It (Eso) – Stephen King

—¡Por favor, Dios mío! —vociferó, sin saber que había hablado en voz alta.

Arrojó otro fragmento de azulejo y esa vez su impulso fue más poderoso. Sintió, diría a los otros mucho después, como si alguien estuviera detrás de él en ese momento y ese alguien hubiera dado a su brazo un impulso tremendo. Esa vez no se oyó el rebote entre las plumas, sino un ruido chapoteante, como el que podría hacer una palmada en la superficie de gelatina semisolidificada. El pájaro chilló, pero no de furia, sino de auténtico dolor. El tenebroso tremolar de sus alas llenó la chimenea; un aire maloliente pasó junto a Mike como un huracán agitándole la ropa. Entre toses y arcadas, retrocedió entre el polvo y el musgo que se arremolinaban.

Volvió la luz, gris y débil al principio, pero cada vez más potente, mientras el ave se retiraba de la boca. Mike rompió en lágrimas y, dejándose caer de rodillas, comenzó a buscar trozos de azulejos como enloquecido. Sin noción consciente, se adelantó con las manos llenas de proyectiles (la luz le permitía ver que estaban manchados de musgo y líquenes azul grisáceo, como lápidas de pizarra) hasta que llegó casi a la boca de la chimenea. No dejaría, en lo posible, que el ave volviera a entrar.

Estaba allí, inclinado, con la cabeza torcida, tal como suelen ponerla en su percha los pájaros adiestrados y Mike vio dónde le había dado con su último proyectil. El ojo derecho había desaparecido casi por completo; en vez de esa centelleante burbuja de alquitrán fresco, había un cráter lleno de sangre. Un engrudo de color gris blancuzco goteaba desde la comisura corriendo hasta el pico. En ese chorro mórbido se retorcían diminutos parásitos.

Lo vio y se lanzó hacia adelante. Mike comenzó a arrojarle trozos de azulejo que le golpearon en la cabeza y el pico. El ave se retiró por un momento y volvió a atacar con el pico abierto, descubriendo otra vez aquel interior rosa… y revelando algo que dejó a Mike momentáneamente petrificado, con la boca abierta: la lengua del ave era plateada, con una superficie tan resquebrajada como lava volcánica ya enfriada. Y sobre esa lengua, como extrañas pelotas de pasto seco que hubieran arraigado allí, había varios pompones color naranja.

Mike arrojó los últimos fragmentos directamente al interior de aquellas fauces abiertas. El pájaro volvió a retirarse aullando de rabia, frustración y dolor. Por un momento, Mike vio sus garras de reptil. Después, sus alas batieron el aire y la monstruosa figura desapareció.

Un momento después, el chico levantó la cara, casi gris bajo el polvo y los trozos de musgo que los ventiladores de esas alas habían arrojado contra él, hacia el repiqueteo de las uñas contra el azulejo. Lo único limpio en su rostro eran los surcos lavados por las lágrimas.

El pájaro se paseaba allá arriba. Tac-tac-tac-tac.

Mike retrocedió un poco, juntó más trozos de azulejos y los amontonó ante la boca de la chimenea, tan cerca como se atrevió a ponerlos. Si aquello volvía, él quería estar en condiciones de disparar a quemarropa. La luz, afuera, aún era intensa. Corría mayo y aún tardaría en oscurecer, pero ¿qué pasaría si el ave decidía esperar?

Mike tragó saliva. Por un instante, los flancos secos de su garganta se frotaron entre sí.

Arriba: tactactac.

Ya tenía un buen montón de municiones. En la penumbra que reinaba allí, más allá de donde el ángulo del sol creaba una espiral de sombras dentro del tubo, parecía un puñado de vajilla rota barrida por un ama de casa. Mike se frotó las palmas sucias contra las perneras de los vaqueros y esperó.

Transcurrió cierto tiempo antes de que algo pasara; no habría podido decir si fueron cinco minutos o veinticinco. Sólo tenía conciencia de que el pájaro seguía paseándose allá arriba como un insomne a las tres de la mañana.

