It (Eso) – Stephen King

5

Si Mike tropezó con Henry Bowers y su no muy alegre banda aquel mismo día, fue por ser víspera del glorioso 4 de julio. La escuela religiosa tenía una banda en la que Mike tocaba el trombón. El día 4, la banda marcharía en el desfile anual tocando himnos y marchas. Era una ocasión que Mike esperaba ansiosamente desde hacía más de un mes.

Fue caminando al último ensayo porque su bicicleta tenía la cadena salida. Debía estar allí a las dos y media, pero salió de su casa a la una, porque quería limpiar su trombón, guardado en la sala de música, hasta que brillara. Aunque sus ejecuciones no eran mucho mejores que las voces de Richie, le gustaba el instrumento; cuando se sentía triste, media hora de trombonazos le animaba a la perfección. Llevaba en un bolsillo una lata de pulidor de metales y, colgando de la cadera, dos o tres trapos limpios. Nada más lejos de sus pensamientos que la existencia de Henry Bowers.

Si hubiera echado un vistazo atrás al aproximarse a Neibolt Street, todo habría cambiado, pues allí estaban Henry, Victor, Belch, Peter Gordon y Moose Sadler, detrás de él, a lo ancho de toda la carretera. Y si ellos hubieran salido de la casa de Bowers cinco minutos después, cuando Mike estuviese ya fuera de vista, tras la loma siguiente, la apocalíptica batalla a pedradas y todo lo que siguió habrían sucedido de otro modo o nada de todo eso habría pasado.

Pero fue el mismo Mike, años después, quien sugirió que ninguno de ellos, tal vez, era dueño de sus propios actos en los eventos de ese verano; que si la suerte y el libre albedrío hubieran desempeñado algún papel, había sido ínfimo. Señalaría varias coincidencias sospechosas en aquel almuerzo del reencuentro, pero había una, al menos, de la que él no tenía conciencia.

Aquel día, la reunión en Los Barrens se interrumpió cuando Stan Uris sacó los cohetes y el Club de los Perdedores se encaminó al vertedero para hacerlos estallar. Mientras tanto, Victor, Belch y los otros habían ido a la granja de los Bowers porque Henry tenía cohetes, buscapiés y M-80 (cuya posesión se convertiría en delito pocos años después). Los gamberros pensaban bajar a la carbonera del patio del ferrocarril para hacerlos estallar.

Ninguno de ellos, ni siquiera Belch, iba a la granja de los Bowers en circunstancias ordinarias, principalmente porque el padre de Henry estaba loco, pero también porque siempre terminaban ayudando a Henry con sus trabajos: arrancar hierbas, recoger interminablemente las piedras, cortar leña, cargar agua, enfardar heno y cosechar lo que estuviese maduro en ese momento. Esos chicos no eran alérgicos al trabajo exactamente, pero bastante tenían que hacer en sus propias casas sin necesidad de sudar por el chiflado de Butch, a quien no le importaba mucho quién recibiese sus golpes. Una vez había pegado a Victor Criss con un leño por dejar caer un cesto de tomates que llevaba al puesto de la carretera. Recibir un leñazo no era nada agradable, pero lo peor era que Butch Bowers había canturreado: «¡Voy a matar a todos los japoneses! ¡Voy a matar a todos los japoneses, qué joder!», mientras le pegaba.

Belch Huggins, tonto como era, había sabido expresarlo perfectamente al decir a Victor cierta vez, dos años antes: «Con los locos no se jode». Y Victor, riendo, había estado de acuerdo.

Pero el canto de sirena de esos cohetes había sido irresistible.

—Te propongo una cosa, Henry —dijo Victor, cuando Henry lo llamó, a las nueve de la mañana, para invitarlo—. Nos encontramos en la carbonera a eso de la una. ¿Qué te parece?

—Si vas a la carbonera a eso de la una no me encontrarás —respondió Henry—. Tengo demasiado que hacer. Si apareces a las tres, me encontrarás. Y el primer M-80 te estallará directamente en el culo, Vic.

Vic, tras una breve vacilación, accedió a ayudarlo.

Los otros también fueron. Entre los cinco, todos chicos corpulentos que trabajaron como esclavos, las tareas estuvieron terminadas en las primeras horas de la tarde. Cuando Henry preguntó a su padre si podía irse, Bowers se limitó a mover lánguidamente la mano. Ya se había instalado en el porche trasero para pasar la tarde con una botella de sidra junto a la mecedora y la radio portátil en la barandilla (esa tarde, los Red Sox jugaban con los Senators de Washington, perspectiva que habría dado escalofríos a cualquiera que no estuviera loco de atar). Cruzada sobre el regazo tenía una espada japonesa desenvainada, recuerdo de la guerra que, según contaba, había arrancado al cuerpo de un japonés moribundo, en la isla de Tarawa (en realidad, la había cambiado por seis botellas de cerveza y tres cigarrillos de marihuana, en Honolulu). En aquellos tiempos, Butch siempre sacaba su espada cuando bebía. Y como todos los chicos, incluido su propio hijo, estaban secretamente convencidos de que, tarde o temprano, atacaría a alguien con ella, lo mejor era poner distancia cuando aparecía en el regazo de Butch.

