It (Eso) – Stephen King

—¡Pero está herido! Su brazo…

—Es igual que l-l-la vez p-pasada —dijo Bill. Se puso de pie y la sujetó por los brazos para mirarla a la cara—. En c-c-cuanto s-s-salgamos del gru-grupo, en cuant-t-to demos p-p-participación a la ci-a la ciudad…

—Me arrestarán por asesinato —completó Eddie, inexpresivo—. O nos arrestarán a todos. O nos detendrán, algo así. Después habrá un accidente, uno de esos accidentes especiales que sólo se producen en Derry, Tal vez nos encierren en la cárcel y un ayudante del comisario enloquezca y nos mate a todos. Tal vez muramos de botulismo o decidamos ahorcarnos en la celda.

—¡Eddie, eso es una locura! Es…

—¿Te parece? —preguntó él—. Recuerda que estamos en Derry.

—¡Pero ahora somos adultos! No pensarás que… Es decir… Él vino en medio de la noche…, te atacó…

—¿Con qué? —preguntó Bill—. ¿D-d-dónde está la n-navaja?

Beverly miró alrededor y se puso de rodillas para buscar debajo de la cama.

—No te molestes —dijo Eddie con la misma voz débil y sibilante—. Le golpeé el brazo con la puerta cuando trató de apuñalarme. El arma se le cayó y yo la pateé. Cayó bajo el televisor. Ahora ha desaparecido. Ya busqué.

—Llama a los o-o-otros, B-Beverly —indicó Bill—. C-creo que po-podré entablillar el b-b-brazo de Ed-de Eddie.

Ella lo miró por un largo instante, luego volvió a clavar la vista en el cadáver. A su modo de ver, esa habitación contaría una historia perfectamente clara a cualquier policía que tuviera dos dedos de frente. Aquello era un revoltijo. Eddie tenía un brazo fracturado. Bowers estaba muerto. Era, obviamente, un caso de defensa propia contra un atracador nocturno. Y entonces se acordó del señor Ross. Del señor Ross, que había echado un vistazo y después, simplemente, había plegado su periódico para entrar en su casa.

En cuanto salgamos del grupo, en cuanto demos participación a la ciudad…

Recordó a Bill de niño, pálido, cansado, medio enloquecido. Bill, diciendo: Derry es Eso. ¿Comprendéis? A cualquier lugar que vayamos…, cuando nos coja, nadie verá, nadie oirá, nadie se dará cuenta. ¿Comprendéis cómo es? No podemos sino tratar de terminar lo que empezamos.

Y Beverly, mientras miraba el cadáver de Henry, pensó: Los dos están diciendo que otra vez nos hemos vuelto fantasmas. Que todo empieza a repetirse. Todo. De niña pude aceptarlo, porque los niños son casi fantasmas. Pero…

—¿Estás seguro? —preguntó, desesperada—. ¿Estás seguro, Bill?

Él se había sentado en la cama, junto a Eddie, y le tocaba el brazo con suavidad.

—¿T-t-tú no? —preguntó—. ¿D-d-después de t-todo lo que pa-pasó hoy?

Sí. Todo lo que había ocurrido. La horrible confusión al final del almuerzo. La bella anciana que se había convertido en una bruja ante sus ojos,

(mi padre también era mi madre)

la serie de relatos en la biblioteca, esa noche, con los fenómenos agregados. Todo eso. Aun así… su mente le gritaba, desesperadamente, que detuviera eso, que lo parara con cordura, porque de lo contrario terminarían la noche bajando a Los Barrens, en busca de cierta estación de bombeo, y…

—No sé —dijo—, en verdad…, no sé. Aun después de todo lo que ha pasado, Bill, me parece que podríamos llamar a la policía. Tal vez.

—Lla-llama a los o-o-otros —repitió él—. V-v-veremos qué pi-piensan.

—Está bien.

Llamó primero a Richie; después, a Ben. Ambos prometieron ir inmediatamente, sin preguntar qué había pasado. Buscó en la guía el número de Mike y lo marcó. No hubo respuesta; después de diez o doce timbrazos, colgó.

—Llama a la b-b-biblioteca —dijo Bill.

Había sacado los rieles de la cortina y estaba ligándolos firmemente al brazo de Eddie, con el cinturón de su bata y el cordón de su pijama.

Antes de que ella pudiera hallar el número se oyó un golpe en la puerta. Ben y Richie habían llegado juntos. Ben estaba vestido con vaqueros y camisa suelta; Richie, con un par de elegantes pantalones de algodón y la chaqueta del pijama. Sus ojos recorrieron cautelosamente la habitación detrás de las gafas.

