It (Eso) – Stephen King

Su madre lo había sacado a rastras de la zapatería gritando a los dependientes que si a su niño le pasaba algo, les entablaría juicio a todos. Eddie pasó el resto de la mañana entre un surgir y desaparecer de lágrimas aterrorizadas; ese día, el asma le molestó mucho. Por la noche, aún estaba despierto varias horas después de lo acostumbrado, preguntándose qué era exactamente el cáncer, si era peor que la polio, si uno se moría de eso, cuánto tardaba y cuánto dolía antes de morir. También se preguntó si después iría al infierno.

El peligro había sido grave. De eso estaba seguro.

Y lo sabía porque su madre se había asustado mucho.

Muchísimo.

—Marty —dijo, a través de ese abismo de años—, ¿me das un beso?

Ella le dio un beso, y lo abrazó con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos de la espalda. Si estuviéramos en el agua —pensó Eddie—, conseguiría que nos ahogáramos.

—No temas —le susurró al oído.

—¡No puedo evitarlo! —gimió ella.

—Lo sé —replicó él. Y notó entonces que, a pesar de aquel abrazo capaz de romper costillas, el asma se le había aliviado. Ya no sonaba esa nota sibilante en su respiración—. Lo sé, Marty.

El taxista hizo sonar otra vez el claxon.

—¿Me llamarás? —preguntó ella, trémula.

—Si puedo, sí.

—Eddie, ¿no puedes decirme de qué se trata, por favor?

Suponiendo que él se lo dijera, ¿serviría para tranquilizarla?

Esta noche recibí una llamada de Mike Hanlon, Marty, y hablamos un rato, pero todo cuanto dijimos puede resumirse en dos cosas: «Empezó otra vez», dijo Mike, y «¿Vendrás?». Y ahora tengo fiebre, Marty, sólo que esta fiebre no la puedes bajar con aspirina, y tengo una dificultad para respirar que ese maldito chisme no me soluciona, porque el problema no está en la garganta ni en los pulmones, sino alrededor del corazón. Volveré si puedo, Marty, pero me siento como si estuviera de pie ante la boca de una vieja mina, llena de derrumbes al acecho, de pie allí, despidiéndome de la luz del sol.

¡Sí, seguro que sí! Con eso la dejaría muy tranquila.

—No —respondió—, creo que no puedo decirte de qué se trata.

Y antes de que ella pudiera decir algo más, antes de que pudiera volver a empezar («¡Eddie, bájate de ese taxi, que te puede dar cáncer!»), se alejó a grandes pasos, cada vez más apresurados. Cuando llegó al coche, estaba casi corriendo.

Myra seguía de pie en el umbral cuando el taxi retrocedió hasta la calle, y seguía allí cuando salieron hacia la ciudad. Una gran sombra negra de mujer, recortada contra la luz que brotaba de la casa. Eddie la saludó con la mano y creyó que ella hacía lo mismo.

—¿Adónde lo llevo, amigo? —preguntó el conductor.

—A Penne Station —dijo Eddie y aflojó la mano que apretaba el inhalador. Su asma se había ido a rondar adonde quiera que fuese en el intermedio de sus ataques a los tubos bronquiales.

Pero cuatro horas después tuvo más necesidad que nunca de su inhalador, al salir de una siesta liviana, en una sacudida espasmódica. El hombre de traje sentado al otro lado del pasillo, bajó el periódico y lo miró con una curiosidad levemente aprensiva.

«¡He vuelto, Eddie! —chilló el asma, alegremente—. ¡He vuelto, y, no sé, pero a lo mejor esta vez llegue a acabar contigo! ¿Por qué no? Alguna vez tiene que pasar, ¿verdad? ¡No puedo seguir jodiéndote eternamente!».

El pecho de Eddie se hinchaba y crujía. Buscó a tientas su inhalador, lo apuntó hacia su garganta y oprimió el gatillo. Luego volvió a recostarse en el alto asiento, estremecido, esperando el alivio. Pensaba en el sueño del que acababa de despertar. ¿Sueño? Por Dios, si sólo fuera eso… Temía que fueran recuerdos y no sueños. Había visto una luz verde, como la que brillaba dentro del aparato de rayos X de la zapatería, y un leproso putrefacto perseguía a un muchachito llamado Eddie Kaspbrak, que gritaba a todo pulmón, por unos túneles bajo tierra. Corría y corría…

(Corre bastante rápido, había dicho el entrenador Black a su madre y corría muy rápido con esa cosa podrida siguiéndolo; oh, sí, bien puedes creerlo y apostar tu pellejo).