Los chicos acababan de salir a la carretera cuando Henry divisó a Mike Hanlon, allá delante.

—¡Es el negro! —dijo, con los ojos encendidos como los de un niño que espera la inminente llegada de Papá Noel.

—¿El negro? —Belch Huggins parecía desconcertado, porque muy rara vez veía a los Hanlon. De pronto, sus ojos turbios se iluminaron—. ¡Ah, el negro, sí! ¡Vamos a atraparlo, Henry!

Belch salió en un galope atronador. Los otros iban a seguirlo cuando Henry lo sujetó y tiró de él hacia atrás. Henry tenía más experiencia que sus compañeros tratándose de perseguir a Mike Hanlon; sabía que atraparlo no era cosa fácil. Ese negrito corría, sí.

—No nos ve. Caminemos rápido hasta que nos descubra. Así acortaremos la distancia.

Así lo hicieron. Para un observador habría podido ser divertido: los cinco parecían participantes en esa peculiar competencia olímpica del decathlón. La respetable tripa de Moose Sadler subía y bajaba bajo la remera. La cara de Belch iba cubierta de sudor y no tardó en ponerse roja. Pero la distancia entre ellos y Mike se acortaba: doscientos metros, ciento cincuenta, cien… Y hasta ese momento, el negrito sambo no había mirado hacia atrás. Se lo oía silbar.

—¿Qué le vas a hacer, Henry? —preguntó Victor Criss, en voz baja.

Parecía sólo interesado, pero en verdad estaba preocupado. En los últimos tiempos, Henry lo preocupaba cada vez más. No le molestaba que quisiera dar a Hanlon una paliza, desgarrarle la camisa o arrojar sus pantalones a la rama de un árbol, pero no estaba muy seguro de que fuera eso lo que Henry tenía pensado. Ese año habían tenido varios encuentros desagradables con los niñatos de la escuela primaria municipal a los que su amigo llamaba «las mierditas secas». Henry estaba acostumbrado a dominarlos y aterrorizarlos, pero desde marzo venían burlándolo una y otra vez. Habían perseguido a uno de ellos, Tozier, el cuatro-ojos, hasta Freese, sólo para perderlo cuando parecían tenerlo seguro. Y en el último día de clases, el chico Hanscom…

Pero a Victor no le gustaba pensar en eso.

Lo que le preocupaba era esto, simplemente: que Henry pudiera llegar DEMASIADO LEJOS. Qué era DEMASIADO LEJOS, prefería no pensarlo. Pero su intranquilo corazón planteaba la pregunta, de cualquier modo.

—Lo atraparemos y lo llevaremos a la carbonera —dijo Henry—. Tengo pensado ponerle un par de cohetes en los zapatos para ver si baila.

—Pero los M-80 no, Henry, ¿eh?

Si Henry pretendía algo así, Victor se largaría. Con un M-80 en cada zapato, ese negro perdería los pies, y eso si era llegar DEMASIADO LEJOS.

—De ésos tengo sólo cuatro —dijo Henry, sin apartar la vista de la espalda de Mike Hanlon. La distancia se había reducido a setenta y cinco metros, de modo que habló en voz baja—. ¿O te crees que voy a desperdiciar dos en un negro roñoso?

—No, Henry, claro.

—Le pondremos sólo un par de cohetes en los zapatos —dijo Henry—. Después lo dejaremos desnudo y arrojaremos la ropa a Los Barrens. A lo mejor, al ir a buscarla se enreda en hidra venenosa.

—También podemos revolcarlo en el carbón —dijo Belch. Sus ojos, antes opacos, estaban relucientes—. ¿Te parece bien, Henry? ¿No es bárbaro?

—Bárbaro, sí —respondió el otro, de un modo indiferente que a Victor no terminó de gustarle—. Lo revolcaremos en el carbón tal como lo revolqué en el barro la vez pasada. Y… —Henry sonrió, mostrando los dientes que ya empezaban a estropearse, aunque sólo tenía doce años—. Tengo que decirle algo. Creo que la vez pasada no me oyó.

