It (Eso) – Stephen King

El seudoGeorge giró abruptamente, chillando como una rata. Eso comenzó a derretirse bajo el impermeable amarillo. El mismo material del impermeable parecía derretirse en grandes grumos amarillos. Eso estaba perdiendo su forma, tornándose amorfo.

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, hijo de puta! —aulló Bill Denbrough—. ¡E insiste, infausto, que ha visto a los espectros!

Saltó contra Eso y sus dedos se clavaron en el impermeable amarillo que ya no era tal. Lo que aferró se parecía a un extraño caramelo blando, caliente, que se fundió entre sus dedos en cuanto hubo cerrado el puño. Cayó de rodillas. En ese momento, Richie chilló porque la cerilla acababa de quemarle los dedos y volvieron a quedar en la oscuridad.

Bill sintió que algo le crecía en el pecho, algo caliente, sofocante y doloroso como feroces ortigas. Se cogió las rodillas y las acercó al mentón con la esperanza de que eso calmara el dolor, siquiera un poco; agradecía vagamente que la oscuridad impidiera a los otros presenciar su tormento.

Oyó que se le escapaba un sonido: un gemido vacilante. Hubo un segundo y un tercero.

—¡George! —gritó—. ¡George, lo siento! ¡Yo no q-q-quería que te oc-c-curriera nada m-m-malo!

Tal vez había algo más que decir, pero no pudo. Por entonces estaba sollozando, tendido de espaldas, con un brazo contra los ojos, recordando el barco de papel, recordando el palpitar de la lluvia contra las ventanas de su dormitorio, recordando el olor a medicamentos y los pañuelos de papel sobre la mesita de noche, el leve dolor de la fiebre en la cabeza y en el cuerpo, recordando a George, sobre todo a George, con su impermeable y su capucha.

—¡Lo siento, George! —gritó entre lágrimas—. ¡Lo siento, lo siento, por favor…, perdóname!

Un momento después, todos lo rodeaban, sus amigos, y nadie encendió cerillas y alguien lo abrazó sin que él supiera quién, tal vez Beverly, tal vez Ben, o Richie. Estaban con él y por ese momento la oscuridad fue generosa.

10

Derry, 5.30 h.

A las cinco y media llovía torrencialmente. Los meteorólogos de las radioemisoras de Bangor expresaron una leve sorpresa y ofrecieron disculpas a las personas que habían planeado picnics o salidas basándose en el pronóstico del día anterior. «Mala suerte, amigos; es sólo uno de esos extraños cambios de clima que se producen a veces en el valle del Penobscot con brusquedad sorprendente».

En la emisora WZON, el meteorólogo Jim Witt describió lo que denominaba «un sistema de baja presión extraordinariamente disciplinado». Eso era decir muy poco. Las condiciones variaban, de nublado en Bangor a chaparrones aislados en Hampden, lloviznas en Haven y lluvias moderadas en Newport. Pero en Derry, a sólo cuarenta y cinco kilómetros del centro de Bangor, diluviaba. Los que viajaban por la ruta 7 se encontraron avanzando por veinte centímetros de agua en algunos lugares. Más allá de las granjas Rhulin, una alcantarilla atascada en una hondonada había cubierto la autopista con tanta agua que era imposible pasar. Hacia las seis de esa mañana, la patrulla de caminos de Derry había puesto ya carteles naranja con la palabra DESVÍO a ambos lados de la hondonada.

Los que esperaban bajo el refugio de Main Street a que el primer autobús de la mañana los llevara al trabajo, miraban sobre la barandilla hacia el canal donde el agua estaba amenazadoramente alta dentro de sus límites de cemento. No habría inundación, por supuesto; en eso, todos estaban de acuerdo. El agua aún estaba un metro veinte por debajo de la marca más alta, en 1977, y ese año no habían tenido inundación. Pero la lluvia caía con dura persistencia y el trueno rugía en las nubes bajas. El agua descendía por Up-Mile Hill en verdaderos arroyos rugiendo en las cloacas y en las bocas de las alcantarillas.

No habría inundación, concordaban todos, pero en las caras había una pátina de inquietud.

