It (Eso) – Stephen King

—Cielos —murmuró Richie, encendiendo un cigarrillo—. No sé cómo te las arreglaste, Ben.

—Recordando constantemente la cara del entrenador —dijo Ben—. Recordaba su expresión después de estrujarme los pezones en aquel pasillo. Así lo conseguí. Con el dinero que me pagaban por el reparto, me compré vaqueros nuevos y otra ropa; un viejo vecino me abrió otros agujeros en el pantalón; si mal no recuerdo, fueron cinco. Tal vez recordé otra ocasión en que tuve que comprarme vaqueros nuevos: cuando Henry me arrojó a Los Barrens y se me destrozaron.

—Sí —recordó Eddie, sonriendo—. Y me sugeriste lo del batido. ¿Recuerdas eso?

Ben asintió.

—Si me acordé de eso —prosiguió—, fue sólo por un instante; enseguida se borró. Por entonces, en la escuela, inicié el curso de salud y alimentación, y descubrí que se podía comer casi toda la verdura que se deseara sin aumentar de peso. Una noche mi madre preparó una ensalada de lechuga, espinaca cruda, trocitos de manzana y un sobrante de jamón. Nunca me ha gustado mucho esa comida de conejos, pero comí tres raciones y la alabé hasta cansarme.

»Eso ayudó mucho a solucionar el problema. A mi madre no le interesaba mucho lo que yo comiera, siempre que comiera mucho. Me sepultó en ensaladas. Pasé los tres años siguientes comiendo verdura. A veces tenía que mirarme al espejo para asegurarme de que no estuvieran creciéndome las orejas y los dientes de delante.

—¿Y qué pasó con el entrenador? —preguntó Eddie—. ¿Entraste en el equipo de atletismo? —Tocó su inhalador, como si la idea de correr se lo hubiera recordado.

—Oh, sí —dijo Ben—. Los cien y los doscientos metros. Por entonces, había perdido treinta kilos y crecido cinco centímetros, así que la gordura restante estaba mejor distribuida. El primer día de las pruebas para la selección gané los cien metros por seis largos; los doscientos, por ocho. Entonces me acerqué al entrenador, que de furioso habría podido masticar clavos y escupir grapas, y le dije: «Va siendo hora de que vuelva a cosechar maíz de pueblo en pueblo. ¿Cuándo regresa a Kansas?».

»Al principio no dijo nada; se limitó a echar el brazo atrás y plancharme de espaldas en el suelo. Después me dijo que saliera de allí. Que no quería a ninguna lengua larga como yo en su equipo de atletismo.

»“No correría para usted ni aunque me lo ordenara el presidente Kennedy —le dije, limpiándome la sangre de la comisura de la boca—. No voy a exigirle que cumpla con su palabra, sólo porque me puso en marcha… pero la próxima vez que coma mazorcas, acuérdese de mí.”

»Me dijo que, si no me iba de inmediato, me mataría a golpes. —Ben sonreía un poquito…, pero no había nada de agradable en esa sonrisa; tampoco nostalgia, por cierto—. Ésas fueron sus palabras textuales. Todo el mundo nos miraba, incluidos los chicos que habían perdido; parecían bastante avergonzados. Entonces dije: “Voy a decirle una cosa, entrenador: le perdono una, porque es un lamentable fracaso y ya está viejo para mejorar. Pero si llega a ponerme otra vez la mano encima, haré todo lo posible para que pierda este empleo. No sé si podré, pero puedo hacer el intento. Bajé de peso para poder disfrutar de cierta dignidad y vivir un poco más tranquilo. Son cosas por las que vale la pena luchar.”

Bill dijo:

—Todo eso suena estupendo, Ben…, pero mi alma de escritor se pregunta si un chico puede hablar así.

Ben asintió, aun sonriendo con esa sonrisa peculiar.

—Dudo que pueda, si no ha pasado por las cosas que vivimos nosotros. El caso es que yo las dije… y muy en serio.

Bill se quedó pensándolo. Al cabo, asintió.

—Tienes razón.

—El entrenador se echó hacia atrás con los brazos en jarras —dijo Ben—. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Nadie dijo nada. Me alejé y ésa fue la última vez que traté con el entrenador Woodleigh. Cuando mi preceptor me entregó el boletín de materias para el año siguiente, alguien había escrito a máquina la palabra dispensado junto a educación física y tenía las iniciales de él.

—¡Lo derrotaste! —exclamó Richie, sacudiendo los puños sobre la cabeza—. ¡Bravo, Ben!

