It (Eso) – Stephen King

—Ya sé —dijo, como si hubiera descubierto una gran verdad—. ¡Ya sé, Tetas! ¡Voy a grabarte mi nombre en esa barriga grande que tienes!

Victor y Belch volvieron a reír. Por un momento, Ben sintió una especie de loco alivio, pensando que todo eso había sido sólo una broma, un pequeño susto que los tres le habían dado. Pero Henry Bowers no se reía. Ben comprendió, de pronto, que Victor y Belch reían porque ellos también sentían alivio. Para ambos era obvio que Henry no podía hablar en serio. Salvo que así era.

La navaja se deslizó hacia arriba, suave como manteca. En la piel pálida de Ben apareció una brillante línea roja.

—¡Eh! —gritó Victor. Fue un sonido sofocado, sorprendido.

—¡Sujetadlo! —rugió Henry—. ¡Sujetadlo, capullos!

Ya no quedaba nada grave y reflexivo en la cara de Henry. En esos momentos era el rostro retorcido de un demonio.

—¡Por Dios, Henry, no irás a cortarlo de verdad! —aulló Belch y su voz sonó aguda, casi como la de una niña.

A partir de ese momento, las cosas se precipitaron pero para Ben fueron muy lentas; todo ocurrió en una serie de instantáneas, como en los ensayos fotográficos de la revista Life. Su pánico había desaparecido. De pronto descubría algo dentro de él. Como el pánico no tenía ninguna utilidad, ese algo se lo comió por entero.

En la primera instantánea, Henry le había levantado la sudadera hasta las tetillas. Le brotaba sangre del corte vertical practicado por encima de su ombligo.

En la segunda instantánea, Henry bajaba otra vez la navaja operando a toda velocidad como un cirujano lunático bajo un bombardeo. Brotó más sangre.

Hacia atrás —pensó Ben, fríamente, en tanto la sangre corría hacia abajo, acumulándose entre la cintura de sus vaqueros y su piel—. Tengo que ir hacia atrás. Sólo así podré escapar. Belch y Victor ya no lo sujetaban. A pesar de la orden de Henry, se habían apartado, horrorizados. Pero si echaba a correr, Bowers lo atraparía.

En la tercera instantánea, Henry conectó los dos trazos verticales con una breve línea horizontal. Ben sintió que la sangre le corría hasta debajo de los calzoncillos, un caracol pegajoso se le deslizaba por el muslo izquierdo.

Henry se inclinó hacia atrás, momentáneamente, arrugando el ceño, con la estudiada concentración del artista que pinta un paisaje. Después de H viene E, se dijo Ben. Y fue eso lo que lo puso en movimiento. Se echó un poco hacia adelante y Henry volvió a empujarlo hacia atrás. Ben aplicó la fuerza de sus propias piernas, agregándola a la de Henry, y chocó contra la barandilla que separaba Kansas Street del terraplén hacia Los Barrens. Al hacerlo, levantó el pie derecho y lo plantó en el vientre de Henry. No era un acto de venganza. Ben sólo quería aumentar su impulso hacia atrás. Y entonces, al ver la expresión de sorpresa total en la cara de Henry, se sintió colmado de una alegría salvaje tan intensa que, por una fracción de segundo, tuvo la sensación de que le iba a estallar la cabeza.

Entonces se oyó un chasquido en la barandilla. Ben vio que Victor y Belch sujetaban a Henry, antes de que cayera sentado en la alcantarilla, junto a los restos de Bravucón; un momento después, Ben caía hacia atrás, en el vacío. Cayó con un grito que era casi una carcajada.

Golpeó contra el terraplén con la espalda y las nalgas, justo por debajo de la tubería que había visto un rato antes. Fue una suerte haber caído más abajo. De lo contrario, bien podría haberse roto la columna. Tal como fueron las cosas, se hundió en un espeso almohadón de hierbas, donde apenas sintió el impacto. Dio un salto mortal hacia atrás, brazos y piernas dando tumbos por encima de su cabeza. Acabó sentado y siguió deslizándose por la cuesta, hacia atrás, con la sudadera enredada alrededor del cuello; sus manos lanzaban zarpazos en busca de apoyo, pero no hacían sino arrancar manojos de pasto.

