It (Eso) – Stephen King

—Sí —dice Beverly—. Lo contaré cuando termines. Sigue.

—Después de que os marchasteis, vino mi madre y discutimos como locos. Ella no quería que siguiera jugando con ninguno de vosotros. Y pudo haberse salido con la suya porque tenía un modo de convencerlo a uno…

Bill asiente otra vez. Se acuerda de la señora Kaspbrak, una mujer enorme, de extraña cara esquizofrénica, capaz de lucir pétrea, furiosa, angustiada y asustada, todo al mismo tiempo.

—Sí, habría podido salirse con la suya —dijo Eddie—. Pero pasó algo más, el mismo día en que Bowers me fracturó el brazo. Algo que me sacudió profundamente.

Emite una breve risa, pensando: Me sacudió profundamente, sí. ¿Es todo lo que se te ocurre decir? ¿De qué sirve hablar si no puedes decirles lo que sentiste en realidad? En un libro o en una película, lo que descubrí el día antes de que Bowers me fracturase el brazo me habría cambiado la vida para siempre y nada habría sido como fue… En un libro o en una película. Aquello me habría liberado. Yo no tendría ahora una maleta llena de píldoras en la habitación del hotel, ni estaría casado con Myra, ni tendría aquí este estúpido inhalador de mierda. En un libro o en una película. Porque…

De pronto, ante la vista de todos, el inhalador de Eddie rueda por la mesa sin que nadie lo impulse. Y mientras rueda, emite un sonido repiqueteante y seco, algo así como de maracas, de huesos…, algo así como una risa. Cuando llega al extremo opuesto, entre Richie y Ben, se arroja solo al aire y cae al suelo. Richie trata de sujetarlo, sobresaltado, pero Bill grita:

—¡N-n-no lo t-t-toques!

—¡Los globos! —chilla Ben y todos se vuelven.

Los globos atados a la microfilmadora rezan ahora: LOS MEDICAMENTOS PARA EL ASMA PROVOCAN CÁNCER. Debajo de la leyenda hay calaveras sonrientes.

Estallan con explosiones gemelas.

Eddie contempla esto con la boca abierta; la familiar sensación de ahogo empieza a apretarse en su pecho, como candados que se cerrasen.

Bill lo mira.

—¿Q-q-qué te dij-dijeron? ¿Quién fue?

Eddie se humedece los labios. Querría ir en busca de su inhalador, pero no se atreve. ¿Quién sabe qué puede contener ahora?

Piensa en ese día, el 20 de julio, el calor que hacía, el cheque que le había dado su madre firmado con blanco y el dólar correspondiente a su asignación.

—El señor Keene —dice y su voz suena lejana a sus propios oídos, carente de potencia—. Fue el señor Keene.

—No se puede decir que fuese el hombre más simpático de Derry —dice Mike.

Pero Eddie, perdido en sus pensamientos, apenas lo oye.

Sí, ese día hacía calor, pero el interior de la farmacia estaba fresco. Los ventiladores de madera giraban lentamente bajo el cielo raso; había un reconfortante olor a polvos y preparaciones. Ése era el sitio donde se vendía salud; ésa era la convicción de su madre, jamás formulada, pero comunicada con claridad. Con su reloj biológico puesto a las once y media, Eddie no sospechaba que ella pudiera equivocarse en eso ni en ninguna otra cosa.

Bueno, pero el señor Keene acabó con eso, piensa ahora, con una especie de dulce enfado.

Recuerda haberse detenido ante los comics haciendo girar lentamente el exhibidor por si había números nuevos de Batman, Superboy o El Hombre Elástico, sus favoritos. Ha entregado la lista de su madre y el cheque al señor Keene (ella lo envía a la farmacia como otras madres mandan a sus hijos al supermercado). El farmacéutico se encargará de preparar el paquete y escribir la cantidad en el cheque dando el recibo a Eddie para que ella pueda deducir la suma de su saldo bancario. Para Eddie, todo eso es rutina. Tres medicamentos diferentes para su madre más un frasco de Geritor porque, según le ha dicho ella, misteriosamente, «está lleno de hierro, Eddie, y las mujeres necesitamos más hierro que los hombres». También hay vitaminas para él, un frasco de elixir para niños del doctor Swett… y, por supuesto, su medicina para el asma.

