It (Eso) – Stephen King

Beverly vio al señor Ross levantarse y, mirándola, plegar su diario para entrar, sencillamente, en la casa. Nadie verá nada, nadie oirá nada, nadie se dará cuenta. Y mi padre

(quítate los pantalones)

había querido matarla.

Mike recordó su almuerzo con Bill. La madre de su amigo, perdida en su propio mundo de sueños, como si no viera a ninguno de los dos, se había quedado leyendo una novela de Henry James mientras los chicos hacían sándwiches para devorarlos de pie ante la mesa. Richie recordó la casa de Stan, limpia, pero completamente desierta. Stan se había llevado una pequeña sorpresa pues su madre casi siempre estaba en casa a la hora del almuerzo y, en las pocas ocasiones en que se ausentaba, no olvidaba dejar una nota diciendo a dónde podría buscarla. Faltaba el coche; eso era todo. «Probablemente fue de compras con su amiga Debora», comentó Stan, con el ceño algo fruncido mientras se dedicaba a preparar sándwiches de huevo. Richie lo había olvidado hasta ese momento. Eddie pensó en su madre, que lo había visto salir con su tablero de parchís sin repetir ninguna de las advertencias acostumbradas: «Ten cuidado, Eddie, busca refugio si llueve, no vayas a jugar brusco, Eddie». No le había preguntado si llevaba el inhalador, no le había indicado a qué hora debía regresar a casa ni lo había prevenido contra «esos chicos rudos con los que vas». Simplemente había seguido mirando su telenovela como si él no existiera.

Como si él no existiera.

Una versión del mismo pensamiento pasó por la mente de los seis: en algún momento, entre la mañana y la hora del almuerzo, habían dejado de existir convertidos en simples fantasmas.

Fantasmas.

—Bill —dijo Stan, ásperamente—, ¿y si cruzamos? ¿Por Old Cape?

Bill meneó la cabeza.

—N-n-no creo. Q-q-qued-quedaríamos at-t-t-trapados en el ba-bambú…, el p-p-pantano… o hab-habría p-p-pirañas de v-v-verdad en el K-K-kend-d-d-duskeag… O a-a-algo a-así.

Cada uno imaginó el mismo fin a su modo. Ben vio arbustos que, de pronto, se convertían en plantas carnívoras. Beverly vio sanguijuelas voladoras, como las que habían salido de aquella vieja nevera. Stan vio que la tierra lodosa del cañaveral vomitaba los cadáveres vivientes de niños atrapados en la famosa ciénaga. Mike Hanlon imaginó pequeños reptiles con horribles dientes aserrados que brotaban súbitamente por la grieta de un árbol hendido, atacándolos para hacerlos pedazos. Richie vio el Ojo Reptante que caía sobre ellos desde el puente de ferrocarril. Y Eddie imaginó al grupo trepando por el terraplén de Old Cape, sólo para encontrarse, al llegar a la cima, con el leproso cuya piel floja hervía de escarabajos y gusanos.

—Si pudiéramos salir de la ciudad… —murmuró Richie.

Hizo una mueca dolorida, mientras un trueno le gritaba su furiosa negativa desde el cielo. Llovió otro poco. Por el momento, apenas eran chubascos, pero pronto se iniciaría algo más serio, verdaderos torrentes. La calinosa paz del día ya había desaparecido por completo, como si nunca hubiera existido.

—Si pudiéramos salir de esta maldita ciudad —concluyó—, estaríamos a salvo.

Beverly empezó a decir:

—Bip-b…

Y una roca surgió de entre los matorrales alcanzando a Mike en un costado de la cabeza. El chico retrocedió, tambaleándose, manando sangre por su densa gorra de motas. Habría caído si Bill no lo hubiera sujetado.

—¡Ya te enseñaré yo a tirar piedras! —La voz de Henry llegó hasta ellos, burlona.

Bill vio que los otros miraban alrededor con ojos desorbitados, listos para huir en seis direcciones diferentes. Si lo hacían, aquello era cosa terminada.

—¡B-b-ben!

Ben lo miró.

—Tenemos que huir, Bill. Están…

Otras dos piedras salieron lanzadas de los matorrales. Una golpeó a Stan en el muslo, arrancándole un grito, más de sorpresa que de dolor. Beverly esquivó la segunda piedra, que rebotó en el suelo y pasó por la trampilla.

—¿Re-recuerdas e-e-el pr-primer día que e-e-estuviste aq-quí —gritó Bill para hacerse oír por encima del trueno—, cuc-cuándo t-terminaron las cla-cla-clases?

