It (Eso) – Stephen King

Todos lo siguieron por el recodo. El agua burbujeaba contra los tobillos de Bill. Subió hasta sus pantorrillas; después hasta el muslo. El tronar del agua se había intensificado hasta un estable rugir de bronce. El túnel por el que iban se estremecía sin cesar. Por un rato, Bill temió que la corriente se tornara demasiado potente como para avanzar contra ella, pero cuando dejaron atrás un tubo de alimentación que volcaba un enorme chorro de agua al túnel (le maravilló la fuerza del agua blanca) la resistencia del agua fue menor, aunque el nivel continuaba subiendo. Y…

—¡Eh! —exclamó—. ¿N-n-notáis a-algo?

—¡Que hay cada vez más claridad! —apuntó Beverly—. ¿Dónde estamos, Bill? ¿Lo sabes?

Creía saberlo, pensó Bill y dijo:

—¡No lo sé! ¡Vamos!

Hasta ese momento había pensado que se aproximaban a la parte del Kenduskeag que llamaban canal: la parte donde el río se sumergía bajo el centro de la ciudad para emerger en el parque Bassey. Pero allí abajo había luz, luz, y sin duda no podía haberla en el canal, bajo la ciudad. De cualquier modo, seguía brillando, inalterable.

Bill empezaba a tener dificultades con Audra, no por la corriente, que había perdido potencia, sino por la profundidad. Muy pronto la tendré flotando, pensó. Veía a Ben a su izquierda y a Beverly a su derecha; si giraba un poco la cabeza, también a Richie, que iba detrás de Ben. Cada paso se había vuelto decididamente peligroso. El fondo del túnel estaba lleno de escombros o algo parecido. Delante, algo sobresalía del agua como la proa de un navío a medio hundir.

Ben avanzó hacia allí, estremecido por el agua fría. Una cajetilla de cigarrillos, empapada, flotó delante de su cara. Él la apartó a un lado y tomó aquello que sobresalía del agua. Sus ojos se dilataron: parecía un cartel grande. Pudo leer las letras AL y, debajo, FUT. De pronto comprendió.

—¡Bill! ¡Richie! ¡Bev! —Reía, atónito.

—¿Qué pasa, Ben? —gritó Beverly.

Ben tomó el objeto con ambas manos y lo volvió. Se oyó un rechinar producido por un lado del cartel al rozar contra la pared del túnel. Todos pudieron leer: ALADDIN. Y debajo: REGRESO AL FUTURO.

—Es la marquesina del Aladdin —dedujo Richie—. ¿Cómo ha llegado aquí?

—La calle se hundió —susurró Bill.

Con ojos desorbitados, miró hacia arriba. La luz era más potente un poco más allá.

—¿Qué ocurrió, Bill?

—¿Qué demonios pasó?

—¿Bill? ¡Bill! ¿Qué?

—¡Estas cloacas! —exclamó Bill, fuera de sí—. ¡Tantas cloacas viejas! ¡Ha habido otra inundación! Y creo que esta vez…

Volvió a avanzar impulsando a Audra hacia arriba. Ben, Bev y Richie le siguieron. Cinco minutos después, al mirar hacia arriba, Bill se encontró con un cielo azul que se veía a través de una grieta en el techo del túnel, una grieta que se ensanchaba hasta más de veinte metros. Delante, muchas islas y archipiélagos rompían el agua: montañas de ladrillos, la parte trasera de un sedán Plymouth, con el maletero abierto, un parquímetro apoyado contra la pared con inclinación de borracho.

Caminar se había vuelto casi imposible: diminutas montañas se elevaban por todas partes, amenazando con una fractura de tobillo. El agua corría mansamente a la altura del pecho.

Ahora está serena —pensó Bill—. Pero si hubiéramos estado aquí dos horas antes, creo que nos habría dado la sacudida más grande de nuestra vida.

—¿Qué cuernos es esto, Gran Bill? —preguntó Richie, de pie junto a Bill mirando, maravillado, la desgarradura del túnel…

Sólo que ya no es un túnel —se dijo Bill—, sino Main Street: o lo que de ella ha quedado.

—Creo que la mayor parte del centro está ahora en el canal, arrastrada por el río Kenduskeag. Muy pronto estará en el Penobscot, y por fin, en el océano Atlántico. ¿Me ayudas con Audra, Richie? No creo que pueda…

—Por supuesto —dijo Richie—. Descuida, Bill.