Siempre es lo mismo. Más tarde se detendrá en el mercado de la avenida Costello, con su dólar, para comprar dos chupa-chups y una Pepsi. Chupará los chupa-chups, tomará el refresco y hará resonar el cambio en el bolsillo a lo largo de todo el trayecto de regreso a casa. Pero ese día fue diferente; ese día terminó con él en el hospital, lo cual era muy diferente, sí. Pero comenzó de modo diferente, cuando el señor Keene lo llamó. Porque, en vez de entregarle la bolsa blanca llena de medicamentos y el recibo, indicándole que guardase el papel en su bolsillo para no perderlo, el señor Keene lo mira, pensativo, y dice:

—Ven

2

a la oficina por un minuto, Eddie. Quiero hablar contigo.

Eddie lo miró apenas por un instante, parpadeando, algo asustado. Por la cabeza le cruzó la idea de que el señor Keene podía creer que él había estado robando. Junto a la puerta había un letrero que él siempre leía al entrar. Estaba escrito en acusadoras letras negras, tan grandes que hasta Richie Tozier podría leerlas sin gafas: ROBAR EN UNA TIENDA NO ES AVENTURA NI UNA TRAVESURA. ES UN DELITO PERSEGUIDO POR LA JUSTICIA.

Eddie nunca había robado nada, pero ese letrero siempre lo hacía sentir culpable, como si el señor Keene supiese de él algo que él mismo ignoraba.

Pero el farmacéutico lo confundió aún más al decir:

—¿Te apetece tomar un batido?

—Bueno…

—Oh, la casa invita. Siempre tomo uno en la oficina, más o menos a esta hora. Da energías, siempre que no tengas que cuidar tu peso y creo que ninguno de los dos tiene ese problema. Mi mujer dice que parezco un cordón. El que necesita vigilar el peso es tu amigo, el chico Hanscom. ¿Qué sabor prefieres, Eddie?

—Es que mi madre dijo que volviese a casa en cuanto…

—Me parece que a ti te gusta el chocolate. ¿Uno de chocolate?

Los ojos del señor Keene chisporroteaban, pero era un chisporroteo seco, como el del sol en la mica del desierto. Al menos, eso pensó Eddie, fanático de las novelas del Oeste.

—De acuerdo —cedió.

El gesto con que el farmacéutico se subió las gafas por la nariz lo puso nervioso. Se le veía inquieto, y complacido secretamente, todo al mismo tiempo. Eddie no quería ir a la oficina. No era sólo para tomar un batido. Nada de eso. Y fuese lo que fuese, Eddie tenía la sospecha de que no se trataba de buenas noticias.

A lo mejor va a decirme que tengo cáncer o algo así —pensó Eddie, descabelladamente—. Ese cáncer que ataca a los chinos. Leucemia. ¡Oh, Dios!

Oh, no seas estúpido —se contestó, tratando de hablarse, mentalmente, como, Bill el Tartaja. Bill el Tartaja había reemplazado al Llanero Solitario en la vida de Eddie. A pesar de que no hablaba bien, siempre parecía dominarlo todo—. Este tipo es farmacéutico, no médico, por lo que más quieras. Pero Eddie seguía nervioso.

El señor Keene había levantado la trampilla del mostrador y lo llamaba con un dedo huesudo. El chico lo siguió, reacio.

Ruby, la muchacha del mostrador, estaba sentada ante la registradora leyendo una revista de televisión.

—¿Quieres preparar dos batidos, Ruby? —le pidió el señor Keene—. Uno de chocolate y otro de café.

—Cómo no —dijo Ruby, marcando la página de la revista con un trozo de papel de aluminio.

—Llévalos al despacho.

—Cómo no.

—Ven, hijo, que no voy a morderte.

Y el señor Keene le guiñó un ojo, nada menos, dejando a Eddie completamente atónito.

Nunca, hasta entonces, había estado en la trastienda. Contempló con interés todos aquellos frascos, las botellas y las píldoras. De haber estado solo se habría quedado allí examinando el mortero con su mano, las balanzas y las pesas, los botes llenos de cápsulas. Pero el señor Keene lo empujó hacia adelante y cerró la puerta tras él con firmeza. Cuando ésta se cerró con un chasquido, Eddie sintió un ahogo de advertencia. Luchó contra él. En la bolsa de su madre había un inhalador nuevo; podría echarse una buena bocanada en cuanto saliese de allí.