A las seis menos cuarto un transformador de potencia instalado en un poste junto a la terminal de Tracker Hermanos estalló en un relámpago de luz purpúrea, esparciendo trozos de metal retorcido contra el techo de madera fina. Uno de los fragmentos cortó un cable de alta tensión que también cayó en el techo, chisporroteando, debatiéndose como una serpiente mientras despedía un chorro casi líquido de chispas. El techo se incendió a pesar del aguacero y muy pronto el local estaba en llamas. El cable de alta tensión cayó del techo al camino cubierto de hierbas que conducía a la parte trasera donde los pequeños, años atrás, jugaban al béisbol. Los bomberos de Derry hicieron la primera salida del día a las 6.02 de la mañana y llegaron a Tracker Hermanos a las 6.10. Uno de los primeros en bajar fue Calvin Clark, uno de los mellizos Clark que iban a la escuela con Ben, Beverly, Richie y Bill. Al dar el tercer paso, la suela de su bota tocó el cable pelado. Calvin quedó electrocutado casi instantáneamente, con la lengua mordida y la chaqueta de goma despidiendo humo. Por el olor, parecía que alguien estaba quemando mantas viejas, como en el vertedero.

A las 6.05, los habitantes de Merit Street, en Old Cape, sintieron algo que parecía una explosión subterránea. Los platos se cayeron de los estantes; los cuadros, de la pared. A las 6.06, todos los inodoros de Merit Street estallaron súbitamente en un géiser de excrementos al producirse una inconcebible reversión en la nueva planta de tratamiento de Los Barrens. En algunos casos, esos estallidos fueron tan potentes que abrieron agujeros en los techos de los baños. Una mujer llamada Anne Stuart murió por obra de una antigua rueda dentada que salió disparada de su inodoro como de una catapulta, junto con una bocanada de aguas residuales. La rueda de maquinaria atravesó el vidrio opaco de la ducha y se le hundió en la garganta como una bala mientras se lavaba la cabeza. Fue casi decapitada. La rueda era una reliquia de la fundición Kitchener que había llegado a las cloacas casi tres cuartos de siglo atrás. Otra mujer murió al estallar su inodoro como una bomba en la violenta reversión causada por los gases de metano. La infortunada mujer, que en ese momento estaba sentada en el retrete, leyendo un catalogo, fue hecha pedazos.

A las 6.19 un rayo cayó en el llamado Puente de los Besos que cruzaba el canal entre el parque Bassey y el instituto de Derry. Las astillas volaron a gran altura y llovieron sobre el precipitado canal cuya corriente se las llevó.

Se estaba levantando viento. A las 6.30, el medidor instalado en el vestíbulo del Palacio de Justicia lo registró en más de veintitrés kilómetros por hora. Hacia las 6.45 había ascendido a treinta y seis kilómetros por hora.

A las 6.50, Mike Hanlon despertó en su habitación del Hospital Municipal de Derry. Su retorno a la conciencia fue una especie de lenta disolución; por largo rato pensó que estaba soñando. En ese caso, se trataba de un sueño muy raro, una especie de sueño de ansiedad, como habría dicho su antiguo profesor de psicología, el doctor Abelson. Al parecer no había motivos explícitos para esa ansiedad, pero allí estaba, de todos modos. Esa habitación blanca, sencilla, parecía gritarle amenazas.

Gradualmente se fue dando cuenta de que estaba despierto. La habitación blanca y sencilla era una habitación de hospital. Sobre su cabeza pendían frascos, uno lleno de líquido transparente; el otro, rojo oscuro: sangre. Vio un televisor apagado atornillado a la pared y cobró conciencia del constante batir de la lluvia contra la ventana.

Mike trató de mover las piernas. Una se movía libremente, pero la otra, la derecha, estaba aprisionada. En ella, las sensaciones eran muy débiles. Por fin notó que estaba fuertemente vendado.

Todo volvió poco a poco. Se había sentado a escribir en su cuaderno y había aparecido Henry Bowers. Un verdadero estallido del pasado, una dorada maravilla. Después de una pelea…

¡Henry! ¿Adónde había ido Henry? ¿En busca de los otros?

Mike buscó a tientas el timbre. Estaba sujeto a la cabecera de su cama. Lo tenía ya en las manos cuando se abrió la puerta dando paso a un enfermero. Tenía dos botones de la chaquetilla desabrochados; el pelo revuelto le daba un desaliñado aspecto parecido a Ben Casey. Llevaba al cuello una medalla de San Cristóbal. Aun en ese estado confuso, no del todo consciente, Mike lo reconoció inmediatamente. En 1958, en Derry, una niña de dieciséis años llamada Chery Lamonica había sido asesinada por Eso. La chica tenía un hermano de catorce llamado Mark. De él se trataba.

