It (Eso) – Stephen King

»Lo que quiero decir es que, si esos hombres hubieran querido sacarnos de allí, no vernos en sus bares cuando salían de los bosques para beber whisky y gozar de mujeres, de carne y hueso, en vez de sacarse las ganas en agujeros de madera llenos de grasa, nos habrían puesto el culo en la calle. Pero el hecho es, Mikey, que a ellos les daba lo mismo.

»Una noche, uno de ellos me llevó aparte. Medía como un metro ochenta, lo cual era mucho decir en aquellos tiempos y estaba como una cuba; olía como un cesto de melocotones olvidados durante un mes entero. Creo que la ropa ya caminaba sola. Me mira fijo y me dice:

»—Oiga, señor, voy a preguntarle algo, yo. ¿Usted es un negro?

»—En efecto —le respondí.

»—Commen ça va? —dice él en ese francés del valle Saint John que parece casi el que hablan los mestizos del Mississippi. Y sonríe tanto que se le ven los cuatro dientes—. ¡Ya sabía yo! ¡Es que vi uno en un libro! También tenía esos… esos…

»Y como no sabe expresar lo que está pensando, estira la mano y me da una palmada en la boca.

»—Los labios gordos —dije yo.

»—¡Sí, sí! —Y reía como un chico—. ¡Labios gogdos! Épais lévres! ¡Labios gogdos! ¡Te pago una cerveza, yo!

»—Como guste —dije, por no malquistarme con él.

»Eso también lo hizo reír. Me dio en la espalda unas palmadas que casi me arrojan de bruces y se abrió paso hasta el mostrador, donde había setenta hombres y quince mujeres, más o menos.

»—¡Dos cervezas antes de que rompa todo esto! —le chilló al tabernero, que era un grandullón de nariz rota, Romeo Duprée por nombre—. ¡Una para mí y otra pour l’homme avec les épais lévres! —Y todos se rieron como locos, pero sin maldad, Mikey.

»La cuestión es que toma las cervezas, me da la mía y dice:

»—¿Cómo te llamas? No quiero llamarte Labios Gogdos, yo. No queda bien.

»—William Hanlon —le dije.

»—Bueno, a tu salud, William Anlon —me dice.

»—No, a la suya. Usted es el primer blanco que me paga una copa. —Y era cierto.

»Nos bebimos esas cervezas y después otras dos más. Y él me dice:

»—¿Estás seguro de que eres negro? Porque, aparte de esos labios gogdos, yo te veo igual a cualquier blanco, pero con piel parda».

Ante eso mi padre empezó a reír y yo hice otro tanto. Él rió tanto que empezó a dolerle el vientre. Tuvo que sujetárselo, haciendo una mueca, con los ojos en blanco y mordiéndose el labio inferior.

—¿Quieres que llame a la enfermera, papá? —le pregunté, alarmado.

—No, no, ya pasará. Lo peor de esto, Mikey, es que no puedes reírte cuando tienes ganas. Cosa que ocurre muy pocas veces.

Guardó silencio por unos momentos. Ahora comprendo que sólo esa vez estuvimos cerca de mencionar lo que estaba matándolo. Tal vez habría sido mejor, mejor para ambos, que hubiéramos hablado más.

Él tomó un sorbo de agua y prosiguió:

—De cualquier modo, los que no nos querían allí no eran las pocas mujeres que recorrían esas pocilgas ni los leñadores que iban a buscarlas. Eran esos cinco viejos del Concejo Municipal los verdaderos ofendidos, ellos y los diez o doce que los apoyaban: la vieja guardia de Derry, ¿comprendes? Ninguno de ellos había pisado nunca el Paraíso ni el Rincón de Wally; ellos se emborrachaban en el club campestre que por entonces estaba en las Lomas de Derry, pero querían asegurarse de que ninguno de esos leñadores ni de esas zorras viejas se contaminara con la compañía de los negros de la compañía E.

»Así que el mayor Fuller le dijo:

»—Yo nunca los quise aquí. Sigo pensando que es un error. Deberían enviarlos de nuevo al Sur, o tal vez a Nueva Jersey.

»—Ése no es problema mío —le dijo ese viejo del diablo. Mueller, creo que se llamaba».

—¿El padre de Sally Mueller? —le interrumpí, sobresaltado. Sally Mueller estaba en la secundaria conmigo.

Mi padre esbozó una sonrisita agria y torcida.

—No, debió de ser el tío. El padre de Sally Mueller estaba en la universidad, por aquel entonces, estudiando en otra parte. Pero si hubiera estado en Derry, creo que habría apoyado al hermano. Y por si estás preguntándote hasta qué punto es verdad esta parte de la historia, sólo puedo decirte que fue Trevor Dawson quien me repitió esta conversación; ese día estaba fregando el suelo, en el Club de Oficiales y lo oyó todo.

