It (Eso) – Stephen King

—Ése es más grande que un camión, putita —bramó Henry, nada caballeresco—. Y ahora sal de…

Richie estiró el pie. No era su intención: su pie se estiró solo, tal como su lengua, a veces, al pronunciar agudezas peligrosas para la salud. Henry tropezó con él y cayó hacia adelante. El adoquinado del callejón estaba resbaladizo por la basura caída de los recipientes del bar, demasiado llenos, y Henry salió resbalando como un patinete.

Empezó a levantarse con la camisa manchada de posos de café, barro y trocitos de lechuga.

—¡Os voy a matar! —bramó.

Hasta ese momento, Ben había estado aterrorizado. Entonces algo estalló en él. Dejó escapar un rugido y cogió uno de los cubos de la basura. Por un momento, mientras lo sostenía en alto, desparramando basura por todas partes, se pareció realmente a Parva Calhoun. Estaba pálido y furioso. Arrojó el recipiente que golpeó a Henry en la parte baja de la espalda y lo aplastó otra vez contra el suelo.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Richie.

Corrieron hacia la boca del callejón. Victor Criss saltó para cerrarles el paso. Ben, bramando, bajó la cabeza y se lanzó contra su barriga.

¡Guuf! —gruñó Victor, y cayó sentado.

Belch aferró a Beverly por la cola de caballo y la arrojó limpiamente contra la pared del Aladdin. La chica rebotó contra los ladrillos y corrió por el callejón frotándose el brazo. Richie, mientras la seguía, tomó la tapa de un cubo. Belch Huggins lanzó hacia él un puño del tamaño de un jamón. Richie presentó inmediatamente la tapa de acero galvanizado. Cuando el puño de Belch chocó con ella se oyó un fuerte bonnng, casi melodioso, y Richie sintió que el impacto viajaba por su brazo hasta el hombro. Belch dejó escapar un grito y comenzó a dar saltitos sujetándose la mano que comenzaba a hinchársele.

—Allende se halla la tienda de mi padre —dijo Richie, confidencialmente, en una voz de Tony Curtis bastante pasable. Y corrió tras sus compañeros.

Uno de los chicos que custodiaban la boca del callejón había atrapado a Beverly y Ben estaba forcejando con él. El otro chico empezó a golpearlo rápidamente en los riñones. Richie balanceó el pie, que hizo contacto con las nalgas del que estaba pegando a Ben. El chico aulló de dolor. Richie tomó a Beverly por un brazo y a Ben con la otra mano.

—¡Corred! —gritó.

El chico con el que Ben estaba forcejando soltó a Beverly y apuntó un puñetazo a Richie. El oído del chico estalló de instantáneo dolor. Después quedó entumecido y muy caliente. Un agudo silbato empezó a sonarle en la cabeza, como el que se oía cuando la enfermera de la escuela le ponía a uno los audífonos para probar la capacidad auditiva.

Corrieron por Center Street ante las miradas de todo el mundo. El gran vientre de Ben subía y bajaba como un yo-yo. La cola de caballo de Beverly rebotaba como una pelota. Richie soltó a Ben para sostenerse las gafas contra la frente, por miedo a perderlas. Todavía le resonaba la cabeza y sentía que la oreja se le iba a hinchar, pero se sentía de maravilla. Empezó a reír. Beverly lo imitó. Muy pronto, también Ben estaba riendo.

Se detuvieron en Court Street y se dejaron caer en un banco, frente a la comisaría; en ese momento parecía el único lugar de Derry en donde podían estar a salvo. Beverly pasó un brazo alrededor del cuello de Ben y el otro por el de Richie para darles un furioso abrazo.

—¡Eso estuvo estupendo! —Le chisporroteaban los ojos—. ¿Habéis visto esos tíos?

—Los vi, ya lo creo —jadeó Ben—. Y no quiero volver a verlos en toda mi vida.

Eso los impulsó a otra tormenta de risa histérica. Richie esperaba que la banda de Henry apareciera tras la esquina y los persiguiera otra vez, con comisaría o sin ella. Pero no podía dejar de reír. Beverly tenía razón. Había sido fantástico.

—¡El Club de los Perdedores se anota uno bueno! —chilló, exuberante—. ¡Juá-juá-juá! ¡ALELUYA, niños!

Un policía asomó la cabeza por una ventana de la planta alta, para gritarles:

—¡Nada de chicos por aquí! ¡Largaos de aquí!

Richie abrió la boca para decir algo ingenioso, quizá con una flamante voz de policía irlandés, pero Ben le dio una patada en el pie.

—Cierra el pico, Richie —ordenó.