Por fin, sus alas volvieron a agitarse. Aterrizó frente a la boca de la chimenea. Mike, de rodillas tras su montón de azulejos, comenzó a arrojarle proyectiles antes de que pudiera inclinar la cabeza. Uno de ellos se clavó en la pata amarilla arrancando un hilo de sangre tan oscura que parecía casi negra. Mike aulló, triunfal, aunque su voz casi se perdió bajo el chillido furioso del ave:

—¡Sal de aquí! ¡Te seguiré acribillando hasta que te largues, lo juro por Dios!

El pájaro voló hasta la parte superior de la chimenea y reanudó sus paseos.

Mike esperaba.

Por fin, las alas volvieron a agitarse levantando vuelo. Mike aguardó, esperando que esas patas de gallina gigantesca volvieran a aparecer. No fue así. Esperó un rato más, seguro de que era una treta. Por fin comprendió que, si seguía allí, no era por eso. Esperaba porque sentía miedo de salir, de abandonar la protección del agujero.

¡Nada de eso! ¡No me gusta eso! ¡No soy un gallina!

Se llenó las manos de fragmentos de azulejo y guardó otros dentro de su camisa. Así armado, salió de la chimenea tratando de mirar a todos los lados al mismo tiempo, lamentando no tener ojos en la nuca. Sólo se veía, en derredor, el terreno sembrado de restos destrozados y mohosos dejados por el estallido de la Fundición Kitchener. Giró en redondo, seguro de ver al pájaro subido en el borde de la chimenea como un cuervo, un cuervo ya tuerto; sólo querría que el niño lo viera antes de atacar por última vez usando ese pico afilado para clavar, desgarrar, arrancar.

Pero el ave no estaba allí.

En verdad, se había ido.

Los nervios de Mike cedieron.

Dejó escapar un entrecortado alarido de miedo y corrió hacia la cerca, maltratada por el clima, que separaba el solar de la carretera. Mientras corría dejó caer los últimos trozos de azulejos. Los que llevaba bajo la camisa cayeron también, al salírsele de los pantalones. Franqueó la cerca con una sola mano, como Roy Rogers cuando se exhibe ante Dale Evans. Se aferró al manillar de su bicicleta y corrió junto a ella diez o doce metros, por la carretera, antes de subir. Después pedaleó como un loco, sin atreverse a mirar atrás ni a disminuir la marcha, hasta llegar a la intersección de Pasture Road y Main Street, donde había mucho tráfico.

Cuando llegó a su casa, el padre estaba cambiando las bujías al tractor. Observó que el chico estaba polvoriento y desarrapado. Mike vaciló un segundo antes de explicar que se había caído de la bicicleta al esquivar un bache.

—¿No te rompiste ningún hueso, Mike? —preguntó Will, observando a su hijo con más atención.

—No, papá.

—¿Ninguna torcedura?

—Tampoco.

—¿Seguro?

Mike asintió.

—¿Has recogido algún recuerdo?

Mike metió la mano en el bolsillo y sacó la rueda dentada para mostrársela al padre. Will le echó una breve mirada antes de extraer un diminuto fragmento de azulejo que Mike tenía clavado en la parte carnosa del pulgar. Eso pareció interesarle mucho más.

—¿Es de la vieja chimenea?

Mike asintió.

—¿Te metiste allí?

Mike volvió a asentir.

—¿No has visto nada allí dentro? —De inmediato, como para trocar la pregunta en chiste, aunque no había sonado nada chistosa, Will agregó—: ¿Algún tesoro enterrado?

El chico sacudió la cabeza, con una sonrisita.

—Bueno, no le cuentes a tu madre que estuviste curioseando por allí. Nos mataría, primero a mí y después a ti. —Miró a su hijo más de cerca— . Mike, ¿seguro que estás bien?

—Claro.

—Pareces algo ojeroso.

—A lo mejor estoy un poco cansado —explicó Mike—. No te olvides de que hay doce, quince kilómetros hasta allá, ida y vuelta. ¿Quieres que te ayude con el tractor, papá?

—No, creo que, por esta semana, he terminado de acondicionarlo. Entra a lavarte.

Cuando Mike iba a cumplir la orden, el padre lo llamó otra vez.

—No quiero que vuelvas a ese lugar —dijo—, al menos, mientras no se aclare ese asunto y atrapen al bastardo que está haciendo eso. Tú no has visto a nadie por allí, ¿verdad? ¿No te persiguió nadie, no trataron de detenerte a gritos?

—No había ninguna persona, papi —dijo Mike.

Will encendió un cigarrillo, moviendo la cabeza.