»—Donde mande el gobierno a estos negros es cosa suya, no mía —dice Mueller al mayor Fuller—. A mí me preocupa dónde vayan los viernes y los sábados por la noche. Si andan de juerga por la ciudad, habrá disturbios. Como sabe, en esta ciudad tenemos una Liga.

»—Bueno, pero me veo en un aprieto, señor Mueller —le dice el mayor—. No puedo permitir que vayan al Club de Oficiales, no sólo porque los reglamentos no permiten que los negros alternen con los blancos, sino porque esto es para oficiales, justamente, y todos esos negros son simples soldados rasos.

»—Ése tampoco es problema mío. Simplemente, confío en que usted se haga cargo del asunto. El rango conlleva responsabilidades. —Y se marchó.

»Bueno, Fuller solucionó el problema. La base de Derry era, por esos tiempos, muy extensa, aunque en el terreno no había casi nada. En total, creo que eran unas cincuenta hectáreas. Hacia el norte terminaba justo detrás de Broadway Oeste, donde había una especie de cinturón verde. Donde está ahora el Memorial Park, allí instalaron el Black Spot.

»Era sólo un cobertizo viejo, expropiado a principios de 1930, cuando ocurrió todo esto, pero el mayor Fuller reunió a la compañía E y nos dijo que sería nuestro propio club. Oyéndolo, cualquiera habría dicho que era Papá Noel o algo así. Y tal vez eso pensaba él, puesto que estaba dando un sitio especial a un grupo de soldados negros, aunque sólo fuera un cobertizo. Después agregó, como si tal cosa, que en adelante las pocilgas de la ciudad nos estaban prohibidas.

»Hubo mucha amargura a causa del asunto, pero ¿qué íbamos a hacer? No teníamos nada que decir. Fue este muchacho, un tal Dick Hallorann que estaba de cocinero, quien sugirió que podríamos arreglarnos bien si nos esmerábamos.

»Y lo hicimos. Nos esmeramos de verdad. Y nos quedó bastante bonito, al fin de cuentas. La primera vez que algunos de nosotros entramos a echarle un vistazo, quedamos bastante deprimidos. Era oscuro y maloliente; estaba lleno de herramientas viejas, cajas y desechos mohosos. Sólo tenía dos ventanucos y no había electricidad. El suelo era de tierra. Carl Roone se rió, medio con amargura, recuerdo, y dijo: “Este mayor es todo un príncipe, ¿no? Mirad qué club nos ha regalado. ¡Ja!”

»Y George Brannoch, quien también murió ese otoño en el incendio, dijo: “Sí, parece un esputo negro en el infierno, de acuerdo”. Así quedó el nombre de Black Spot.[19]

»Pero Hallorann nos puso en marcha… Hallorann, Carl y yo. Creo que Dios nos perdonará por lo que hicimos. Él sabe que no teníamos idea de cómo iba a terminar aquello.

»Después de un tiempo, los otros nos siguieron. Como la mayor parte de Derry estaba fuera de nuestro alcance, no había otra cosa que hacer. Martilleamos, clavamos, limpiamos… Trev Dawson, que era bastante buen carpintero, nos enseñó a abrir más ventanas por el costado. Y el bribón de Alan Snopes apareció con vidrios de distintos colores para que los pusiéramos; algo así como un cruce entre vidrios de carnaval y los que se ven en las ventanas de las iglesias.

»—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.

»Alan era el mayor del grupo; tenía unos cuarenta y dos años, así que casi todos le llamábamos Papá Snopes. Se puso un Camel en la boca y me hizo un guiño.

»—Confiscaciones de medianoche —me dijo. Y así dejó las cosas.

»La cuestión es que el club quedó bastante bonito y hacia mediados del verano ya lo estábamos usando. Trev Dawson y algunos otros habían separado con una mampara la cuarta parte de atrás, para instalar una pequeña cocina; era apenas una parrilla y un par de sartenes hondas, para poder preparar una hamburguesa con patatas fritas para quien quisiera. A un lado había un bar, pero sólo para gaseosas y zumos; joder, sabíamos guardar nuestro lugar. ¿Acaso no nos lo habían enseñado? Si queríamos beber cosas fuertes, lo hacíamos a escondidas.

»El suelo seguía siendo de tierra, pero lo teníamos bien mojado para que no levantara polvo. Trev y Papá Snopes tendieron una línea eléctrica; más confiscaciones de medianoche, supongo. En julio ya podíamos ir allí, cualquier sábado por la noche, y sentarnos a tomar una cola y una hamburguesa o una salchicha. Era bonito. Nunca llegamos a terminarlo, porque todavía estábamos trabajando en las mejoras cuando el incendio lo consumió. Pasó a ser una especie de entretenimiento… o un modo de desafiar a Fuller, Mueller y el Concejo Municipal. Pero creo que lo reconocimos como propio cuando Ev McCaslin y yo, un viernes por la noche, pusimos un cartel que anunciaba: BLACK SPOT y abajo: COMPAÑÍA E. RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN ¡Como si fuera un club exclusivo! ¿Te das cuenta?

