It (Eso) – Stephen King

»Entonces se echó a llorar. Nunca había visto algo tan patético.

»—Cómo anda el mundo —decía—, para que un mier…, un neg…, un tipo pueda ponerle una pistola en la cabeza a un trabajador decente, a plena luz del día, al lado de la carretera.

»—Sí, el mundo ha de estar hecho un picnic para diablos para que pase algo así —reconocí—, pero eso no me importa. Lo único que me importa es saber si quedamos de acuerdo o si quieres aprender a respirar por la nuca.

»Dijo que quedábamos de acuerdo. Y nunca más volví a tener problemas con Butch Bowers. Salvo, tal vez, cuando murió tu perro, Mr. Chips. Y no tengo pruebas de que Bowers haya metido la mano en eso. A lo mejor Chippy comió un cebo envenenado, o algo así.

»Desde ese día nos han dejado bastante tranquilos. Cuando pienso en todo lo que viví, no me arrepiento. Aquí hemos vivido bien. Si a veces sueño con el incendio, bueno, nadie puede vivir una vida natural sin tener pesadillas de vez en cuando».

28 de febrero de 1985

Hace varios días que me senté a escribir la historia del incendio del Black Spot, tal como me la contó mi padre, y todavía no he llegado a ella. Creo que es en El señor de los anillos donde uno de los personajes dice: «Los caminos llevan a otros caminos», que no se puede iniciar camino más fantástico que el que parte del propio umbral y lleva a la acera, pues desde ahí se puede ir… bueno, a cualquier parte. Lo mismo ocurre con los relatos. Uno lleva al siguiente, y a otro, y a otro; tal vez van en la dirección que uno deseaba, pero tal vez no. Quizá, a fin de cuentas, lo que importa es la voz que narra y no la narración en sí.

Es su voz lo que recuerdo, la voz de mi padre, baja y lenta, sus risas entre dientes, a veces, sus carcajadas francas. Hace una pausa para encender la pipa o sonarse la nariz; a veces va en busca de una lata de cerveza a la nevera. Esa voz, que es de algún modo, para mí, la voz de todas las voces, la voz de todos los años, la voz última de este lugar: la que no está en las entrevistas de Ives ni en ninguna de las pobres historias de este lugar…, ni en mis propias cintas grabadas.

La voz de mi padre.

Ahora son las diez; la biblioteca cerró hace una hora; afuera se está iniciando una ventisca de las buenas. Oigo que diminutos espéculos de aguanieve golpean las ventanas y el corredor acristalado que lleva a la biblioteca infantil. También oigo otros ruidos: crujidos y suaves choques sigilosos fuera del círculo luminoso donde me he sentado, escribiendo en las hojas amarillas de un bloc. Sólo ruidos de un viejo edificio que se asienta, me digo… pero no sé. No sé si fuera, en algún lugar de esta tormenta, hay un payaso vendiendo globos en la noche.

Bueno… no importa. Creo que, por fin, me he abierto paso hasta el relato final de mi padre. Se lo escuché, en el hospital, no más de seis semanas antes de que muriera.

Yo iba a visitarlo con mi madre todas las tardes, al salir de la escuela, y otra vez al anochecer, solo. Mi madre tenía que quedarse en casa con sus labores, a esa hora, pero insistía en que yo fuera. Iba en mi bicicleta, porque ella no me dejaba hacer autostop, ni siquiera cuatro años después de que terminaron los asesinatos.

Fueron seis semanas difíciles para un chico de sólo quince años. Yo amaba a mi madre, pero llegué a detestar esas visitas nocturnas; lo veía arrugarse y empequeñecerse, veía extenderse y adentrarse en su cara los pliegues del dolor. A veces lloraba, aunque trataba de dominarse. Y cuando llegaba el momento de volver a casa estaba ya oscureciendo, y yo pensaba otra vez en el verano de 1958, y temía mirar hacia atrás, porque allí podría estar el payaso…, o el hombre-lobo…, o la momia de Ben… o mi pájaro. Pero temía, sobre todo, que la forma asumida por Eso, cualquiera fuese, fuera la cara de mi padre, asolada por el cáncer. Entonces pedaleaba tan rápido como me era posible, por mucho que el corazón me tronara en el pecho; entraba tan acalorado y sudoroso que mi madre decía:

—¿Por qué te das tanta prisa, Mikey? Te vas a enfermar.