En ese sueño tenía once años y había olido algo como la muerte del tiempo y alguien había encendido un fósforo y al bajar la vista había visto la cara descompuesta de un niño llamado Patrick Hockstetter, desaparecido en julio de 1958, y los gusanos entraban y salían de sus mejillas y ese horrible olor a gas le salía de adentro y en el sueño, que era más recuerdo que sueño, había mirado a un lado y había visto dos textos escolares hinchados de humedad y cubiertos de moho. Si estaban así era porque allí abajo había una humedad horrible. Cómo pasé mis vacaciones: composición de Patrick Hockstetter. «Las pasé en un túnel, muerto. Mis libros se llenaron de moho y se hincharon hasta parecer catálogos de grandes almacenes». Eddie abrió la boca para gritar y fue entonces cuando los escabrosos dedos del leproso se deslizaron por su mejilla y se le hundieron en la boca, y fue entonces cuando despertó con esa sacudida y se encontró, no en las cloacas de Derry, Maine, sino en un vagón de tren cruzando Rhode Island a toda velocidad bajo una enorme luna blanca.

El hombre sentado al otro lado del pasillo vaciló. Estuvo a punto de no hablar, pero lo hizo.

—¿Se siente bien, señor?

—Oh, sí —respondió Eddie—. Me dormí y tuve un mal sueño. Y eso me activó el asma.

—Comprendo.

El periódico volvió a subir. Eddie vio que se trataba de aquel diario que su madre solía llamar El Jew York Times.[11] Miró por la ventana; el paisaje dormía, iluminado sólo por la luna. Aquí y allá se veían casas, a veces en grupos, la mayoría a oscuras, algunas iluminadas. Pero las luces parecían pequeñas y falsamente burlonas comparadas con el fantasmal fulgor de la luna.

Creyó que le hablaba la luna —pensó, de pronto—. Henry Bowers. Por Dios, qué loco estaba. Se preguntó dónde estaría Henry Bowers en la actualidad. ¿Muerto? ¿En la cárcel? ¿Vagando por planicies desiertas en el medio del país como un virus incurable, bebiendo en las horas profundas y aturdidas de la madrugada, o tal vez matando a los estúpidos que se detenían ante su pulgar estirado para pasar los dólares de sus billeteras a la propia?

Posible, posible.

¿En algún asilo del Estado? ¿Mirando la luna que estaba casi llena? ¿Hablando con ella, escuchando respuestas que sólo él podía oír?

Esto último parecía aún más posible. Eddie se estremeció. Por fin estoy recordando mi niñez, pensó. Estoy recordando cómo pasé mis vacaciones en aquel año sombrío y muerto de 1958. Presintió que ahora podría fijar casi cualquier escena de ese verano con sólo desearlo, pero no lo deseaba. Oh, Dios, si pudiera olvidarlo todo otra vez…

Apoyó la frente contra el sucio vidrio de la ventanilla apretando el inhalador en la mano como si fuera un objeto religioso, mientras la noche se hacía pedazos alrededor del tren.

Rumbo al norte, pensó. Pero era un error.

No iba rumbo al norte. Porque aquello no era un tren. Era una máquina del tiempo. Al norte no, hacia atrás. Hacia atrás en el tiempo.

Creyó oír a la luna murmurar.

Eddie Kaspbrak oprimió su inhalador con fuerza y cerró los ojos para combatir un vértigo repentino.

5

Beverly Rogan recibe una paliza

Cuando sonó el teléfono, Tom estaba casi dormido. Forcejeó a medias para levantarse inclinándose en esa dirección y entonces sintió uno de los pechos de Beverly que se le apoyaba contra el hombro, al estirarse ella para atender. Se dejó caer de nuevo en la almohada preguntándose, adormilado, quién podía llamar a esa hora de la noche a su número privado, que no figuraba en el listín. Oyó que Beverly decía «Hola» y volvió a quedarse dormido. Había acabado prácticamente con docena y media de cervezas mientras miraba el partido de béisbol. Estaba hecho un asco.