»Quedó tan bien que los chicos blancos empezaron a cabrearse. Cuando quisimos coscarnos, el Club de Oficiales estaba como nunca. Le agregaron un salón especial y una pequeña cafetería. Era como si quisieran competir con nosotros. Pero nosotros no teníamos ningún interés en competir con ellos».

Mi padre me sonrió desde su cama de hospital.

—Éramos todos jóvenes, aparte de Snopes, pero no del todo tontos. Sabíamos que los blancos te dejan competir con ellos, pero si empieza a parecer que vas a sacarles ventaja, alguien te rompe las piernas para que no corras tanto. Teníamos lo que necesitábamos y con eso bastaba, pero entonces… algo ocurrió.

Hizo silencio, con el entrecejo fruncido.

—¿Qué ocurrió, papá?

—Descubrimos que, entre nosotros, podíamos formar una banda de jazz bastante decente —dijo, con lentitud—. Martin Devereaux, que era cabo, tocaba la batería. Ace Stevenson, la trompeta. Papá Snopes se defendía bastante bien con el piano; tocaba de oído, pero era pasable. Había otro que tocaba el clarinete y George Brannock, el saxofón. De vez en cuando participaba algún otro con la guitarra, la armónica, la mandolina o hasta un peine envuelto en papel encerado.

»Eso no pasó de la noche a la mañana, como comprenderás, pero hacia finales de agosto ya teníamos un conjunto de Dixieland que tocaba en el Black Spot, viernes y sábados por la noche. Fueron mejorando al acercarse el otoño; nunca llegaron a ser grandes (no quiero darte una idea equivocada), pero tocaban de un modo diferente…, con más fuerza…, como…».

Agitó su mano flaca por encima de las sábanas.

—Tocaban con todo —sugerí, sonriente.

—¡Eso! —exclamó él, devolviéndome la sonrisa—. ¡Lo has captado! Tocaban el Dixieland con todo. Y cuando quisimos darnos cuenta, la gente de la ciudad empezó a aparecer por nuestro club. Hasta venían algunos soldados blancos de la base. El local incluso llegó a llenarse todos los fines de semana. Eso tampoco ocurrió de la noche a la mañana. Al principio, las caras blancas parecían granos de sal en un pimentero, pero fueron acudiendo más y más con el correr del tiempo.

»Cuando aparecieron esos blancos, fue entonces cuando nos olvidamos de andar con prudencia. Ellos traían sus propias botellas en bolsas de papel; casi siempre eran bebidas blancas, pero de la mejor calidad; por comparación, lo que se podía conseguir en las pocilgas de la ciudad era basura. Te estoy hablando de tragos de clubes elegantes, Mikey; cosa de ricos. Chivas Regal, Glenfiddich, ese tipo de champán que sirven a los pasajeros de primera clase en los grandes transatlánticos… Tendríamos que haber buscado el modo de pasar aquello, pero no sabíamos cómo. ¡Ellos eran de la ciudad! ¡Joder, eran blancos!

»Y como te digo, éramos jóvenes y estábamos orgullosos de nuestro club. No previmos que las cosas pudieran ponerse tan mal. Todos sabíamos que Mueller y sus amigos estaban enterados de lo que pasaba, pero no nos dimos cuenta de que podían volverse locos. Y lo digo en serio: volverse locos. Estaban en sus grandes mansiones victorianas, en Broadway Oeste, a medio kilómetro de nosotros, que escuchábamos blues. Eso no les gustaba. Pero mucho menos les gustaba saber que sus chicos también estaban ahí, bailando mejilla con mejilla junto a los negros. Porque no eran sólo los leñadores y las viejas zorras los que estaban viniendo a nuestro club, a medida que septiembre se convertía en octubre. Se puso de moda en la ciudad que los jóvenes vinieran a bailar al compás de esa orquesta sin nombre, hasta que se hacía la una de la madrugada y cerrábamos. Y no venían sólo de Derry: también de Bangor, Newport, Haven, Cleaves Mills, Old Town y las pequeñas ciudades de la zona. Había muchachos de la Universidad de Maine bailando con sus novias. Y cuando la banda aprendió a tocar una versión en ragtime de The Maine Stein Song, la gente estuvo a punto de hacer volar el techo. Técnicamente, por supuesto, el club era para soldados y estaba prohibido para los civiles que no tuvieran invitación. Pero de hecho, Mikey, abríamos la puerta a las siete y la dejábamos abierta hasta la una. Hacia mediados de octubre, en la pista de baile tenías que estar cadera con cadera con otras seis personas. No había lugar para bailar, así que uno se quedaba en un mismo sitio y se retorcía…, pero si alguien le molestó, nunca oí que se quejara. A medianoche, aquello era como un vagón de carga vacío que se sacudía en medio del tren expreso».

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