Y yo decía:

—Quería llegar a tiempo para ayudarte con las tareas.

Entonces ella me daba un beso y un abrazo, diciéndome que era un buen chico.

Con el correr del tiempo, llegó a resultarme difícil encontrar tema de conversación con él. Mientras iba hacia el centro me devanaba los sesos en busca de algo que contarle, temiendo el momento en que ambos nos quedáramos sin nada que decir. Su agonía me asustaba y me ponía furioso, pero también me avergonzaba; entonces y ahora, me parecía que la muerte, para un hombre o una mujer, debería ser algo rápido. El cáncer estaba haciendo más que matarlo: lo degradaba, lo envilecía.

Nunca hablábamos del cáncer, y en algunos de esos silencios yo pensaba que debíamos tocar el tema, que no había nada más; entonces quedábamos desconcertados, como los chicos que se encuentran sin asiento al callar el piano, en el juego de las sillas. Yo entraba en una especie de frenesí, tratando de decir algo, ¡cualquier cosa!, con tal de no reconocer eso que estaba aniquilando a mi padre, el que una vez había aferrado a Butch Bowers por el pelo para clavarle el rifle en el cuello, exigiéndole que lo dejara en paz. Nos veríamos forzados a hablar de eso pero, si lo hacíamos, yo acabaría llorando. No podría contenerme. Y a los quince años creo que nada me asustaba tanto como la idea de llorar delante de mi padre.

Fue durante una de esas pausas interminables, amedrentadoras, cuando volví a preguntarle por el incendio del Black Spot. Esa tarde lo habían llenado de drogas porque el dolor era muy fuerte; él perdía la conciencia y volvía a recuperarla; a veces hablaba con claridad; a veces, en ese idioma exótico que llamo «onirocieno». En ocasiones yo estaba seguro de que se dirigía a mí, pero a ratos me daba la impresión de haberme confundido con su hermano Phil. Si le pregunté por lo del Black Spot no fue por un motivo especial; simplemente, me vino a la cabeza y lo aproveché.

Sus ojos se aclararon y sonrió levemente.

—No te has olvidado de eso, ¿eh, Mikey?

—No, señor —dije, aunque llevaba tres años o más sin acordarme del asunto—. No me lo quito de la cabeza.

—Bueno, te lo contaré. Creo que ya tienes edad, con tus quince años, y tu madre no está aquí para impedírmelo. Además, debes estar enterado. Creo que sólo en Derry podría ocurrir una cosa así, y también debes saber eso. Para que estés prevenido. Para ese tipo de cosas, este lugar parece haber tenido siempre las condiciones adecuadas. Te vas con cuidado, Mikey, ¿verdad?

—Sí —le dije.

—Bueno. —Su cabeza se apoyó otra vez en la almohada—. Así me gusta. —Creí que se adormecería, pues había cerrado los ojos, pero en cambio comenzó a hablar.

»Cuando yo estaba en la base militar aquí, en 1929 y 1930 había un Club de Oficiales, en la colina donde está ahora la escuela municipal de Derry. Estaba justo detrás del PX, donde antes podías comprar un paquete de Lucky Strike por siete centavos. El Club de Oficiales era sólo un gran cobertizo de chapa corrugada, pero por dentro lo habían arreglado muy bien: alfombras, cabinas a lo largo de las paredes, un jukebox. En los fines de semana se podían tomar bebidas suaves… siempre que uno fuera blanco, claro. Casi todos los sábados por la noche llevaban bandas de jazz y era un lugar muy bonito. En el bar no se servían más que gaseosas, porque reinaba la Prohibición, ya sabes, pero decían que, si uno quería, se podían conseguir cosas más fuertes… siempre que uno tuviera estrellita verde en la tarjeta militar. Era como una señal secreta que tenían. Casi siempre era cerveza casera, pero los fines de semana servían cosas más fuertes, a veces. Si uno era blanco, claro.