—¡Bill! —gritó Richie.

Bill lo silenció con un ademán de la mano; sus ojos permanecían fijos en Ben, como clavándolo en su sitio.

—Claro —dijo Ben, tratando, angustiado, de mirar a todas partes al mismo tiempo.

Los arbustos ondulaban ya salvajemente, casi como por impulso de un oleaje.

—El de-de-desagüe —dijo Bill—. La e-e-est-estación de b-bombeo. P-por ahí deb-debemos en-entrar. ¡Llévanos!

—Pero…

—¡Llé-llévanos!

De entre los arbustos surgió una fusilada de piedras. Por un momento, Bill vio la cara de Victor Criss, como asustada, drogada y ávida, todo a un tiempo. De inmediato, una piedra le golpeó en el pómulo, entonces le tocó a Mike sostener a Bill para que no cayera. Por un momento no pudo ver claro. Sentía la mejilla entumecida. Por fin recuperó la sensibilidad en dolorosos latidos y sintió que la sangre le corría por la cara. Se limpió la mejilla, haciendo una mueca al tocar el doloroso bulto que se estaba levantando allí. Miró la sangre y se limpió las manos en los vaqueros. El viento fresco le enredó el pelo.

—¡Así aprenderás a tirar piedras, jodido tartamudo! —gritó Henry, medio riendo.

—¡Ll-llé-llévanos! —chilló Bill.

Ahora comprendía por qué había enviado a Eddie en busca de Ben. Era a esa estación de bombeo adonde tenía que ir, esa misma y sólo Ben sabía exactamente cuál era; había varias en ambas riberas del Kenduskeag a intervalos irregulares.

—¡É-é-ése es el lug-lugar! ¡La ent-entrada! ¡El m-m-modo de lle-llegar a Eso!

—¡Bill, no puedes saber semejante cosa! —gritó Beverly.

Él vociferó, furioso:

—¡Lo sé!

Ben tardó un instante, humedeciéndose los labios, con la vista fija en Bill. Por fin partió a toda carrera por el claro encaminándose al río. Un relámpago brillante cruzó el cielo, blanco y purpúreo, seguido por un trueno desgarrado que hizo vacilar a Bill sobre sus pies. Un fragmento de piedra del tamaño de un puño pasó junto a su nariz y dio contra las nalgas de Ben. El chico chilló de dolor y se llevó la mano al trasero.

—¡Toma ya, gordo! —gritó Henry, con la misma voz entre risueña y vociferante. Los arbustos susurraron. Henry apareció en el momento en que la lluvia dejaba de amenazar para convertirse en un verdadero diluvio. El agua le corría por el pelo muy corto entrándole en los ojos, bañándole las mejillas. Su sonrisa mostraba todos los dientes—. Así aprenderás a tirar p…

Mike había encontrado uno de los pedazos de madera que habían sobrado al hacer la trampilla. Arrojado con fuerza, dio dos vueltas en el aire y golpeó a Henry en la frente. El chico soltó un grito dándose una palmada en ese sitio como quien ha tenido una idea brillante, y cayó sentado.

—¡Co-co-corred! —aulló Bill—. ¡Se-se-seguid a B-b-ben!

Más manoteos y tropezones entre los matorrales. Mientras el resto de los Perdedores corría tras Ben Hanscom, aparecieron Victor y Belch. Henry se levantó y los tres iniciaron la persecución.

Aún más adelante, cuando Ben hubo recordado el resto del día, de la carrera entre los matorrales sólo conservaba una serie de imágenes confusas. Recordaba ramas sobrecargadas de hojas chorreantes que le golpeaban la cara duchándolo con agua fría; recordaba que los truenos y los relámpagos parecían interminables. Y recordó también que los gritos de Henry, ordenándole volver y pelear, parecían mezclarse con el ruido del Kenduskeag al que se acercaban. Cada vez que aminoraba la marcha, Bill le daba una palmada en la espalda para obligarlo a darse prisa.

¿Y si no la encuentro? ¿Y si no puedo hallar esa estación de bombeo en especial?

El aliento le desgarraba los pulmones, calientes y con sabor a sangre. Una punzada se le estaba hundiendo en el costado. Sus nalgas cantaban allí donde había golpeado la piedra. Beverly había dicho que Henry y sus amigos querían matarlos, y ahora Ben le creía, sí, sin duda.