—Creo que hice mal en mandarte ir allá. Esos lugares viejos… a veces son peligrosos.

Sus ojos se encontraron por un instante.

—Está bien, papá —dijo Mike—. De cualquier modo, no quiero volver. Me dio un poco de miedo.

El padre volvió a menear la cabeza.

—Cuanto menos se diga, mejor, supongo. Ahora ve a lavarte. Y di a tu madre que ponga tres o cuatro salchichas más.

Así lo hizo Mike.

6

Eso ya no importa —pensó Mike Hanlon, mirando los surcos que llegaban hasta el parapeto del canal—. Eso ya no importa, y de cualquier modo pudo haber sido un sueño, y además…

En el borde del canal había manchas de sangre reseca.

Mike las observó. Después bajó la vista al canal. El agua negra pasaba suavemente. A los lados de cemento se adherían cintas de sucia espuma amarillenta, que a veces se liberaban para flotar corriente abajo, en perezosas curvas. Por un momento, sólo por un momento, dos manojos de esa espuma se unieron para formar una cara, una cara de niño, con los ojos vueltos hacia arriba, en un rictus de terror y agonía.

Mike perdió el aliento, como si se lo hubiera dejado enganchado en una esquina.

La espuma se separó, perdiendo otra vez significado. En ese momento Mike oyó un fuerte chapoteo a su derecha. Giró bruscamente la cabeza, encogiéndose un poco, y por un instante creyó ver algo en las sombras del túnel de salida, donde el canal volvía a la superficie, tras su paso por debajo de la ciudad.

De inmediato desapareció.

De pronto, helado y temblando, el chico buscó en el bolsillo la navaja que había encontrado en el césped y la arrojó al canal. Se oyó un pequeño chapoteo, que provocó un oleaje; se inició en un círculo, pero la corriente le dio forma de punta de flecha. Después, nada.

Nada, salvo el miedo que lo estaba sofocando y la mortífera certidumbre de que algo, muy cerca, lo estaba observando, calculando sus posibilidades, tomándose tiempo.

Giró, con intención de caminar hacia su bicicleta (correr habría sido dignificar esos miedos y perder la propia dignidad), pero entonces volvió a sonar ese chapoteo; esta vez, mucho más potente. Al cuerno con la dignidad. Mike echó a correr a toda velocidad, en busca del portón y de su bicicleta; subió el soporte con un talón y salió pedaleando, a toda prisa. El olor a mar fue, de inmediato, muy denso…, demasiado denso. Estaba en todas partes. Y el agua que goteaba de las ramas mojadas hacía demasiado ruido.

Algo venía hacia él. Oyó pasos acechantes, arrastrados, en el césped.

Se irguió sobre los pedales, poniendo toda su fuerza, y voló por Maine Street sin mirar atrás. Se dirigió hacia su casa a toda velocidad preguntándose qué demonios le había hecho salir, para empezar, qué lo había atraído.

Después trató de pensar en sus tareas, en todas sus tareas y en nada más que en sus tareas. Al cabo de un rato tuvo éxito.

Y cuando vio los titulares en el periódico, al día siguiente (NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO), pensó en la navaja de bolsillo que había arrojado al canal, en aquellas iniciales E. C. raspadas en el mango. Pensó en la sangre que había visto en el césped.

Y pensó en aquellos surcos que se interrumpían a la vera del canal.

VII. EL DIQUE EN LOS BARRENS

1

Boston, vista desde la autopista a las cinco menos cuarto de madrugada, parece una ciudad de muertos cavilando tristemente sobre alguna tragedia de su pasado; una plaga, tal vez una maldición. Del océano viene el olor de la sal, pesado y sofocante. Largas cintas de niebla matutina oscurecen, en su mayor parte, lo que podría estar a la vista.

Mientras conduce hacia el norte, por Storrow Drive, el Cadillac 84 que ha retirado de Limusinas Cape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puede sentirse la edad de ese lugar, tal vez como en ninguna otra ciudad de Norteamérica. Comparada con Londres, Boston es un niño; comparada con Roma, un bebé de pecho; pero para Norteamérica, al menos, es vieja, viejísima. Ya estaba en esas lomas hace trescientos años, cuando nadie había pensado en impuestos al té y a los sellos, cuando los grandes próceres aún no habían nacido.

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