Ben se encogió de hombros.

—Creo que, antes bien, derroté a una parte de mí mismo. El entrenador me puso en marcha, según creo… pero si me convencí de que podía hacerlo fue por pensar en vosotros. Y lo hice.

Ben volvió a encogerse de hombros, con un gesto encantador, pero Bill creyó ver finas gotas de sudor en la raíz de su pelo.

—Fin de las confesiones. Pero me vendría bien otra cerveza. Hablar da sed.

Mike llamó a la camarera.

Los seis terminaron pidiendo otra ronda y hablaron de asuntos intrascendentes hasta que llegaron las bebidas. Bill contempló su cerveza, observando las burbujas que trepaban por el vidrio. Le divertía y horrorizaba, a un tiempo, darse cuenta de que esperaba con ansias que otro comenzara a hablar de los años transcurridos: que Beverly les hablara de su maravilloso marido (aunque fuera aburrido, como lo son todos los hombres maravillosos), o que Richie Tozier rememorara incidentes divertidos en la emisora, o que Eddie Kaspbrack les contara cómo era, en verdad, Edward Kennedy, y cuánta propina dejaba Robert Redford… o tal vez ofreciera alguna teoría profunda sobre por qué Ben había podido adelgazar y él seguía prendido de su inhalador.

El hecho —pensó Bill— es que Mike empezará a hablar en cualquier momento y no estoy seguro de querer saber lo que va a decirnos. El hecho es que mi corazón está latiéndome un poquito demasiado rápido y que siento las manos un poquito demasiado frías. El hecho es que tengo veinticinco años más de lo que debería tener para que este miedo pudiese justificarse. Y lo mismo puede decirse de todos. Entonces… que alguien diga algo. Hablemos de nuestras carreras, de nuestros cónyuges, de lo que se siente al mirar a los antiguos compañeros de juego y darse cuenta de que uno también ha recibido sus buenos puñetazos en la nariz propinados por el tiempo mismo. Hablemos de sexo, de béisbol, del precio de la gasolina, del futuro de las naciones del Pacto de Varsovia. De cualquier cosa, menos de lo que nos trajo aquí. Que alguien diga algo.

Alguien habló. Fue Eddie Kaspbrak. Pero no habló de cómo era Edward Kennedy ni de cuánto dejaba Redford de propina, ni siquiera de por qué había tenido que seguir usando lo que Richie, en los viejos tiempos, solía llamar «el chupabofes de Eddie». Preguntó a Mike cuándo había muerto Stan Uris.

—Anteanoche. Cuando hice las llamadas.

—¿Tuvo algo que ver con…, con la razón por la que hemos venido?

—Podría pedir que se retirara la pregunta, ya que él no dejó nota, de modo que nadie puede saberlo seguro —respondió Mike—. Pero ocurrió casi inmediatamente después de mi llamada; por eso creo poder decir que sí.

—Se suicidó, ¿verdad? —dijo Beverly, inexpresiva—. Oh, Dios, pobre Stan…

Los otros estaban mirando a Mike, que terminó su cerveza y dijo:

—Se suicidó, sí. Al parecer, poco después de recibir mi llamada fue al baño, llenó la bañera, se metió dentro y se cortó las venas.

Bill miró alrededor de la mesa. De pronto parecía rodeada de rostros pálidos, espantados, nada de cuerpos, sólo esas caras, como círculos blancos. Como globos blancos, globos de luna, anclados allí por una antigua promesa que debería haber prescrito hacía mucho tiempo.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó Richie—. ¿Salió en los periódicos de aquí?

—No. Desde hace algún tiempo estoy suscrito a los periódicos de las ciudades más próximas al sitio donde vive cada uno de vosotros. Y les he seguido el rastro.

—Yo, el espía —comentó Richie, agrio—. Gracias, Mike.

—Me correspondía —dijo Mike, simplemente.

—Pobre Stan —repitió Beverly. Parecía aturdida, como si no pudiera aceptar la noticia—. Pero aquella vez se portó con tanto valor, con tanta… decisión.

—La gente cambia —dijo Eddie.