Llegaron a la orilla del Kenduskeag tan repentinamente que él estuvo a punto de caer por el borde. Logró no perder el equilibrio, pero el terraplén, socavado por la inundación de primavera, se derrumbó y lo hizo rodar, de cualquier modo, hasta el borde de la corriente precipitada. La camisa se le enroscó hasta el cuello dejando que el lodo se le pegara a la piel.

Bill cayó sobre él y lo levantó de un tirón. Los otros lo siguieron, asomando entre los arbustos que cubrían el terraplén. Richie y Eddie fueron los últimos. Richie sostenía al enyesado por la cintura; las gafas se sostenían precariamente en la punta de la nariz.

—¿Ad-ad-adónde? —gritó Bill.

Ben miró a izquierda y derecha, consciente de que el tiempo era criminalmente corto. El río ya parecía más crecido y el cielo, oscurecido por la lluvia, le había dado un peligroso gris pizarra. Sus orillas estaban sofocadas por la maleza y por árboles achaparrados, que bailaban al compás del viento. Oyó que Eddie sollozaba, tratando de respirar.

—¿Ad-ad-adónde?

—No lo s… —comenzó.

Y entonces vio el árbol inclinado y el hueco abierto abajo por la erosión. Allí se había escondido aquella primera vez. Después de dormitar sin darse cuenta, había oído las voces de Bill y Eddie. Y después habían llegado los gamberros. Vamos, chicos, era un diquecito de mierda.

—¡Por allí! —gritó.

Se encendió otro rayo y entonces Ben pudo oírlo: era un zumbido, como el de un transformador Lionel sobrecargado. Cayó en el árbol. Unos fuegos blanquiazulados chisporrotearon en la base retorcida reduciéndola a astillas y palillos de dientes para gigantes. El árbol cayó hacia el río con un estruendo ensordecedor levantando una alta llovizna. Ben aspiró bruscamente, horrorizado, oliendo algo caliente y demencial. Una centella subió por el tronco del árbol caído, pareció cobrar más brillo y se apagó. Estalló un trueno, no ya sobre ellos sino alrededor, como si se encontraran en el centro mismo de la tormenta. La lluvia caía en torrentes.

Bill lo golpeó en la espalda arrancándolo de esa deslumbrada contemplación de las cosas.

—¡Va-va-vamos!

Ben obedeció chapoteando a lo largo del río con el pelo en los ojos. Llegó al árbol (la pequeña cueva entre las raíces había sido aniquilada) y trepó por él clavando los pies en la corteza húmeda, que le despellejó manos y brazos.

Bill y Richie auparon a Eddie a viva fuerza. Ben lo sujetó cuando caía al otro lado. Los dos rodaron por el suelo y Eddie dio un grito.

—¿Estás bien? —preguntó Ben, a todo pulmón.

—Creo que sí —fue la respuesta.

Eddie se levantó y cogió su inhalador, pero se le escurrió de la mano. Ben lo atrapó en el aire. Su amigo, con una mirada agradecida, se lo llevó a la boca para tomar un resuello.

Richie pasó también. Le siguieron Stan y Mike. Bill subió a Beverly al tronco para que Ben y Richie la sostuviesen por el otro lado. La niña cayó con el pelo aplastado contra la cabeza y los vaqueros azules ya negros.

Bill fue el último. Subió al tronco y pasó las piernas al otro lado. Entonces vio que Henry y los otros dos venían chapoteando hacia ellos. Al deslizarse al suelo por el lado opuesto, gritó:

—¡Pi-pi-piedras! ¡Tirad piedras!

Las había en abundancia allí en la ribera y el tronco caído constituía una barricada perfecta. En un par de segundos, los siete estaban arrojando piedras contra Henry y sus amigos, que ya estaban muy cerca del árbol. Era como disparar a quemarropa. El enemigo tuvo que retirarse chillando de dolor y de ira, golpeados en la cara, el pecho, los brazos y las piernas.

—¿Por qué no nos enseñáis a tirar piedras? —los desafió Richie, mientras arrojaba una del tamaño de un huevo hacia Victor. Dio contra su hombro y rebotó casi verticalmente. El matón dio un grito—. ¡Uau! ¡Ven a enseñarnos, chaval, que aquí aprendemos rápido!

—¡Yiiiiaaaaaá! —aulló Mike—. ¿Os gusta? ¿Os gusta esto?

La respuesta no fue gran cosa. Los gamberros retrocedieron hasta estar fuera del alcance y se arracimaron. Un momento después, trepaban el terraplén, resbalando y tropezando en la tierra húmeda que ya estaba perforada por pequeños arroyuelos, sosteniéndose de las ramas para no caer.

Desaparecieron entre los matorrales.

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