La cima del terraplén (parecía imposible haber estado, un momento atrás, de pie allí arriba) retrocedió con loca velocidad de dibujos animados. Vio que Victor y Belch lo miraban, con las caras convertidas en blancas oes. Tuvo tiempo de lamentarse por los libros de la biblioteca. Y entonces chocó contra algo, con fuerza torturante y estuvo a punto de seccionarse la lengua con los dientes.

Era un árbol caído que le había frenado casi al precio de quebrarle la pierna izquierda. Ben trepó un poquito por el terraplén liberando su pierna con un gruñido. El árbol lo había detenido a medio descenso. Más abajo, los matorrales eran densos. El agua que caía del desagüe le corría por las manos en finos arroyuelos.

Desde arriba le llegó un chillido. Ben levantó la vista otra vez y vio que Henry Bowers venía volando por la cuesta con la navaja sujeta entre los dientes. Aterrizó sobre ambos pies con el cuerpo echado hacia atrás, en ángulo muy cerrado, para no perder el equilibrio. Resbaló hasta el final de unas huellas gigantescas y echó a correr por el terraplén en una serie de desgarbados saltos de canguro.

—¡Gue goy a nagar, Hehas! —chillaba, con el cuchillo en la boca.

Ben no necesitaba a un traductor de la ONU para entender que Henry estaba diciendo, Te voy a matar, Tetas.

—¡Gue goy a nagar, hijo uta!

En ese momento, con la fría vista de general que había descubierto allá arriba en la acera, Ben comprendió lo que debía hacer. Logró ponerse de pie antes de que Henry llegara, con la navaja ya en la mano, alargada hacia delante como si fuera una bayoneta. Ben tenía conciencia periférica de que la pernera izquierda de sus vaqueros estaba hecha trizas, de que su pierna sangraba mucho más que su vientre… pero lo sostenía, y eso significaba que no estaba fracturada. Al menos, eso cabía esperar.

Se agazapó ligeramente para conservar su precario equilibrio. En el instante en que Henry trataba de sujetarlo con una mano, mientras describía un arco con la navaja sostenida en la otra, Ben dio un paso al lado. Perdió el equilibrio, pero al caer estiró la maltratada pierna izquierda. Henry dio contra ellas con las pantorrillas, ambas piernas volaron bajo su cuerpo con gran eficiencia. Por un momento, Ben quedó boquiabierto sobreponiéndose a su terror con una mezcla de asombro y admiración: Henry Bowers parecía volar, exactamente como Superman, por encima del árbol caído que había detenido a Ben. Tenía los brazos estirados hacia adelante, tal como lo hacía George Reeves en la televisión. Sólo que George Reeves siempre se comportaba como si volar fuera una cosa natural, tal como bañarse o almorzar en el porche trasero. Henry, en cambio, parecía como si le hubiesen metido un hierro candente en el culo. Abría y cerraba la boca. Desde una comisura se le escapaba un hilo de saliva.

Por fin se estrelló en la tierra. La navaja se le escapó de la mano. Rodó sobre un hombro, aterrizó de espaldas y resbaló hacia los matorrales con las piernas abiertas en una V. Se oyó un chillido. Un golpe seco. Después, silencio.

Ben se sentó, aturdido, contemplando el sitio donde Henry acababa de desaparecer. De pronto, rocas y guijarros comenzaron a rebotar a su lado. Volvió a levantar la mirada. Victor y Belch estaban descendiendo el terraplén, con más cuidado que Henry y, por lo tanto, con más lentitud. Pero lo alcanzarían en menos de treinta segundos, si no hacía algo.

Lanzó un gemido. ¿Jamás acabaría aquella locura?

Sin apartar la vista de ellos, pasó por encima del árbol caído y comenzó a bajar por el terraplén jadeando ásperamente. Sentía una punzada en el costado. Le dolía endiabladamente la lengua. Las matas ya eran tan altas como él y le llenaba la nariz un hedor verde a vegetación podrida. Oyó un ruido de agua por alguna parte, a poca distancia, corría borboteando sobre piedras y guijarros.

Sus pies resbalaron y volvió a caer, rodando, deslizándose, se golpeó el dorso de la mano contra una roca saliente, atravesó unos espinos que arrancaron pelusas azules de su sudadera y pequeños trozos de carne de sus manos y mejillas.