—Por Dios, Eddie, ¿qué ha ocurrido?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ben. Había visto a Henry en el suelo.

—¡S-s-silencio! —ordenó Bill—. Y cerrad la puerta.

Richie obedeció con los ojos fijos en el cadáver.

—¿Es Henry?

Ben dio tres pasos hacia el cuerpo y se detuvo como si temiera que fuese a morderlo. Miró a Bill, desolado.

—C-c-cuenta tú —dijo Bill a Eddie—. Este m-m-maldito t-t-tartamudeo v-v-va de mal e-e-en p-peor.

Eddie esbozó lo que había pasado mientras Beverly buscaba el número de la Biblioteca Pública de Derry y llamaba. Tal vez Mike se hubiese quedado dormido allí; hasta era posible que tuviese un catre en su oficina. Lo que no esperaba era lo que ocurrió: al segundo timbrazo alguien contestó. Una voz que ella no conocía dijo «¿Sí?».

—Hola —respondió ella, mirando a los otros, mientras hacía un gesto con la mano para que guardaran silencio—. ¿Puede decirme si el señor Hanlon está ahí?

—¿Quién habla? —preguntó la voz.

Ella se humedeció los labios con la lengua. Bill la miraba fijamente. Ben y Richie se habían vuelto hacia ella. Empezó a sentir verdadera inquietud.

—Antes dígame quién es usted —contraatacó—. No es el señor Hanlon.

—Soy Andrew Rademacher, jefe de policía de Derry —dijo la voz—. En este momento el señor Hanlon está en el hospital municipal. Fue atacado y gravemente herido hace un rato. Bien, ¿quiere decirme quién es usted? Necesito su nombre.

Pero ella apenas oyó la última parte. El espanto la recorría en oleadas elevándola cada vez más, vertiginosamente, como si la sacara de ella misma. Se le aflojaron el vientre, las ingles y las piernas. Así debe de ser —pensó—, cuando la gente se orina por causa de un susto. Claro. Uno pierde control de esos músculos…

—¿En qué estado se encuentra? —se oyó preguntar, con voz de papel.

Un segundo después, Bill estaba a su lado poniéndole una mano en el hombro. Y Ben y Richie. Sintió un arrebato de gratitud hacia ellos. Estiró la mano libre y Bill se la tomó. Richie puso su mano sobre la de Bill. Ben agregó la suya. Eddie, que se había acercado, las coronó con su mano sana.

—Quiero que me diga quién es usted, por favor —insistió Rademacher, enérgico.

Por un momento, la ovejita miedosa que llevaba dentro, criada por su padre y atendida por su esposo, estuvo a punto de responder: «Soy Beverly Marsh y estoy en el hotel «Town House». Por favor, envíe al señor Nell. Aquí hay un muerto que es aún medio niño y tenemos mucho miedo».

Pero dijo:

—Temo…, temo no poder decírselo. Al menos, por el momento.

—¿Qué sabe usted de esto?

—Nada —dijo, asustada—. ¿Por qué se le ocurre que debo saber algo? ¡Por Dios!

—¿Usted tiene por costumbre llamar a la biblioteca a las tres de la mañana? —observó Rademacher—. Déjese de tonterías, señorita. Se trata de un ataque, y por lo que hemos visto, bien podría ser asesinato antes del amanecer. Se lo preguntaré otra vez: ¿Quién es usted y qué sabe de esto?

Ella cerró los ojos apretando la mano de Bill con todas sus fuerzas y volvió a preguntar:

—¿Tan grave está como para morir? ¿No dice eso sólo para asustarme? Por favor, dígame si va a morir.

—Está muy malherido. Y si eso no la asusta, señorita, debería hacerlo. Ahora dígame su nombre y por qué…

Como en un sueño, ella vio que su mano flotaba por el espacio y colgaba el auricular en su sitio. Miró a Henry y sintió un impacto tan firme como una bofetada fría. Uno de los ojos del cadáver se había cerrado. El otro, el destrozado, supuraba tan desnudamente como antes.

Henry parecía estar haciéndole un guiño.

4

Richie llamó al hospital mientras Bill llevaba a Beverly a la cama, donde se sentó con Eddie. Tenía la mirada perdida en el espacio. Quiso llorar, pero no había lágrimas. La única sensación de la que cobró inmediata y fuerte conciencia fue el deseo de que alguien cubriera a Henry Bowers. Ese guiño no le gustaba nada.