En ese momento, la voz de Beverly, aguda y curiosa (¿Queeeé?) le perforó el oído como un punzón de hielo. Abrió otra vez los ojos. Cuando trató de incorporarse, el cordón del teléfono se le hundió en el gordo cuello.

—Sácame de aquí esa porquería, Beverly —dijo.

Ella se apresuró a levantarse y caminó alrededor de la cama sosteniendo el cordón en alto. Su pelo era de color rojo intenso, flotaba sobre el camisón en ondas naturales casi hasta la cintura. Pelo de prostituta. Sus ojos no buscaron, balbuceantes, la cara de Tom para averiguar cuál era su estado emocional y a Tom Rogan no le gustó eso. Se incorporó. Comenzaba a dolerle la cabeza. Mierda. Probablemente le había estado doliendo antes, pero mientras uno dormía no se daba cuenta.

Entró en el baño, orinó tres horas seguidas, según le pareció y luego decidió, puesto que estaba levantado, tomar otra cerveza para tratar de anular la maldición de la inminente resaca.

Al cruzar el dormitorio rumbo a la escalera con los calzoncillos blancos que flameaban como velas bajo su considerable tripa (parecía más un estibador que el gerente general de Beverly Fashions, S.A.), miró por encima del hombro y gritó, fastidiado:

—Si es esa marimacho de Lesley, dile que se busque alguna modelo que devorar y que nos deje dormir.

Beverly levantó brevemente la vista, sacudió la cabeza para indicar que no se trataba de Lesley y volvió a mirar el teléfono. Tom sintió que se le ponían tensos los músculos del cuello. Era como si ella se lo estuviera sacando de encima. La señora. La puta señora. La cosa empezaba a pintar mal. Posiblemente Beverly necesitaba una clase de repaso sobre quién mandaba allí. Posiblemente. A veces le hacía falta. Era lenta para aprender.

Bajó la escalera y caminó por el pasillo hasta la cocina sacándose distraídamente los calzoncillos de entre las nalgas. Abrió la nevera. Su mano estirada no encontró nada más alcohólico que un envase de plástico azul con un sobrante de fideos a la Romanoff. Toda la cerveza había desaparecido, incluyendo la que guardaba bien atrás, como el billete de veinte dólares que guardaba plegado tras su carnet de conducir, para casos de emergencia. El partido había durado catorce entradas y todo para nada. Los White Sox habían perdido. Ese año no eran más que un puñado de culos fofos.

Su mirada se desvió hacia las botellas de bebida fuerte, tras el vidrio del estante superior del bar, por un momento se imaginó sirviéndose una buena medida de whisky con un solo cubito de hielo. Pero volvió hacia la escalera decidido a no darle más problemas a su cabeza. Echó un vistazo al antiguo reloj de péndulo, al pie de la escalera, y vio que ya pasaba de la medianoche. Eso no hizo nada por mejorarle el humor, que, en el mejor de los casos, nunca era muy bueno.

Subió la escalera con lenta deliberación, consciente, demasiado consciente, del modo en que estaba funcionando su corazón. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Lo ponía nervioso que el corazón le latiera en los oídos y en las muñecas, no sólo en el pecho. A veces, cuando sucedía eso, lo imaginaba, no como un órgano que se contraía y se expandía, sino como un gran dial en el costado izquierdo de su pecho, con la aguja peligrosamente inclinada hacia la zona roja. Esa mierda no le gustó; no le hacía falta esa clase de mierda. Lo que le hacía falta era dormir bien toda la noche.

Pero la estúpida con quien se había casado aún estaba hablando por teléfono.

—Comprendo, Mike… Sí… sí, yo sí… Lo sé, pero…

Una pausa más larga.

—¿Bill Denbrough? —exclamó ella y el punzón de hielo volvió a clavarse en el oído de Tom.

Aguardó ante la puerta del dormitorio hasta haber recuperado el aliento. Su corazón volvía a latir ka-dud, ka-dud, ka-dud. El tronar había pasado. Imaginó brevemente que la aguja se apartaba del rojo y descartó la imagen a fuerza de voluntad. Era un hombre, por el amor de Dios, y muy hombre, no una caldera con el termostato en mal estado. Estaba en forma. Era de hierro. Y si ella necesitaba aprenderlo otra vez, sería un gusto enseñárselo.

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