En una esquina del escritorio había un frasco con gomitas de regaliz. El señor Keene le ofreció uno.

—No, gracias —dijo el chico, cortés.

El farmacéutico se sentó en la silla giratoria y tomó una. Después abrió un cajón y sacó algo que puso junto al frasco de gomitas de regaliz. Eddie se sintió recorrido por una verdadera alarma. Era un inhalador. El señor Keene se reclinó en la silla giratoria hasta que la cabeza quedó casi tocando el calendario de la pared. En la foto del calendario se veían más píldoras. Decía Squibb y…

… Y por un momento de pesadilla, cuando el señor Keene abrió la boca para hablar, Eddie recordó lo que le había pasado en la zapatería siendo niño: los gritos de su madre al ver que tenía el pie puesto en la máquina de rayos X. Por ese único momento de pesadilla, Eddie pensó que ese hombre iba a decirle: «Nueve de cada diez médicos, Eddie, coinciden en que el remedio para el asma provoca cáncer, como las máquinas de rayos X que había antes en las zapaterías. Probablemente ya lo tienes. Me pareció mejor que estuvieses informado».

Pero lo que el señor Keene dijo fue tan extraño que a Eddie no se le ocurrió ninguna respuesta. Se limitó a permanecer sentado en la recta silla de madera, frente al escritorio, como un idiota.

—Esto ya ha ido demasiado lejos.

Eddie abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Qué edad tienes, Eddie? Once años, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió el chico, débilmente.

Su respiración se iba tornando escasa. Aún no había comenzado a silbar como una cafetera (la expresión era de Richie, que solía decir: «Apaguen a Eddie, que ya hierve»), pero eso podía ocurrir en cualquier momento. Miró con nostalgia el inhalador. Como parecía hacer falta algún comentario, dijo:

—En noviembre cumplo doce.

El señor Keene asintió. Luego se inclinó hacia delante, como los farmacéuticos de los anuncios televisivos y cruzó los dedos. Sus gafas refulgían bajo la fuerte luz de los tubos fluorescentes.

—¿Sabes qué son los placebos, Eddie?

Eddie, nervioso, eligió lo que le pareció más aproximado:

—Son esas cosas que tienen las vacas, por donde sale la leche, ¿no?

El señor Keene se echó a reír y se meció en la silla.

—Pues, no —dijo, mientras Eddie se ruborizaba hasta las raíces del pelo. Ya sentía que el silbido se iba filtrando en su respiración—. Un placebo…

Lo interrumpieron dos golpecitos a la puerta. Ruby entró sin esperar autorización, con una anticuada copa de helado en cada mano.

—El de chocolate ha de ser para ti —dijo a Eddie con una amplia sonrisa.

Él se la devolvió lo mejor que pudo, pero su interés por los batidos de chocolate estaba en el punto más bajo de toda su historia personal. Se sentía asustado, con un susto que era, a un tiempo, vago y especifico. Así se asustaba cuando estaba sentado en la camilla del doctor Handor, en calzoncillos, esperando a que el médico entrara y sabiendo que su madre leía en la sala de espera (El poder del pensamiento positivo, de Peale, o Medicina popular, del doctor Vermont, casi seguro). Desprovisto de sus ropas, indefenso, él se sentía atrapado entre los dos.

Sorbió un poco de su batido, mientras Ruby salía. Apenas sintió el sabor.

El señor Keene esperó a que se cerrase la puerta y volvió a esbozar su sonrisa de sol sobre mica.

—Tranquilízate, Eddie, que no voy a morderte. Ni a hacerte daño.

Eddie asintió, porque el señor Keene era adulto y siempre había que dar la razón a los adultos, costase lo que costase (eso le había enseñado su madre). Por dentro pensaba: Oh, ya me han dicho esas mentiras. Era lo mismo que decía el médico cuando abría el esterilizador y dejaba escapar su atemorizante olor a alcohol. Era el olor de las inyecciones. Y éste era el olor de las mentiras. Todo se reducía a lo mismo: cuando los mayores decían que iba a ser sólo un pequeño pinchazo, que no dolía nada, eso significaba que iba a doler mucho.

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