Y tomó a Audra de brazos de su amigo. Bajo esa luz, Bill pudo verla mejor, tal vez mejor de lo que habría deseado; el polvo y los excrementos que le manchaban la frente y las mejillas disimulaban su palidez, pero no llegaban a ocultarla. Aún tenía los ojos muy abiertos e inexpresivos. Su pelo pendía lacio, mojado. Se la habría podido tomar por una de esas muñecas inflables que vendían en ciertos negocios de Nueva York y Hamburgo. La única diferencia era su respiración tenue y estable…

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó a Richie.

—Ben te hará un estribo con las manos —sugirió Richie—. Tú puedes sacar a Bev, y entre los dos tiraréis de tu mujer. Ben puede subirme y nosotros lo sacaremos a él. Y a continuación os enseñaré a organizar un torneo de balonvolea para mil chicas universitarias.

—Bip-bip, Richie.

—Olvídalo, Gran Bill.

El cansancio lo estaba doblegando. Se encontró con la serena mirada de Beverly y la sostuvo por un instante. Ella le hizo un leve gesto afirmativo y él respondió esbozando una sonrisa.

—¿Me haces un estribo, B-B-Ben?

El arquitecto, que también parecía extremadamente cansado, asintió. Por una mejilla le bajaba un profundo arañazo.

—De acuerdo.

Se inclinó un poco y entrelazó las manos. Bill apoyó un pie y se impulsó hacia arriba. No fue suficiente. Ben levantó el estribo de sus manos y su amigo logró cogerse del borde de aquella grieta en el techo del túnel. Se izó con fuerza. Lo primero que vio fue una valla blanca y naranja. La segunda, una multitud de hombres y mujeres que pululaban más allá de la barrera. La tercera, la Gran Tienda Freese, que tenía un aspecto extrañamente comprimido. Le llevó un momento darse cuenta de que casi la mitad del edificio se había hundido en la calle y el canal que corría por abajo. La mitad superior se inclinaba hacia la calle y parecía a punto de caer como una pila de libros mal distribuidos.

—¡Mirad! ¡Hay alguien en la calle!

Una mujer estaba señalando hacia la grieta del pavimento por donde la cabeza de Bill había asomado.

—¡Loado sea Dios! ¡Hay alguien más!

Intentó adelantarse; era una anciana que llevaba un pañuelo atado a la cabeza, a la manera de las campesinas. Un policía la obligó a detenerse.

—Allí es peligroso, señora Nelson, ya lo sabe usted. El resto de la calle podría hundirse en cualquier momento.

Señora Nelson —pensó Bill—. Te recuerdo, mujer. Tu hermana solía cuidarnos a George y a mí, cuando mis padres salían. Levantó la mano para demostrarle que estaba bien. Como ella a su vez le devolvió el saludo, experimentó un súbito arrebato de optimismo… y esperanza.

Le volvió la espalda y se tendió contra el pavimento tratando de distribuir su peso del modo más parejo posible, como se hace sobre el hielo frágil. Alargó la mano para coger a Bev. Ella se tomó de sus muñecas y, con el último resto de sus fuerzas, Bill tiró, hacia arriba. El sol, que había vuelto a ocultarse, asomó tras un montón de nubes aborregadas y les devolvió sus sombras. Beverly levantó la vista, sobresaltada, y se encontró con los ojos de Bill. Sonrió.

—Te amo, Bill —dijo—. Y ruego a Dios que ella se reponga.

—Gra-gra-gracias, Bevvie.

La suave sonrisa de Bill hizo que a los ojos de ella afloraran las lágrimas. Él la abrazó. La pequeña multitud reunida tras la barrera rompió en un aplauso mientras un fotógrafo del Derry News tomaba una instantánea. Apareció en la edición del 1 de junio, impresa en Bangor a causa de los daños que el agua había hecho en las prensas del News. El epígrafe era muy sencillo, pero tan cierto que Bill recortó la ilustración y la guardó en su billetera por muchos años: SUPERVIVIENTES, ponía, y no hacía falta más.

En Derry faltaban seis minutos para las once de la mañana.

7

Derry, el mismo día, más tarde.