—¿De qué se trata, Henry? —preguntó Peter. Peter Gordon sólo sentía interés y entusiasmo. Provenía de una de las «buenas familias» de Derry. Vivía en Broadway Oeste y, dentro de dos años, lo enviarían al instituto de Groton… por lo menos, eso creía él, aquel 3 de julio. Era más inteligente que Vic Criss pero como no llevaba mucho tiempo en el grupo, no se daba cuenta del modo en que Henry iba degenerando.

—Ya te enterarás —dijo Henry—. Ahora cállate, que nos estamos acercando.

Estaban a veinticinco metros de Mike. Henry iba a abrir la boca para ordenar el ataque cuando Moose Sadler disparó el primer cohete del día. Moose había comido tres platos de judías la noche anterior y el pedo sonó casi tan fuerte como un disparo.

Mike se volvió. Henry vio que dilataba los ojos.

—¡Cogedlo! —aulló.

Mike permaneció petrificado por un instante. Luego salió a toda carrera para salvar la vida.

6

Los Perdedores se abrieron paso entre los bambúes de Los Barrens en este orden: Bill, Richie; Beverly, que caminaba esbelta y bonita con sus vaqueros y su blusa blanca, sin mangas; Ben, que trataba de no bufar demasiado (aunque ese día hacia más de 27 grados, se había puesto una de sus sudaderas holgadas); Stan, y Eddie, que cerraba la marcha, con la boca de su inhalador asomando por el bolsillo delantero.

Bill había caído en una fantasía de «safari en la jungla», como solía ocurrir cuando caminaba por esa parte de Los Barrens. Las cañas, altas y blancas, limitaban la visibilidad al sendero que ellos habían abierto. La tierra era negra y elástica, con parches mojados que era preciso esquivar o pasar de un salto, si uno no quería embarrarse los zapatos. Los charcos de agua estancada tenían extraños colores desteñidos de arco iris. En el aire flotaba un hedor compuesto a medias por el vertedero y la vegetación podrida.

Bill se detuvo en un recodo del Kenduskeag y se volvió hacia Richie.

—T-t-tigre adelante, T-t-tozier.

Richie, con un gesto de asentimiento, giró hacia Beverly.

—Un tigre —susurró.

—Un tigre —repitió ella a Ben.

—¿Comehombres? —preguntó Ben, conteniendo el aliento para no jadear.

—Está cubierto de sangre —fue la respuesta.

—Tigre comehombres —murmuró Ben a Stan.

Y éste pasó la noticia a Eddie, cuyo flaco rostro estaba extático de entusiasmo.

Desaparecieron en el cañaveral dejando mágicamente desierto el sendero de tierra negra que lo recorría en curva. El tigre pasó frente a ellos y todos lo tuvieron casi a la vista: pesado, tal vez doscientos kilos, todo músculos que se movían con gracia y potencia bajo la seda de su pelaje a rayas. Casi vieron sus ojos verdes y las motas de sangre que le rodeaban el hocico después del último grupo de guerreros pigmeos que se había comido vivos.

Las cañas repiquetearon levemente, con un ruido a un tiempo musical y fantasmagórico, y todo volvió a quedar en silencio. Podría haber sido un soplo de la brisa estival… o el paso de un tigre africano, camino a la parte de Los Barrens que daba a Old Cape.

—Se ha ido —dijo Bill.

Soltó el aliento contenido y volvió al sendero. Los otros lo imitaron.

Richie era el único que estaba armado: mostró una pistola detonadora con la culata envuelta en cinta aislante y dijo, ceñudo:

—Si te hubieras apartado, Bill, habría podido abatirlo de un tiro.

Y se ajustó las gafas viejas al puente de la nariz con la boca del arma.

—Hay wa-wa-watusis por aquí —explicó Bill—. No puedes arries-arriesgarte a q-q-que se oiga el disparo. ¿Q-q-quieres que nos c-c-caigan encima?

—Ya —murmuró Richie, convencido.

Bill les indicó que siguieran con un ademán del brazo y todos volvieron a avanzar por el sendero que se estrechaba al terminar el cañaveral. Salieron a la ribera del Kenduskeag donde había una serie de piedras grandes para cruzar el río. Ben les había enseñado a colocarlas. Se cogía una piedra grande y se la dejaba caer en el agua; luego se buscaba otra y se la dejaba caer, estando de pie en la primera y así sucesivamente, hasta que se había cruzado el río (que allí, a esa altura del año, tenía sólo treinta centímetros de profundidad y mostraba bancos de arena en los bajíos) sin haberse mojado los pies. El truco era tan simple que parecía cosa de niños, pero a nadie se le había ocurrido hasta que Ben lo explicó. Tenía habilidad para ese tipo de cosas, pero lo demostraba sin hacer que uno se sintiera estúpido.

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