Por fin, con una sacudida, quedó sentado, con los pies en el agua. Era un pequeño arroyo curvo que avanzaba hacia una densa arboleda, a la derecha; aquello parecía tan oscuro como una cueva. Miró hacia la izquierda. Henry Bowers yacía de espaldas en medio del agua. Sus ojos, entreabiertos, sólo mostraban la parte blanca. De una oreja le brotaba sangre que corría hacia Ben en hilos delicados.

¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Oh, Dios mío, soy un asesino! ¡Oh, Dios mío!

Olvidando que Belch y Victor venían tras él (o tal vez comprendiendo que perderían todo interés en la paliza cuando vieran que su Temerario Líder había muerto), Ben chapoteó seis metros contracorriente hasta llegar a él. Henry tenía la camisa hecha jirones, los pantalones empapados, negros, y le faltaba un zapato. Ben tenía una vaga noción de que también quedaba muy poco de sus propias ropas y de que su cuerpo era un gran sonajero de dolores. Lo peor era el tobillo izquierdo. Ya se había hinchado, contra la zapatilla empapada. Ben cojeaba tanto que eso ya no era caminar sino mecerse como un marinero en tierra después de una larga travesía.

Se inclinó sobre Henry Bowers. Los ojos de Henry se abrieron de pronto. Sujetó a Ben por la pantorrilla con una mano arañada y sanguinolenta. Su boca se movió y aunque sólo surgió de ella una serie de aspiraciones sibilantes, el chico llegó a comprender que decía: Te voy a matar, gordo de mierda.

Henry estaba tratando de incorporarse usando la pierna de Ben como poste. Ben tiró frenéticamente hacia atrás. En cuanto la mano de su enemigo se deslizó hacia abajo y cayó, voló hacia atrás girando los brazos como aspas y cayó sentado por tercera vez en los últimos cuatro minutos. Por añadidura, volvió a morderse la lengua. El agua salpicó en derredor. Por un instante, ante sus ojos reverberó un arco iris. A Ben, los arco iris le importaban un bledo. También le importaba un bledo hallar una marmita llena de monedas de oro. Se conformaba con su gorda y miserable vida.

Henry giró sobre sí. Trató de ponerse de pie. Volvió a caer. Logró incorporarse sobre manos y rodillas. Y por fin se levantó tambaleante. Clavó en Ben sus ojos negros. La parte frontal de su tupé estaba torcido a un lado y al otro; parecía un maizal después de un fuerte viento.

De pronto, Ben se enfadó. No, más que enfadarse, se sintió furioso. No había hecho nada sino caminar con los libros de la biblioteca bajo el brazo, imaginando inocentemente que besaba a Beverly Marsh, sin molestar a nadie. ¿Y de pronto todo aquello? Ropa hecha jirones. Tobillo izquierdo tal vez roto, cuando menos torcido. La pierna llena de cortes, la lengua mordida y el maldito monograma de Henry Bowers en el estómago. Pero fue, tal vez, el pensar en los libros de la biblioteca, por los que se le haría responsable, lo que le impulsó a arrojarse contra Henry Bowers. Los libros perdidos y una imagen de los ojos de la señora Starrett, cargados de reproche cuando él se lo explicara. Fuese cual fuere el motivo (los cortes, la torcedura, los libros, hasta quizás el boletín que llevaba en el bolsillo trasero, a esa altura empapado, tal vez ilegible) bastó para que avanzara. Se inclinó hacia adelante, con un chapoteo de zapatillas en el agua escasa y asestó a Henry una patada directa a los testículos.

Henry lanzó un alarido horrible, herrumbroso, que espantó a los pájaros de los árboles. Por un momento quedó despatarrado, aferrándose la entrepierna, con los ojos incrédulos fijos en Ben.

—Ug… —gimió.

—Cierto —dijo Ben.

—Ug… —repitió Henry, con voz aún más débil.

—Cierto —repitió Ben.

Henry se hundió lentamente de rodillas, no caía: se doblaba. Aún seguía mirando a Ben con esos ojos negros, incrédulos.

—Ug…

—Muy cierto —aseguró Ben.

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