El pasillo acristalado entre la biblioteca infantil y la de adultos había estallado a las 10.30. A las 10.33, la lluvia cesó. No fue amainando poco a poco: cesó de pronto, como si Alguien, Allá Arriba, hubiera cerrado el grifo. El viento ya había empezado a amainar, y paró en tan poco tiempo que la gente se miró con inquietud llena de superstición. El ruido fue como el de los motores de un 747, una vez posado en tierra. El sol asomó por primera vez a las 10.45. A media tarde, las nubes se habían retirado por completo y la tarde resultó despejada y calurosa. Hacia las tres y media de la tarde, el mercurio del termómetro ante la puerta de Rosa de Segunda Mano, marcaba 28 grados, la temperatura más alta de la temporada. Los peatones recorrían las calles como zombis, sin hablar mucho. Las expresiones de todos eran notablemente parecidas: una especie de estúpido asombro que habría resultado divertido si no hubiera sido francamente lastimoso. Al anochecer llegaron a Derry periodistas de las grandes cadenas de televisión. Esos periodistas harían comprender a la gente cierta versión de la verdad y la tornarían real… aunque algunos habrían sugerido que la realidad es un concepto bastante indigno de confianza, quizá no más sólido que un trozo de lona extendido sobre cables entrecruzados como hebras de telaraña. A la mañana siguiente, Bryant Gumble y Willard Scott, del programa Today, visitarían Derry. En el transcurso del programa Gumble entrevistaría a Andrew Keene. «La torre-depósito se estrelló y rodó por la colina —dijo Andrew—. Fue una locura, ¿me entiende? Como para que Steven Spielberg se muriera de envidia, ¿sabe? Oiga, por televisión uno se imagina que usted es mucho más corpulento». Al verse a sí mismos y a sus vecinos por televisión, la cosa cobraría realidad. Eso les proporcionaría un sitio desde el cual aprender esa cosa terrible, inaprensible. Había sido una TORMENTA ANORMAL. En los días siguientes, EL NÚMERO DE VÍCTIMAS aumentaría las SECUELAS DE LA TORMENTA ASESINA. Fue, en realidad, LA PEOR TEMPESTAD EN LA HISTORIA DE MAINE. Todos esos titulares, por terribles que fueran, resultaban útiles porque ayudaban a amortiguar el carácter esencialmente extraño de lo ocurrido. Quizá la palabra extraño sea demasiado suave. Demencial sería mejor. Al verse por televisión, las cosas parecerían más concretas, menos demenciales. Pero en las horas previas a la llegada de la prensa sólo estaban allí los habitantes de Derry, que caminaban por las calles sembradas de escombros, resbaladizas, con cara aturdida e incrédula. Sólo los habitantes de Derry, que casi no hablaban, que caminaban mirándolo todo, recogiendo ocasionalmente algo para examinarlo tratando de comprender qué había pasado durante las siete u ocho últimas horas. Algunos hombres, de pie en Kansas Street, fumaban contemplando las casas que yacían invertidas en Los Barrens. Otros hombres y mujeres permanecían detrás de las vallas metálicas, observando el agujero negro que había sido el centro de la ciudad hasta las diez de esa mañana. Ese domingo, los titulares del periódico anunciaban: RECONSTRUIREMOS, ASEGURA EL ALCALDE DE DERRY. Y tal vez así fuera. Pero en las semanas siguientes, mientras los concejales discutían por dónde iniciar la reconstrucción, el inmenso cráter que había sido el centro continuaba creciendo de un modo nada espectacular pero incesante. Cuatro días después de la tormenta, el edificio de la Hidroeléctrica de Bangor se hundió en el agujero. Pasados tres días más, el local donde se vendían las mejores salchichas de Maine se derrumbó. Los desagües se desbordaban periódicamente en casas, edificios de apartamentos y locales comerciales. En Old Cape las cosas llegaron a tal punto que sus habitantes empezaron a abandonar el lugar. El 10 de junio se efectuó la primera carrera de caballos en el parque Bassey. La primera salida estaba fijada para las ocho, y eso pareció alegrar a todos. Pero una sección de gradas se derrumbó en cuanto los caballos tomaron la recta y hubo seis heridos. Uno de ellos fue Foxy Foxworth, gerente del Aladdin hasta 1973. Foxy pasó dos semanas en el hospital, con una pierna fracturada y un testículo perforado. Cuando le dieron de alta, decidió ir a casa de su hermana, que vivía en Somersworth, Nueva Hampshire.

No era el único. Derry se estaba desmembrando.

8

Observaron al enfermero que cerraba las puertas traseras de la ambulancia. Luego, el vehículo inició el ascenso de la colina, rumbo al Hospital Municipal de Derry. Richie había detenido a la ambulancia arriesgando su vida y su integridad física; tras una ardua discusión, logró que el iracundo conductor, quien insistía en que no había más lugar en el vehículo, aceptara tender a Audra en el suelo.

—¿Y ahora? —preguntó Ben. Tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y un aro de mugre en torno al cuello.

—Yo v-v-voy al «Town House» —dijo Bill—. Q-quiero dormir di-dieciséis horas.

—Apoyo la moción —manifestó Richie, mirando a Bev con aire esperanzado—. ¿Tiene cigarrillos, señorita?

—No —dijo Beverly—. Creo que voy a abandonar otra vez el vicio.

—Sensata idea, por cierto.

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