Henry Bowers dijo:

—El que mató a tu perro fui yo, negro.

Mike quedó petrificado, como si lo hubieran golpeado en el vientre con un bola de hierro. Miró a Henry Bowers a los ojos y comprendió que ese chico estaba diciendo la simple verdad: él había matado a Mr. Chips.

Ese momento de comprensión le pareció casi eterno; mientras miraba los ojos enloquecidos de Henry, rodeados de sudor, y su cara ennegrecida por la cólera, le pareció comprender muchas cosas por primera vez; la menor de ellas, que Henry estaba mucho más loco de lo que él había imaginado. Comprendió, sobre todas las cosas, que el mundo no era bueno. Fue eso, antes que la noticia en sí, lo que le arrancó el grito:

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