Y un instante después le costó creer que había dicho semejante cosa.

—Eso, Richie —concordó Bev, mirándolo con cariño—. Bip-bip.

—Está bien —dijo Richie—. Bueno, ¿qué queréis hacer? ¿Queréis que busquemos a Henry Bowers y le preguntemos si quiere arreglar las cosas con una partida de Monopoly?

—Muérdete la lengua —retrucó Ben.

—¿Eh? ¿Y eso qué quiere decir?

—Dejémoslo —suspiró Bev—. Qué ignorantes son algunos.

Vacilante, furiosamente ruborizado, Ben preguntó:

—¿Te lastimó ese tipo al tirarte del pelo, Beverly?

Ella le sonrió con suavidad y, en ese momento, tuvo la total certeza de algo que hasta entonces sólo era una suposición: que había sido Ben Hanscom el que le había enviado la postal con aquel hermoso haiku.

—No, no fue nada —aseguró.

—Vayamos a Los Barrens —propuso Richie.

Y allá fueron… o huyeron. Más tarde, Richie pensaría que eso estableció una costumbre para el resto del verano. Los Barrens se habían convertido en su refugio. Beverly, como Ben en su primer encuentro con los matones, no había bajado nunca hasta entonces. Se puso entre Richie y Ben para bajar, en fila india, por el sendero. Su falda se movía atractivamente y, al verla, Ben cobró conciencia de las oleadas de sentimientos que lo invadían, poderosas como calambres estomacales. Ella llevaba puesto su brazalete de tobillo, que centelleaba bajo el sol de la tarde.

Cruzaron el brazo del Kenduskeag por donde los chicos habían construido la presa (el arroyo se dividía unos setenta metros más arriba y volvía a unirse doscientos metros más allá, en dirección a la ciudad) pisando algunas piedras grandes, algo más abajo de donde había estado el dique. Encontraron otro sendero y acabaron por salir a la ribera de la rama oriental del arroyo, mucho más amplia que la otra. Centelleaba a la luz vespertina. A la izquierda, Ben vio dos de aquellos cilindros de cemento con cubiertas arriba. Debajo de ellos, sobresaliendo por encima del arroyo, había tuberías de cemento, de las que caían al Kenduskeag finos chorros de agua cenagosa. Cuando alguien caga en la ciudad, por aquí sale la cosa, pensó Ben, recordando la explicación del señor Nell. Sintió una especie de furia desolada, impotente. En otros tiempos, tal vez había habido pesca en ese río. Ahora no había muchas esperanzas de pescar una trucha; a lo sumo, se podía pescar un manojo de papel higiénico usado.

—Qué bien se está aquí —suspiró Bev.

—Sí, no está mal —coincidió Richie—. Se han ido los tábanos y la brisa aleja a los mosquitos. —La miró con aire esperanzado—. ¿Tienes algún cigarrillo?

—No —dijo ella—. Tenía dos, pero los fumé ayer.

—Lástima —concluyó Richie.

Se oyó un silbato y todos levantaron la vista; un largo tren de carga pasaba por el terraplén, al otro lado de Los Barrens, rumbo al patio de maniobras. Vaya lindo panorama vería la gente, si llevaba pasajeros, pensó Richie. Primero, el barrio pobre de Old Cape; después, los pantanos de bambúes, al otro lado del Kenduskeag; por fin, antes de abandonar Los Barrens, el foso humeante que era el basurero de la ciudad.

Por un breve instante pensó otra vez en la historia de Eddie, lo del leproso que había visto bajo la casa abandonada de Neibolt Street. Lo apartó de su mente y se volvió hacia Ben.

—¿Cuál fue la parte que te gustó más, Parva?

—¿Eh? —Ben se volvió hacia él, con cara culpable. Mientras Bev miraba al otro lado del Kenduskeag, absorta en sus propios pensamientos, él le había estado observando el perfil… y el moretón de la mejilla.

—De las películas, idiota. ¿Qué parte te gustó más?

—Me gustó cuando el doctor Frankenstein arroja los cuerpos a los cocodrilos que tenía debajo de su casa —dijo Ben—. Eso fue lo mejor, para mí.

—Fue horrible —opinó Beverly, estremecida—. Detesto esas cosas: los cocodrilos, las pirañas, los tiburones.

—¿Sí? ¿Qué son las pirañas? —preguntó Richie, inmediatamente interesado.

—Peces pequeñitos —explicó Beverly—. Y tienen muchos dientes pequeñitos, pero terriblemente afilados. Si te metes en un río donde haya pirañas, te comen hasta los huesos.

—¡Ay!