»Nosotros, los de la Compañía E, no teníamos autorización para acercarnos, por supuesto. Así que cuando teníamos pase para salir por la noche, íbamos a la ciudad. En aquellos tiempos Derry era todavía una ciudad maderera; había ocho o diez bares, casi todos en una zona que llamaban la Manzana del Infierno. Los llamaban “puercos ciegos”, y estaba bien, porque casi todos los clientes actuaban como cerdos mientras estaban dentro y, cuando los echaban, salían casi ciegos. El alguacil y la policía estaban informados, pero esos bares seguían abiertos toda la noche, como en los buenos tiempos de 1890. Supongo que había algunas manos untadas, pero tal vez no tantas como puedes pensar, ni con tanto dinero: en Derry la gente acostumbra hacer la vista gorda. Algunos servían cosas fuertes, además de cerveza; por lo que me han contado, lo que se conseguía en la ciudad era tan bueno como el whisky ilegal y la ginebra casera que servían en el Club de Oficiales para blancos los viernes y sábados por la noche. Esa bebida llegaba desde Canadá, en camiones de pulpa; en su mayor parte, las botellas contenían lo que la etiqueta decía. Las buenas eran caras, pero también había mucho alcohol de quemar, como le llamábamos, que te dejaba una terrible resaca pero no una ceguera; y si quedabas ciego, al menos duraba poco. Por las noches tenías que agachar la cabeza, porque volaban las botellas. Estaban el Nan’s, el Paraíso, el Rincón de Wally, el Dólar de Plata y un bar llamado Cuerno de Pólvora donde a veces se conseguía una prostituta. Oh, en cualquiera de esos bares podías conseguir prostitutas; eso no era nada difícil, pues había muchas interesadas en averiguar si el pan de centeno tenía otro gusto. Pero la gente como yo, Trevor Dawson y Carl Roone, mis amigos de aquellos tiempos, lo pensábamos muy bien antes de buscarnos una prostituta blanca».

Como ya he dicho, esa noche estaba muy drogado. No creo que, de lo contrario, hubiera dicho esas cosas a su hijo de quince años.

—Bueno, no pasó mucho tiempo sin que se presentara un representante del Consejo Municipal pidiendo hablar con el mayor Fuller. Dijo que se trataba de «algunos problemas entre los vecinos y los soldados» y de «preocupaciones del electorado» y de «cuestiones de decencia pública», pero en realidad lo que venía a decir estaba claro como el agua: no quería ver a los negros del ejército en sus pocilgas, molestando a las mujeres blancas y bebiendo alcohol ilegal en un bar donde se suponía que sólo podían entrar los blancos.

»Todo lo cual era ridículo, por cierto. La flor y nata de la femineidad blanca que tanto lo preocupaba era, en su mayoría, un montón de callejeras viejas; en cuanto a molestar a los hombres… Bueno, sólo puedo decir que nunca vi a un miembro del Concejo Municipal en el Dólar de Plata ni en el Cuerno de Pólvora. Los hombres que iban a beber en esas cuevas eran leñadores, hombres con gruesas chaquetas de cuadros, con las manos llenas de cicatrices; a algunos les faltaba un ojo o varios dedos; a casi todos, la mayor parte de los dientes. Y todos olían a leña fresca, aserrín y savia. Llevaban pantalones de franela verde y botas de goma; llenaban el suelo de nieve hasta dejarlo negro. Olían a lo grande, Mikey, y caminaban a lo grande y hablaban a lo grande. Es que eran grandes. Una noche, en el Rincón de Wally, vi que un sujeto desgarraba la manga de su camisa de punta a punta, haciendo pulsos con otro tipo. Pero no fue un desgarrón, simplemente. La manga de esa camisa casi estalló, joder; salió volando de su brazo hecha jirones. Todo el mundo gritaba y aplaudía. Alguien me dio una palmada en la espalda, diciendo: “Eso sí que es un pedo de pulseador, negro.”

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