En un instante aturdidor, Richie se convirtió en periodista del Derry News. Tenía entendido que el señor Michael Hanlon, jefe de bibliotecarios de la ciudad, había sido atacado mientras trabajaba, a altas horas de la noche. ¿Qué declaraciones podía hacer el hospital sobre el estado del señor Hanlon?

Escuchó, asintiendo.

—Comprendo señor Kerpaskian… ¿Su apellido se escribe las dos veces con K? Sí. Muy bien. Y usted es…

Escuchó, ya tan convencido de su propio papel que hizo garabatos con un dedo, como si escribiera en una libreta.

—Ajá…, ajá…, sí. Sí, comprendo. Bueno, lo que hacemos habitualmente, en casos como éste, es citarlo como «una fuente». Después, más adelante, podemos… ajá… ¡Perfecto! —Richie rió sonoramente y se secó el sudor de la frente con la manga. Escuchó otra vez—. Muy bien, señor Kerpaskian. Sí, voy a… Sí, lo tengo: K-E-R-P-A-S-K-I-A-N. Judío checo, ¿verdad? ¡No me diga! Qué… qué original. Sí, lo haré. Buenas noches. Gracias.

Colgó y cerró los ojos.

—¡Dios! —exclamó en voz baja y gruesa—. ¡Dios, Dios, Dios!

Hizo ademán de arrojar el teléfono al suelo, pero dejó caer la mano. Se quitó las gafas y las limpió con la chaqueta del pijama.

—Está con vida, pero en grave estado —dijo a los otros—. Henry lo trinchó como a un pavo de Navidad. Una de las puñaladas le cortó la arteria femoral; ha perdido toda la sangre que se puede perder sin morir. Parece que pudo aplicarse una especie de torniquete; de lo contrario lo habrían encontrado muerto.

Beverly se echó a llorar, como una criatura, con las manos pegadas a la cara. Por un momento, sus sollozos y la respiración sibilante de Eddie fueron los únicos ruidos en la habitación.

—Mike no fue el único trinchado como un pavo de Navidad —dijo Eddie, por fin—. Henry parecía venir de la guerra.

—¿Todavía quieres ir a la policía, Bev?

Había pañuelos de papel en la mesita de noche, pero convertidos en una masa empapada, en medio de un charco de agua Perrier. Beverly fue al baño, dando un rodeo al pasar junto a Henry. Tomó una esponja y la empapó de agua fría. Surtió un efecto delicioso contra su cara hinchada y caliente. Se sintió capaz de pensar otra vez con claridad; con racionalidad no: con claridad. De pronto estaba segura de que la racionalidad los mataría si trataban de usarla en esas circunstancias. Ese policía: Rademacher. Tenía sospechas. ¿Y por qué no? Nadie llama a una biblioteca a las tres y media de la madrugada. Había supuesto cierta culpabilidad. ¿Qué supondría si se enteraba de que ella había llamado desde una habitación donde había un cadáver en el suelo, con una botella rota clavada en las entrañas? ¿Que ella y otros cuatro desconocidos habían vuelto el día anterior a la ciudad para una pequeña reunión y que ese tío había pasado por casualidad? ¿Habría creído ella misma en semejante historia, en la situación inversa? ¿Quién podía creerla? Naturalmente, podían apuntalar el relato agregando que habían vuelto para acabar con el monstruo que vivía en las cloacas de la ciudad. Eso agregaría, sin duda, una nota de convincente realismo.

Salió del baño y miró a Bill.

—No —dijo—, no quiero ir a la Policía. Creo que Eddie tiene razón: podría pasarnos algo, algo concluyente. Pero no es ésa la verdadera razón. —Miró a los otros cuatro—. Lo juramos —dijo—. Todos juramos. El hermano de Bill…, Stan…, todos los otros… y ahora Mike. Estoy dispuesta, Bill.

Él miró a los otros.

Richie asintió:

—Está bien, Gran Bill. Intentémoslo.

Ben dijo:

—Las posibilidades parecen más escasas que nunca. Ya faltan dos.

Bill no dijo nada.

—Bueno —agregó Ben—, ella tiene razón. Lo juramos.

—¿E-e-eddie?

Eddie sonrió débilmente.

—Parece que tendréis que bajarme otra vez por esa escalerilla. Si es que todavía sigue allí.

—Esta vez no habrá nadie que tire piedras —apuntó Beverly—. Los tres han muerto.

—¿Lo hacemos ahora, Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí —respondió Bill—. C-creo que es ho-o-ra.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Ben, abruptamente.

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