—¿Te parece? —pregunto Bill—. Stan era… —Movió las manos sobre el mantel, tratando de hallar las palabras adecuadas—. Era una persona ordenada, de las que tienen sus libros separados en obras de ficción y no ficción… y por orden alfabético en cada caso, además. Recuerdo algo que dijo una vez. No recuerdo dónde estábamos ni qué hacíamos, pero creo que fue hacia el final de las cosas. Dijo que podía soportar el miedo, pero que detestaba estar sucio. Para mí, ésa era la esencia de Stan. Tal vez la llamada de Mike fue demasiado. Tal vez vio sólo dos opciones: conservar la vida y ensuciarse o morir limpio. Tal vez la gente no cambia tanto como pensamos. Quizá…, quizá sólo nos volvemos más rígidos.

Hubo un momento de silencio. Después Richie dijo:

—Bueno, Mike, ¿qué ha estado pasando en Derry? Cuéntanos.

—Puedo contaros una parte —dijo Mike—. Puedo contaros, por ejemplo, lo que está pasando ahora… y algunas cosas sobre vosotros mismos. Pero no puedo contar lo que pasó en el verano de 1958 y no creo que haga falta. A su debido tiempo, vosotros mismos lo recordaréis. Y creo que, si os dijera demasiado antes de que estuvierais mentalmente preparados para recordar, lo que pasó con Stan…

—¿Podría repetirse con nosotros? —preguntó Ben, serenamente.

Mike asintió.

—Sí. Eso es lo que temo, exactamente.

—Entonces cuéntanos lo que puedas, Mike.

—Está bien —dijo él—. Lo haré.

4

Los Perdedores obtienen la primicia

—Los asesinatos han vuelto a empezar —dijo Mike, directamente.

Levantó la mirada para pasearla por la mesa. Sus ojos se detuvieron en Bill.

—El primero de los «nuevos asesinatos», si se me permite esa horripilante presunción, comenzó en el puente de Main Street y terminó debajo de él. La víctima fue un homosexual algo aniñado, llamado Adrian Mellon. Padecía una grave afección asmática.

La mano de Eddie se movió subrepticiamente para tocar su inhalador.

—Ocurrió este verano, el 21 de julio, la última noche del Festival del Canal, que fue una especie de celebración, un…

—… un ritual de Derry —completó Bill, en voz baja. Sus largos dedos masajeaban lentamente las sienes. No era difícil adivinar que pensaba en su hermano George… George, que, casi con certeza, había abierto el camino en la última ocasión.

—Un acto ritual, sí —reconoció Mike, en voz baja.

Les contó rápidamente lo que había sucedido con Adrian Mellon, observando sin placer el modo en que ellos iban dilatando los ojos, más y más. Les habló de lo que había informado el News y de lo que no había dicho… incluyendo los testimonios de Don Hagarty y Christopher Unwin sobre cierto payaso que había estado bajo el puente, como el duende en la vieja fábula: un payaso que parecía un cruce entre Ronald McDonald y Bozo, según Hagarty.

—Era él —dijo Ben con voz ronca y descompuesta—. Era ese degenerado de Pennywise.

—Hay algo más —dijo Mike, mirando a Bill—. Uno de los oficiales encargados de la investigación, el que sacó a Adrian Mellon del canal, era un policía de la ciudad llamado Harold Gardener.

—Oh, cielos —murmuró Bill, con voz lacrimosa.

—¿Bill? —Beverly lo miró y le puso una mano en el brazo. Parecía llena de sorpresa y preocupación—. ¿Qué pasa, Bill?

—Harold tendría unos cinco años, por entonces —dijo Bill. Sus ojos aturdidos miraron a Mike, como pidiendo confirmación.

—Sí, exacto.

—¿Qué pasa, Bill? —preguntó Richie.

—Ha-ha-harold Gardener era hij-hij-hijo de Dave Gardener —dijo Bill—. Dave vivía cerca de casa, en aquel entonces, cuando m-m-murió George. Él fue el primero que encontró a Ge… Ge… a mi hermano y lo trajo a casa, envuelto en una c-c-colcha.

Guardaron silencio. Beverly se cubrió los ojos con la mano, por un instante.

—Todo concuerda demasiado bien, ¿verdad? —dijo Mike, finalmente.

—Sí —reconoció Bill, en voz baja—. Concuerda, ya lo creo.

—Como os dije, en estos años he seguido el rastro de cada uno de vosotros —prosiguió Mike—, pero sólo cuando ocurrió esto comprendí por qué lo hacía, me di cuenta de que había una finalidad real y concreta. Aun así me contuve; quería ver cómo se desarrollaban las cosas. No sé si os dais cuenta, pero necesitaba estar completamente seguro antes de… perturbar vuestra vida. Y no seguro en un noventa por ciento, ni siquiera en un noventa y cinco. Quería el ciento por ciento.

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