—¿Mark? —dijo Mike débilmente—. Necesito hablar contigo.

—Chist —lo silenció Mark, con la mano en el bolsillo—. No hables.

Entró en la habitación y se detuvo a los pies de la cama. Mike vio, con un inerme escalofrío, lo inexpresivo de sus ojos. Mark Lamonica tenía la cabeza levemente inclinada, como escuchando una música lejana. Sacó la mano del bolsillo. Entre los dedos tenía una jeringuilla.

—Esto te hará dormir —dijo.

Y empezó a caminar hacia la cama.

11

Bajo la ciudad, 6.49 h.

—¡Chist! —exclamó Bill, de pronto, aunque no se oía otro ruido que el de los leves pasos del grupo.

Richie encendió una cerilla. Las paredes del túnel se habían separado. Los cinco parecían muy pequeños en ese espacio, bajo la ciudad. Formaron un grupo apretado. Beverly tuvo una fantasmal sensación de cosa ya vivida, mientras observaba las gigantescas lajas del suelo y las redes de telarañas que pendían en lo alto. Ahora estaban cerca. Muy cerca.

—¿Qué oyes? —preguntó a Bill, tratando de mirar a todas partes mientras el fósforo se consumía en la mano de Richie. Esperaba ver alguna nueva sorpresa acechando en la oscuridad, surgiendo de ella. ¿Rodan, tal vez? ¿El alienígena de esa horrible película con Sigourney Weaver? ¿Una gran rata de ojos naranja y dientes de plata? Pero no había nada: sólo el polvoriento olor de la oscuridad y, muy lejos, el rumor del agua precipitada como si las cloacas se estuvieran llenando.

—A-a-algo a-anda m-mal —dijo Bill—. Mike…

—¿Mike? —se alarmó Eddie—. ¿Qué le pasa?

—Yo también lo sentí —confirmó Ben—. ¿Es…? Bill, ¿ha muerto?

—No —dijo Bill. Sus ojos estaban neblinosos y distantes, carentes de emoción; toda la alarma se concentraba en su tono y en la posición defensiva del cuerpo—. Está… E-e-está… —Tragó saliva. Su garganta emitió un chasquido y sus ojos se dilataron—. ¡Oh…! ¡Oh, no…!

—¡Bill! —gritó Beverly, alarmada—. Bill, ¿qué pasa? ¿Qué…?

—¡Dad-dadme las ma-manos! —gritó Bill—. ¡Rá-rápido!

Richie dejó caer la cerilla y tomó una mano de Bill. Beverly tomó la otra. Buscó a tientas con la mano libre y Eddie se la sujetó débilmente con los dedos del brazo entablillado. Ben completó el círculo.

¡Envíale nuestro poder! —exclamó Bill, con la misma voz extraña y grave—. ¡Envíale nuestro poder, quienquiera que seas Tú, envíale nuestro poder! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Beverly sintió que algo brotaba de ellos en dirección a Mike. La cabeza le rodó sobre los hombros en una especie de éxtasis y el áspero silbido de Eddie, al respirar, se confundió con el largo trueno del agua en las cloacas.

12

—Ahora —musitó Mark Lamonica.

Suspiró. Fue el suspiro de quien siente aproximarse el orgasmo.

Mike apretó el timbre una y otra vez. Lo oía sonar en la sala de enfermeras, al otro lado del pasillo, pero no vino nadie. Con una infernal visión interior, comprendió que las enfermeras estaban sentadas allí, leyendo el periódico, tomando café, oyendo sus timbrazos sin oírlos. Sólo responderían más tarde, cuando todo hubiera terminado, porque así funcionaban las cosas en Derry. En Derry, era mejor no ver ni oír ciertas cosas… hasta que terminaran.

Mike dejó caer el timbre.

Mark se inclinó hacia él, con la punta de la hipodérmica centelleante. La medalla de San Cristóbal se balanceaba hipnóticamente, mientras apartaba la sábana.

—Aquí, justo aquí —susurró—. En el esternón.

Y suspiró otra vez.

Mike sintió súbitamente que lo inundaba una energía primitiva que le recorrió el cuerpo como una corriente de voltios. Se puso rígido, estiró los dedos como en una convulsión. Sus ojos se ensancharon. De él escapó un gruñido y esa sensación de horrible parálisis desapareció como arrancada por una buena bofetada.

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