—Una vez vi una película. Los nativos querían cruzar un río, pero el puente se había caído —dijo ella—. Así que ataron una vaca y la hicieron entrar al río, y cruzaron mientras las pirañas se la comían. Cuando la sacaron, la vaca era sólo un esqueleto. Tuve pesadillas por toda una semana.

—Vaya, cómo me gustaría tener algunos peces de ésos —dijo Richie, alegremente—. Los pondría en la bañera de Henry Bowers.

Ben soltó una risita.

—No creo que se bañe.

—Eso no lo sé, pero si sé que será mejor cuidarnos de esos tipos —apuntó Beverly, tocándose el moretón de la mejilla—. Anteayer mi padre me dio una buena tunda por romper una pila de platos. Y con una a la semana me basta.

Hubo un momento de silencio que habría podido ser incómodo, pero no lo fue. Richie lo quebró diciendo que a él le había gustado más la parte en que el hombre-lobo agarraba al hipnotizador perverso. Durante una hora o más hablaron de las películas y de otras terroríficas que habían visto, y de las que emitían por televisión en Alfred Hitchcock presenta. Bev vio margaritas en la orilla y cortó una. La puso primero bajo el mentón de Richie y después bajo el de Ben, para ver si les gustaba la mantequilla. Dijo que a los dos les gustaba. En cada ocasión, los dos cobraron aguda conciencia de su ligero contacto en el hombro y del limpio olor de su pelo. Su rostro estuvo cerca del de Ben sólo por un momento, pero esa noche él soñó con el aspecto que habían tenido sus ojos durante ese tiempo breve e interminable.

Cuando la conversación comenzaba a decaer, oyeron los ruidos crepitantes de dos personas que venían por el sendero. Los tres se volvieron rápidamente hacia allí. Richie reparó de pronto en que tenían el río a la espalda. No habría forma de huir.

Las voces se acercaron. Se levantaron. Richie y Ben se pusieron, inconscientemente, algo por delante de Beverly.

Los matorrales del final del camino se estremecieron… y de pronto apareció Bill Denbrough. Venía con otro chico, un muchachito a quien Richie conocía muy poco. Se llamaba Bradley no sé cuántos y ceceaba espantosamente. Tal vez iba a Bangor con Bill para la terapia de la lengua, pensó Richie.

—¡Gran Bill! —dijo. Y luego, con la voz de Toodles—: Nos alegra volver a verlo, señor Denbrough, patrón.

Bill los miró y sonrió. En ese momento, mientras Bill miraba a Ben, a Beverly y luego otra vez a Bradley No-sé-cuántos, Richie tuvo una peculiar certidumbre: Beverly era parte de ellos; así lo decían los ojos de Bill. En cambio, Bradley no. Podía quedarse un rato; hasta era posible que volviera alguna otra vez a Los Barrens porque nadie le diría: «No, disculpa, pero el Club de los Perdedores ya tiene un miembro con problemas de dicción». Pero no formaba parte de la cosa. No formaba parte de ellos.

El pensamiento lo llevó a un miedo súbito e irracional. Por un momento se sintió como si hubiera nadado un trecho demasiado largo y descubriera, de pronto, que ya no hacía pie. Hubo un destello intuitivo: Se nos está llevando a algo. Se nos está eligiendo uno a uno. Nada de todo esto es casual. ¿Estamos ya todos?

Entonces la intuición se perdió en una maraña sin significado, como si un vidrio se rompiera contra el suelo de piedra. Además, no importaba. Allí estaba Bill, y Bill se haría cargo de todo; Bill no dejaría que las cosas se les fueran de las manos. Era el más alto y, sin duda alguna, el más apuesto. Bastaba con mirar a Bev, que tenía los ojos clavados en él, y a Ben, que la observaba con tristeza, comprendiendo. Bill era, también, el más fuerte de todos, y no sólo en un sentido físico. Había mucho más que eso, pero Richie aún no conocía la palabra carisma ni el otro significado del vocablo magnetismo; por eso pensó tan sólo que la fuerza de Bill era más profunda y podía manifestarse de muchos modos, algunos, tal vez, inesperados. Y sospechó también que, si Beverly se enamoraba de él, Ben no se pondría celoso (como se pondría —pensó Richie—, si se enamorara de mí) sino que lo aceptaría como algo natural. Y había otra cosa: Bill era bueno. Parecía estúpido pensarlo (aunque, en realidad, no lo pensaba; lo sentía, simplemente) pero así era. Bill parecía irradiar bondad y fuerza. Era como los caballeros de las películas viejas, de esas tontas, pero que todavía hacen llorar, dar gritos de júbilo y aplaudir al final. Fuerte y bueno.

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